Leer a George Orwell y a Agustín García Calvo




Palau-sator, 18/06/2013

¿Será bueno o malo que entre un grupo de conocidos o amigos que se reúnen a comer sea uno el que habla casi ininterrumpidamente? Dos hombres y tres mujeres le miran, sonríen, asienten, esto durante toda la hora y media en que entraron en el restaurante. Tomaron el aperitivo mientras él hablaba, comieron mientras él hablaba, bebieron el café mientras hablaba y, ahora, después de la copa o el chupito continúa como una máquina parlante que se hubiera estropeado y no pudiera parar. ¡Dios, y yo que creía que esto sólo le sucedía a algunas mujeres! Su voz es robusta, acaso un buen conversador si supiera repartir el juego y dejar a los otros meter el cazo en la conversación; pero imposible. Tuve que ponerme los tapones de cera. Facundias así sólo la conocí de una compañera de trabajo que no sólo hablaba y hablaba ininterrumpidamente sin posibilidad de que los otros pudieran decir ni mu, sino que además pontificaba, todo lo que decía iba a misa, siempre estaba al tanto de todas las comidillas del pueblo o de la escuela, todo lo sabia, en todo era el sumum de la competencia, ella se codeaba siempre con la flor y nata de cualquier lugar en donde estuviera. Era una locura soportar a aquella persona. En una ocasión tuve que hacer un largo viaje con su marido que me contrató como fotógrafo para hacer algunas tomas de unas crías de un ave que en la gente del Ministerio en la zona de Extremadura creía eran de quebrantahuesos. Un hombre grueso y sociable, aunque de pocas palabras, al que yo compadecía a menudo recordando a aquel monstruo parlante con quien le había tocado vivir. Los franceses levantan la mesa, se hace el silencio en el restaurante, ¡alabado sea el señor! Los cinco convidados de piedra desfilan silenciosos entre las otras mesas mientras que la máquina de hablar, ayudado por un bastón, atraviesa renqueante el restaurante: au revoir, monsieur!


El viento de la noche anterior me había obligado a refugiarme en uno de los tinglados de tiempos de la guerra que había en la eminencia de Punta Ventosa, un círculo de hormigón protegido por una valla lo suficientemente alta como para proporcionarme un sueño sin molestias. Durante toda la mañana caminé por un pacífico bosque de pinos cuyo lecho, piedras calizas puntiagudas, no eran en modo alguno ninguna bendición para mis pies. Me sumí en una tranquila lectura, terminé lo que me quedaba de ese magnífico personaje de larga melena blanca que yo conocí personalmente en una fiesta del PC cuando impertérrito y testarudo pretendía leerles una pila de versos a la asamblea allí reunida; hablo de Agustín García Calvo y de su libro Contra el hombre. Imposible, una cosa es respetar a un escritor, a un poeta y otra muy distinta es tener que leerle o escucharle; ya se sabe en este país se lee muy poco, como mucho acertamos a mirar las fotos si es que el texto tiene el acierto de incluir alguna. Aquella gente izquierdosa del PC armaba mucho ruido con la cultura, la cultura aquí, la cultura aca, pero era incapaz de escuchar unos pocos versos de este singular y polifacético personaje. Después de García Calvo, que me había dejado ese consabido y apetecible sabor ácrata que destila toda su obra, en mi repertorio más a mano no encontré otra cosa más saludable que echarme al coleto el 1984 de George Orwell, una lectura que venía acaso con un retraso de décadas después de haber leído muy de joven su Rebelión en la granja. Todos sabemos que nos tratan como un rebaño de imbéciles desde los albores de la civilización, sabemos que hay individuos altos, medianos y bajos, y que aquellos engañan, machacan, les chupan la sangre a estos desde el principio de los tiempos con la ayuda de los de en medio; sabemos que la ignorancia es la mejor medicina que se puede administrar a la base de la pirámide para que las relaciones de clase se perpetúen in secula seculorum; lo sabemos, pero nos comportamos como si todo esto, que es tan viejo como el mundo, lo empezáramos a descubrir hoy mismo. Tenemos una noción de la historia tan ridículamente patriarcal que no se nos hace fácil encontrar conceptos objetivos que definan nuestra situación actual. Este liberalismo, que se ilustra como una justa convivencia de lobos y gallinas, es un galimatías estúpido que todavía nos vemos en la situación de discutir cuando es un pan más sabido que todas las cosas. De estas cosas hablan en un lenguaje diferido George Orwell y Agustín García Calvo. Nuestra condición de rebaño más o menos consciente de su condición es tal de echarse a llorar sin remedio. No, si encima tendremos que demostrar que todos esos peludos gilipollas de la política y la economía lo que están haciendo es aprovecharse del personal, tendremos que demostrar que las leyes se han hecho para defender sus intereses, tendremos que demostrar… Como el infeliz ese de la barbita que felicitaba a todos los sordomundos silenciosos de este país, porque creía que eso era lo que había que hacer, asentir, callar, llenar el patio, el aire, el campo, los pueblos y las ciudades con el balido ininterrumpido del asentimiento. Sólo faltaba poner el culo.

A mí me da un poco cosa volver a ciertas lecturas, quiero rehuirlas en cierto modo, pero llega un momento en que es un deber de civilidad repasar las ideas mediante las cuales los altos, los lobos y toda esa purrela nos tienen atados por los mismísimos. Sí, hay que leer a García Calvo y a George Orwell de vez en cuando.


Bueno, pues con 1984 iba dale que dale, cuando de repente me encontré con un cuestón de los mil demonios. Imposible. Miré el gps, pues no, estaba en la posición correcta. Resultó que los diseñadores del GR-92 habían decidido subir el camino por los dos montes más prominentes de los alrededores, el Montplà y la Muntanya de Santa Caterina, donde se alza el Castell de Montgrí. Podía haber cogido un camino lateral que los evitaba, pero, al hecho pecho, embebido en mi lectura como estaba igual podría haber atravesado el estrecho de Gibraltar sin apercibirme de dónde me encontraba.

Desayuné fuerte en Torroella de Montgrí, que yacía silencioso a los pies de la Muntanya de Santa Caterina y después, a pasos cortitos, como quien va pisando huevos, me dirigí al río Ter, mi compañero de hace una semana, allá, cuando mi camino llevaba dirección norte. Su desembocadura quedaba a unos pocos kilómetros. Cuando ya me llegaba la lengua al suelo y el calor apretaba, aunque nublado, más de los corriente, me tropecé con Palau-sator. De tres restaurantes sólo había uno abierto. Pareces la aparición de una película rodada en algún sitio lejano, me recibió cortés y amable el camarero, un chico joven que de haber podido me habría amañado el precio de la comida. Un lugar demasié para mi presupuesto, pero bueno, mi caminata se merecía una buena compensación.


Estaba con el aperitivo cuando sonó el teléfono; era Ramón. Definitivamente acorto mi instancia en la costa; Ramón va a pasar unos días en Madrid y aprovechamos para marchar juntos. Será nuestro huésped por unos días en El Chorrillo. Mañana a las seis de la mañana tomaré el autobús en Pals para Barcelona y desde allí el tren a Vilafranca del Penedès, donde esperamos encontrarnos. Me cuenta Ramón que ha dado la merecida jubilación a Vermell, que pacerá a partir de ahora en un agradable lugar en las cercanías del Pirineo. Me alegro por Vermell.




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