Sepia a la plancha



El Chorrillo, 26/05/2013








Una buena comida puede ser motivo para que uno se sienta especialmente eufórico en relación a todo eso que forma el condimento personal diario, esas cosas que Serrat Castellanos, arguyendo que su futuro es hoy, intenta vivir día a día con la disposición del gourmet para quien los asuntos del paladar cotidiano son cuestiones de primer orden. También puede contribuir a ello el clarete que acompañaba a la sepia a la plancha. Por demás hoy me tocaba hacer la comida y el cocinero se esmeró lo que pudo para aglutinar en torno a la mesa todo aquello que gusta especialmente, cebolla en cantidad, ajos, muchos ajos, frititos, dorados, churruscantes, esas cosas. En fin, como para dejarle a uno en las sinuosidades de la siesta y en la recta final de la tarde con la disposición de quien tiene la sensación de vivir en el mejor de los mundos posibles.



Hace unos años escribí un volumen de versos titulado Pobre diablo, se trataba de una colección de poemas que eran respuesta al estado emocional en que me había dejado un reciente naufragio afectivo, cosas de mujeres, aladas, angelicales y terribles algunas veces; no un volumen, hubo, si mal no recuerdo tres o cuatro tomos más que dieron razón sucesivamente del descalabro personal que aquella situación produjo en mí; sin embargo el título del primero, ese pobre diablo, quizás fuera el más representativo de una condición que hoy se me antoja paradójicamente interesante. Me explico… He comido bien, estamos en primavera, no me duele el riñón y posiblemente en un par de días me voy a ir por ahí a hacer algo que me gusta, a caminar, más, seguramente llegaré a Huesca por la tarde y aprovecharé la luna llena de estos días para trotar durante la noche, acaso siguiendo los pasos de Ramón y su cuadrilla que me precederán camino de Montserrat. Puedo decir que la vida me sonríe, sin embargo no por ello pierdo la memoria, no olvido aquel naufragio que me hizo llorar como un niño, no por ello dejo de pensar en mi hijo el cabrero al que se le murieron cuatro cabras hace un par de días, o en aquella moza a la que quise y a la que imagino atada sumisamente a un bruto que le dio dos hijos pero al que teme y no quiere. La vida es un complicado manojo de paradojas, un caravasar a través de cuyas ventanas tanto se oye bufar al viento como se contempla espléndido el crepúsculo de fuego sobre las doradas dunas del desierto. Es hermosa, es triste, es terrible, es dolorosa, es complicada, es un laberinto… y nosotros, en correspondencia, como centro de tanto batiburrillo que ella encierra, podemos decir que somos unos pobre diablos que, llevados de acá para allá por las circunstancias, los créditos, las pasiones, la presión de la moral vigente, las ideologías, los aprovechados buscadores del voto, los cazadores de hipotecas, los marrulleros, los trileros, llevados acaso también por el agasajo del becerro de oro o por nuestras inclinaciones, nuestros afectos, nuestras locuras amorosas, nuestros proyectos demenciales; pobres diablos que a duras penas somos capaces de ver medianamente claro en qué consiste esto de vivir y de orientarnos medianamente bien en el fenomenal laberinto de los años de la vida.



Así que cuando uno traspasa ese umbral en el que el pobre diablo parece liberado de tan engorrosas ataduras y se encuentra feliz y contento como unas castañuelas, liberado de ataduras y prejuicios y dispuesto a echarse una siesta para paliar los efectos del clarete y la buena digestión, lo que el expobre diablo siente es un inmenso alivio, una especie de reencuentro con esas verdades de la vida que son las pequeñas cosas, su casa, su gente, sus gatos (también mis gatos, Serrat, pueden ser elemento de dicha), la suave brisa que mueve las ramas de los álamos frente a su ventana, sus recuerdos, su vida pasada.

Y quizás en mi placentera digestión, me digo, no esté de todo ausente el inesperado encuentro con esa vida pasada, con amigos de los que no sabía nada desde hace cuarenta años, amigos de mis primeros años de montaña, de caminar, de empezar andar por el mundo. Hoy recibí una carta de uno de ellos, Laure Esteras. Laureano vivía latente en alguna parte de mi cuerpo sin que yo fuera consciente de ello; todos los amigos de entonces más tarde o más temprano fueron a parar con el correr de los años al interior de una nube de smog en donde poco a poco la memoria, terriblemente disoluta y olvidadiza la mía, ha ido produciendo estragos, diluyendo, olvidando, aprisionando con el peso de hechos más recientes en un hueco difícilmente accesible a una parte importante de aquella generación, aquellos amigos, en cuya compañía yo viví acaso los años más intensos de mi vida. La imagen de Laureano se salvó curiosamente de esta hecatombe, sus pronunciados pómulos, su bigotillo a los José Luis López Vázquez, su manera de fumar en pipa, su modo suave de sonreír. No recuerdo qué paredes escalamos juntos, de qué hablábamos, qué viajes hicimos juntos, de la misma manera que tampoco recuerdo a otros muchos en actividades concretas, sin embargo, la impresión, la subjetividad, la amistad que podía unirnos entonces queda intacta hoy. Se trata de un afecto, en mi caso, que tiene el débil apoyo de alguna instantánea, de recuerdos difusos, y sin embargo, ¡qué grande es en comparación la certeza de haber vivido juntos momentos de una intensidad nada común! Pese a que no perdí la oportunidad de novelar una parte importante de la experiencia de mis años de montaña, me es bochornoso no poder recuperar una parte sustancial de aquellos días. Hoy me hubiera gustado recordar nítidamente los rostros y los hechos de aquellos años, precisamente porque sólo con la experiencia de aquellos años ya podría repetir con Pablo Neruda aquello de Confieso que he vivido. Me produce cierta tristeza no poder hacerlo.  

