Bajo una tromba de agua




Santa Eulalia de Riuprimer, 08/06/2013

Crucé el río en la oscuridad y enseguida, según ascendía por la empinada pista que dejaba Navarclés a mis pies, empezó a clarear; un amanecer sucio y desteñido que preludiaba lluvias en abundancia. No fui capaz de desayunar nada, ya lo haría más adelante, me dije. Mi lectura de la primera hora de la mañana era de Krishnamurti, El libro de la vida, una especie de antología de los pensamientos del autor. escalonados por fechas desde el uno de enero con la intención de servir de constante recordatorio día a día de esas ideas fundamentales que ayudan a llevar una vida razonable en medio del ruido in crescendo que produce el mundo a nuestro alrededor. Hacer esto tipo de lecturas en el entorno de la primea hora del día ayuda a airear los pensamientos y disponernos para esa tarea de intentar ser un poco mejores, más buenos, como decía cándidamente un día no se quien en una entrevista que le hacía Jesús Quintero, entonces el Loco de la Colina. Hoy la cosa trataba sobre necesidad de prescindir de gurúes, maestros, curas, adoctrinadores, psicólogos, etc., uno ha de hacerse a sí mismo, debe escucharse, encontrarse en el silencio, crear alrededor de uno condiciones tales que ayuden a la reflexión y al encuentro con uno mismo; y bajo esas condiciones primero de todo tratar de conocerse, conocer no aquel que pretendemos ser sino el que somos realmente. Para Krishnamurti todo el edificio de la formación de la persona empieza por ahí.


Mientras tanto el campo se despertaba; las colinas, envueltas en una atmósfera de plomo, estaban feas y deslustradas. Después volvieron a aparecer los trigales y las amapolas. Hice algunas tomas cuando la luz se humanizó un poco y dejó sobre los cultivos una breve y cálida caricia; pero el resultado era un campo frío y sin vida. Hurgué en el menú, cambié el factor de la temperatura de color y ya fue otra cosa. La cámara es una caja de luz, pero no siempre la calidad de la luz es la misma, de la misma manera que no es lo mismo hacer una fotografía bajo una bombilla incandescente que hacerla con la fría luz de un tubo fluorescente. A veces uno no tiene en cuenta estas cosas y las fotografías no salen como deben. Ahora sí, ahora los colores de mi cámara se correspondían con aquellos que veían mis ojos, ese tapiz de amarillos estrellados de gotas de sangre.




Nada más abandonar en Artés el bar en donde había desayunado tuve que asumir que el momento de la lluvia estaba pronto a descargar. De los montes cercanos llegaba el estruendo de los truenos. Truenos y rayos que no tardarían en convertir la ladera por la que caminaba en un autentico río de aguas achocolatas que inundaban la pista llevándose tras de sí las pequeñas piedras del firme. Estábamos en mitad del diluvio, el agua golpeaba con fuerza contra mi capa de agua; en pocos minutos mis botas estuvieron tan mojadas como si me hubiera metido por medio de un río sin descalzarme; a veces temo que estas no me lleguen siquiera hasta el mar: tan rotas están; pero me horroriza pensar que un día tendré que comprarme otras y pasar por el trance de domarlas y sufrir cierto juanete del pie derecho penalidades durante semanas. En el cielo culebrea un relámpago y cuatro segundos después el bosque parece temblar mientras la lluvia arrecia y se convierte en una cortina de agua que forma cientos de riachuelos en la ladera. Quizás son dos o tres horas que camino en estas condiciones; después de este tiempo, los dedos de las manos, agarrados a los bastones, están rígidos como sarmientos. Como me quité los pantalones para no mojarlos, el agua que escurre por la capa desagua directamente en el interior de mis botas.

El espectáculo es de primer orden, y yo soy el espectador único de esta hecatombe que parece fabricada especialmente para mi recreo. Sí, mi recreo, porque pese a lo aparatoso de la situación, estar metido dentro de una tormenta como ésta durante tantas horas no deja de ser un privilegio; pese al frío, pese a la mojadura. Tiene algo de sobrenatural una tormenta así, su enormidad frente a la pequeñez del individuo suscita en éste una emoción-temor difícil de definir pero que resulta de una densidad desacostumbrada. En este entorno la vida parece una cosa efímera y diminuta, uno puede desaparecer en cualquier momento sin comerlo ni beberlo; aquí la vida es una lotería. Uno siempre confía que el rayo terminará cayendo en otro sitio, pero ahí estás tú, un poco con la mosca tras la oreja, valentón y disfrutando de este tremendo espectáculo de la tormenta, pero sujeto a la incertidumbre de que algo termine por suceder.



En el último tercio de los veinticuatro kilómetros que me separan de L’Estany la lluvia se toma un respiro y no tarda en salir el sol entre las últimas nubes de la tormenta. El camino sube y baja por colinas donde pacen vacas y asoma de vez en cuando un caserío. Mi ropa empieza a secarse, incluso puedo hacer una parada para dar cuenta de mis provisiones. Desde el otro lado de Montserrat, ya cerca de su casa, Ramón me manda un guasap donde aparecen las cumbres de Montserrat bajo la masa azul de un cielo sin nubes.



Cuando llego a L’Estany, en el único bar a mano no hay un puñetero enchufe disponible. Ahora que he dejado de visitar los albergues, todos mis aparatitos necesitan continuamente de un enchufe a mano. Decidido a ahorrar peso a toda costa no quise traerme la alfombrilla solar, así que cada vez que paro en un pueblo me veo obligado a repostar energía. No sé por qué pero no estoy a gusto en este pueblo, demasiada gente, es sábado. Me voy, me quedan veinticuatro kilómetros para Vic, pero me voy, aunque no me queden provisiones. Menos mal que cien metros más arriba la cordura tira de mí y me puede. Cuando paso junto a un hostal decido buscar allí algo. Me preparan un buen plato de chuletas de cordero con rebanadas de pan con tomate. El cocinero, un hombre regordete y amable, me congracia con el lugar. Las chuletas tienen un aspecto estupendo; daré cuenta de ellas bajo la tela de mi tienda. Todavía caminaré un par de horas, y como estaba esperado, volverá la tormenta y volveré a mojarme y dejará el suelo en condiciones nada idóneas. A última hora de la tarde, cerca ya de Santa Eulalia de Uniprímer y con la tormenta alejada, encuentro un prado que me gusta. Final de jornada, pues.




1 comentario:

LuisBas dijo...

Mucho animo, cuidado con el agua de primavera, que da malos constipados
y a cuidarse amigo, mañana sera otro dia. Abrazos