Palau-sator, 18/06/2013
¿Será bueno o malo que entre un grupo de conocidos o amigos que se
reúnen a comer sea uno el que habla casi ininterrumpidamente? Dos
hombres y tres mujeres le miran, sonríen, asienten, esto durante
toda la hora y media en que entraron en el restaurante. Tomaron el
aperitivo mientras él hablaba, comieron mientras él hablaba,
bebieron el café mientras hablaba y, ahora, después de la copa o el
chupito continúa como una máquina parlante que se hubiera
estropeado y no pudiera parar. ¡Dios, y yo que creía que esto sólo
le sucedía a algunas mujeres! Su voz es robusta, acaso un buen
conversador si supiera repartir el juego y dejar a los otros meter el
cazo en la conversación; pero imposible. Tuve que ponerme los
tapones de cera. Facundias así sólo la conocí de una compañera de
trabajo que no sólo hablaba y hablaba ininterrumpidamente sin
posibilidad de que los otros pudieran decir ni mu, sino que además
pontificaba, todo lo que decía iba a misa, siempre estaba al tanto
de todas las comidillas del pueblo o de la escuela, todo lo sabia, en
todo era el sumum de la competencia, ella se codeaba siempre con la
flor y nata de cualquier lugar en donde estuviera. Era una locura
soportar a aquella persona. En una ocasión tuve que hacer un largo
viaje con su marido que me contrató como fotógrafo para hacer
algunas tomas de unas crías de un ave que en la gente del Ministerio
en la zona de Extremadura creía eran de quebrantahuesos. Un hombre
grueso y sociable, aunque de pocas palabras, al que yo compadecía a
menudo recordando a aquel monstruo parlante con quien le había
tocado vivir. Los franceses levantan la mesa, se hace el silencio en
el restaurante, ¡alabado sea el señor! Los cinco convidados de
piedra desfilan silenciosos entre las otras mesas mientras que la
máquina de hablar, ayudado por un bastón, atraviesa renqueante el
restaurante: au revoir, monsieur!
El viento de la noche anterior me había obligado a refugiarme en uno
de los tinglados de tiempos de la guerra que había en la eminencia
de Punta Ventosa, un círculo de hormigón protegido por una valla lo
suficientemente alta como para proporcionarme un sueño sin
molestias. Durante toda la mañana caminé por un pacífico bosque de
pinos cuyo lecho, piedras calizas puntiagudas, no eran en modo alguno
ninguna bendición para mis pies. Me sumí en una tranquila lectura,
terminé lo que me quedaba de ese magnífico personaje de larga
melena blanca que yo conocí personalmente en una fiesta del PC
cuando impertérrito y testarudo pretendía leerles una pila de
versos a la asamblea allí reunida; hablo de Agustín García Calvo y
de su libro Contra el hombre. Imposible, una cosa es respetar
a un escritor, a un poeta y otra muy distinta es tener que leerle o
escucharle; ya se sabe en este país se lee muy poco, como mucho
acertamos a mirar las fotos si es que el texto tiene el acierto de
incluir alguna. Aquella gente izquierdosa del PC armaba mucho ruido
con la cultura, la cultura aquí, la cultura aca, pero era incapaz de
escuchar unos pocos versos de este singular y polifacético
personaje. Después de García Calvo, que me había dejado ese
consabido y apetecible sabor ácrata que destila toda su obra, en mi
repertorio más a mano no encontré otra cosa más saludable que
echarme al coleto el 1984 de George Orwell, una lectura que
venía acaso con un retraso de décadas después de haber leído muy
de joven su Rebelión en la granja. Todos sabemos que nos
tratan como un rebaño de imbéciles desde los albores de la
civilización, sabemos que hay individuos altos, medianos y bajos, y
que aquellos engañan, machacan, les chupan la sangre a estos desde
el principio de los tiempos con la ayuda de los de en medio; sabemos
que la ignorancia es la mejor medicina que se puede administrar a la
base de la pirámide para que las relaciones de clase se perpetúen
in secula seculorum; lo sabemos, pero nos comportamos como si
todo esto, que es tan viejo como el mundo, lo empezáramos a
descubrir hoy mismo. Tenemos una noción de la historia tan
ridículamente patriarcal que no se nos hace fácil encontrar
conceptos objetivos que definan nuestra situación actual. Este
liberalismo, que se ilustra como una justa convivencia de lobos y
gallinas, es un galimatías estúpido que todavía nos vemos en la
situación de discutir cuando es un pan más sabido que todas las
cosas. De estas cosas hablan en un lenguaje diferido George Orwell y
Agustín García Calvo. Nuestra condición de rebaño más o menos
consciente de su condición es tal de echarse a llorar sin remedio.
No, si encima tendremos que demostrar que todos esos peludos
gilipollas de la política y la economía lo que están haciendo es
aprovecharse del personal, tendremos que demostrar que las leyes se
han hecho para defender sus intereses, tendremos que demostrar…
Como el infeliz ese de la barbita que felicitaba a todos los
sordomundos silenciosos de este país, porque creía que eso era lo
que había que hacer, asentir, callar, llenar el patio, el aire, el
campo, los pueblos y las ciudades con el balido ininterrumpido del
asentimiento. Sólo faltaba poner el culo.
A mí me da un poco cosa volver a ciertas lecturas, quiero rehuirlas
en cierto modo, pero llega un momento en que es un deber de civilidad
repasar las ideas mediante las cuales los altos, los lobos y toda esa
purrela nos tienen atados por los mismísimos. Sí, hay que leer a
García Calvo y a George Orwell de vez en cuando.
Bueno, pues con 1984 iba dale que dale, cuando de repente me
encontré con un cuestón de los mil demonios. Imposible. Miré el
gps, pues no, estaba en la posición correcta. Resultó que los
diseñadores del GR-92 habían decidido subir el camino por los dos
montes más prominentes de los alrededores, el Montplà y la Muntanya
de Santa Caterina, donde se alza el Castell de Montgrí. Podía haber
cogido un camino lateral que los evitaba, pero, al hecho pecho,
embebido en mi lectura como estaba igual podría haber atravesado el
estrecho de Gibraltar sin apercibirme de dónde me encontraba.
Desayuné fuerte en Torroella de Montgrí, que yacía silencioso a
los pies de la Muntanya de Santa Caterina y después, a pasos
cortitos, como quien va pisando huevos, me dirigí al río Ter, mi
compañero de hace una semana, allá, cuando mi camino llevaba
dirección norte. Su desembocadura quedaba a unos pocos kilómetros.
Cuando ya me llegaba la lengua al suelo y el calor apretaba, aunque
nublado, más de los corriente, me tropecé con Palau-sator. De tres
restaurantes sólo había uno abierto. Pareces la aparición de una
película rodada en algún sitio lejano, me recibió cortés y amable
el camarero, un chico joven que de haber podido me habría amañado
el precio de la comida. Un lugar demasié para mi presupuesto, pero
bueno, mi caminata se merecía una buena compensación.
Estaba con el aperitivo cuando sonó el teléfono; era Ramón.
Definitivamente acorto mi instancia en la costa; Ramón va a pasar
unos días en Madrid y aprovechamos para marchar juntos. Será
nuestro huésped por unos días en El Chorrillo. Mañana a las seis
de la mañana tomaré el autobús en Pals para Barcelona y desde allí
el tren a Vilafranca del Penedès, donde esperamos encontrarnos. Me
cuenta Ramón que ha dado la merecida jubilación a Vermell, que
pacerá a partir de ahora en un agradable lugar en las cercanías del
Pirineo. Me alegro por Vermell.
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