¿No son todas estas cosas síntomas de que la vida es una cosa tremendamente rara y compleja?


Lo importante es el viaje en sí mismo, dice Trini Rovira en un comentario al post de ayer; el viaje, la sepia a la plancha de hoy, el clarete, la carta de Laure Esteras, lo que pensamos, ese deseo de vivir con intensidad, la demora en el presente. Si lo importante es el viaje en sí mismo, acaso deberíamos desterrar de nuestras cabezas la idea de llegar a Ítaca. Llegar a Ítaca puede ser un problema, un drama, lo fue para Odiseo, bello y hermoso en su navegar por los mundos, en su enfrentamiento al canto de las sirenas, se vuelve siniestro cuando empieza a derramar sangre pasando por el cuchillo a los pretendientes de su paciente Penélope.

Cuando amarres en la isla… Quizás sea mejor no amarrar nunca y permanecer siempre en movimiento, metal o físico… a gusto del consumidor. Cuando uno se para, amarra, en un descuido puede ir a parar a una residencia de ancianos.


2 comentarios:

Unknown dijo...

D. Alberto, es verdad que el tiempo nos borra esos bonitos años, donde luchabamos juntos todos los compañeros por conquistar las cumbres y encima por zonas mas o menos dificiles. Pero tengo que recordarte que fuiste bueno y mi recuerdo es vago, pero creo que tu eras el compañero de Fulgencio y Maria, en Alpes, paredes del Grepon o la Aguja de la Republica, una gran tormenta donde por efecto de la electricidad estática, los pelos de María subían como los de las brujas, Fulgencio asustado por la tormenta decia "Maria" bajando los pelos, pero al momento volvían a buscar los cielos.
Yo viví la tormenta desde la Aguja de la M, muy cerca,tambien tengo que decir "creo" con Adolfo Candia, en la zona de las Agujas de Chamonix y cuando pudimos escapar y nos juntamos en el camping de Rosier, nos lo contabais apasionados y muy mojados como nosotros. Poco a poco los recuerdos vana fluyendo, todo sin prisa, como las buenas comidas. Con mi mejor recuerdo.

Alberto de la Madrid dijo...

¿Sabes? A mí se me estremece un poco el cuerpo leyendo estas cosas, más cuando las palabras que llaman al recuerdo provienen de otro, no de mi me memoria. A veces uno está tan habituado a vivir desde su mismidad, su yo, llámalo como quieras, que parece tener la sensación de que todo eso no tuvo lugar más que en un sueño. Con Fulgencio subí una aguja algo difícil en Chamonix, no recuerdo su nombre, la vía terminaba con una famosa fisura llamada Knubel o similar. Bien, en esa ascensión una segunda cordada de amigos sufrió un accidente y tuvimos que bajar corriendo a avisar. Quizás tú recuerde quienes eran (uno de ellos me parece que cojeaba, era conocido, pero no recuerdo su nombre). Al día siguiente los rescataron con un helicóptero; ¿querrás saber que ni recuerdo quienes eran? Me digo: tío, ¿no te habrás montado una película para ti solo? En la Meige nos pilló esa famosa tormenta de que hablas y tuvimos que vivaquear a cuatro mil metros en una grieta. La aventura fue espléndida, incluido el largo regreso al refugio de partida. Quise incluirlo en una de mis novelas y para ello con ayuda del Google Earth, fotografías y demás traté durante días, como Garbancito, de ir recuperando datos para dar credibilidad al relato. Pues ni aun así, aquello quedó un poco pichí pichá y eso que fue algo significativo. Sin embargo, y ello es interesante, la cosa está ahí, candente, sin demasiados detalles pero totalmente viva, algo así como si fuéramos capaces de almacenar sensaciones mejor que los hechos que las suscitaron. De ahí que sean las sensaciones, yo digo con frecuencia que hay que mimarlas para que no nos abandonen, que son las que recorren nuestro sistema nervioso produciéndonos toda clase de bienestar, en muchos casos, todo la ambiguas que se quieran, las que realmente certifican momentos importantes de la vida.

Ah, si fuera capaz de recuperar esos detalles, esas tertulias acaso en el camping de Chamonix, en Pedriza… En fin. Hace diez años descubrí que escribir me producía un placer inusitado, y quizás debido a ello he tenido que recurrir mucho a rincones oscuros del pasado; qué útil me sería y cómo me gustaría dedicar tiempo a aquellos años, recuperar gente, hechos, circunstancias, algo así como volverlo a vivir. Cuando uno siente que ha vivido periodos muy interesantes en la vida tiene necesidad de volverlos a saborear, volver a deleitarse con ellos. Escribir sobre el pasado tiene a veces algo de mágico. Eso que dices: poco a poco los recuerdos van fluyendo. Estás en blanco, te pones frente al papel y lo pasas mal, pero algo, algo va fluyendo. A ver si el futuro inmediato es fructífero en estas cosas; perfectamente puedo imaginarme un invierno junto al fuego de la chimenea reconstruyendo la memoria para compartirla y verterla acaso en algo más sólido, en palabras.

Mañana salgo para Huesca a continuar un proyecto de caminos que dejé a medias. Cuando vuelva hablamos, a ver si nos tomamos una cerveza juntos. Un abrazo.