Dedico estas líneas a Laureano Esteras.
Por el entusiasmo que has derrochado para
que nos volviéramos a ver, precisamente
en nuestra querida y añorada Pedriza.
Tumbado a la sombra de un roble
sigo los preparativos que Carmelo y Laureano hacen para una trepada a la Cueva
de la Mora por la vía Rosarito. Me han invitado a escalar con ellos pero he
declinado su ofrecimos amablemente; la rótula de mi pierna izquierda no está
para esos trotes; además los viejos tiempos son difíciles de recuperar por
mucho que uno le eche ganas. Entre las ramas del roble y un olivo miro al fondo
la Maliciosa, las Torres, Tres Cestitos, las ramificaciones del bosque de pinos
que durante estas tres, cuatro últimas décadas han ido creciendo en majadas y
valles llegando a cubrir con su manto verde cualquier resquicio de tierra en la
pedregosa superficie de la Pedriza. Mientras tanto oigo la tranquila
conversación de Carmelo y Laureano que comentan esto y lo otro sobre cierta
seta de roca en la que asegurarse, sobre un resalte vertical que se interpone
en el camino. La cotidianidad de un día corriente de escalada. Hace una
temperatura agradable. Desde que me encontré esta mañana con Laureano no hemos
parado de recordar aquellos tiempos, viejos, felices, dichosos años de juventud
en torno a los cuales se aglutinó lo mejor que en la vida pudimos hacer
entonces. En un momento sale a colación un vivac en la cumbre del Balaitus, en
otro una cuerda abandonada de un rápel que recuperamos en las Crestas del
Diablo, más adelante un rescate en la aguja Amezúa que yo novelé creo que en mi
primer libro, Las hojas se volverán ásperas;
los recuerdos fluyen unos tras otros pugnando atropelladamente por hacerse un
hueco en ese presente de reencuentros que era nuestro paso por la concurrida
M-50.
Recuperamos una, dos docenas de
nombres, amigos de los tiempos en que los vivacs del fin de semana junto al
Tolmo nos convocaba en animadas conversaciones o en alborotado coro de
canciones alpinas que algunos compañeros como Moisés Castaño habían recuperado
en veranos anteriores de las veladas en los refugio de las Dolomitas. La magia
de Internet, como un inmenso pulpo cuyos tentáculos llegaran a los rincones más
disparatados del tiempo o del espacio, nos ha puesto en contacto con esta nueva
realidad que vivimos hoy, arropada nuestra memoria por las imágenes y por los materiales
que poco a poco vamos encontrando con la ayuda de la todoteca del ciberespacio.
¿Y ahora qué?, me digo mientras
espero el regreso de Carmelo y Laureano que han desaparecido tras un repecho
vertical. ¿Qué hacer con esa irrupción en tu presente de ese enorme e intenso
pedazo de pasado que fueron los años de desbordante pasión por la montaña?
¿Cómo hacer encajar lo que aparentemente había desaparecido para siempre en tu momento
de hoy? Acaso no hay que encajar nada, me digo. De hecho nuestra conversación,
después de ese imprescindible repaso al pasado, cuando ellos ya habían rehecho
su camino rapelando sobre el liso y cálido granito de la Cueva de la Mora y
descendíamos hacia el río camino de la choza Kindelán, ya éramos tres
acalorados amigos discutiendo sobre los temas universales del amor, la muerte,
los libros, los tarados que dedican su vida a adorar al Becerro de Oro. El
pasado había perdido consistencia y ahora éramos de nuevo añosos montañeros con
un saco de experiencias vitales tintineando, se veía, en nuestras palabras;
incluso éramos capaces de traducir nuestras experiencias pasadas con sutiles
interpretaciones que sólo el paso de los años es capaz de ver con cierta
claridad. Así, cuando Laureano sobresalía a contraluz en la pared descolgándose
en el último rápel y recordó mi intrepidez de cuatro décadas atrás cuando me
enfrentaba a alguna vía de escalada de especial dificultad, me hizo gracia
aquel apelativo que semanas antes había encontrado yo en una discusión entre
Sócrates y Gorgias en uno de los Diálogos
de Platón. ¿Y eso es bueno o malo?, interpelé yo a Laureano que en aquel
momento tenía una bella toma sobre el perfil del granito. Bueno, naturalmente,
dijo. Y yo, después de recordar aquel
diálogo de Platón, ya no estaba tan seguro. Para Sócrates había una gran
diferencia entre un valiente y un intrépido. La valentía es más consistente,
más consciente de la situación de peligro que afronta, sabe medir los pros y
los contras con lucidez y mesura; el valiente ejerce desde una fuerza moral que
parece nacerle de dentro como una segunda naturaleza, mientras que el intrépido
es capaz de afrontar peligros semejantes pero no tiene tras de sí, en su
naturaleza, esa cualidad, gratuidad, presteza o naturalidad que ejerce el
valiente cuando llega el momento adecuado; el intrépido es acaso más alocado,
no tiene visión de conjunto, es fácil que no sepa medir adecuadamente sus
propias capacidades, su preparación y por tanto sus posibilidades de éxito son
menores. Mientras Laureano y Carmelo recogían la cuerda del rápel, a mí me dio
por aplicar esta diferencia a alguno de los antiguos compañeros con los que yo
había formado cordada. Entre ellos muchos podrían recibir el nombre de
comedidos, valientes, capaces, preparados; son los que sin quitarse de encima
proyectos importantes de escalada eran capaces de sopesar con bastante
aproximación aquello para lo que realmente estaban preparados. Sin embargo
había otros muchos que eran simplemente intrépidos. Fue en algún momento mi
caso y el de mi amigo Emiliano de Diego cuando, sin apenas experiencia,
pretendimos subir a Cabezas de Hierro en un primer invierno helador en medio de
la niebla. Lo pagamos. Hubimos de vagar toda la noche con nieve hasta los
mismísimos… aparecimos al día siguiente en Rascafría con principio de
congelación. O cuando a la siguiente primavera nos fuimos al Pirineo y nos
encontramos superados por la cantidad de nieve y disminuidos por nuestra
inexperiencia en el uso del piolet o en la superación de largos y empinados
neveros, una ocasión en que gracias a que nos encontramos a unos madrileños
animosos del C.D. Navacerrada, Julito, Solís y alguien más que no recuerdo,
pudimos atravesar el Collado del Cilindro y descender a Pineta. Entonces éramos
intrépidos, no valientes. Muchos compañeros de aquellos tiempos dejaron sus
vidas en los Alpes o los Picos de Europa. Probablemente alguno de ellos
emprendió aventuras que superaban su preparación o su experiencia.
El que no haya visto la película, que se aplique, le va a encantar, la aventura está en muchos rincones del planeta hecha para todos aquellos que tengan el coraje de ponerse a ello); decía: libros como La conquista de lo inútil nos los bebíamos como sedientos que no hubieran probado el agua en una semana; pero ¡ay! esa pasión no pocas veces venía envenenada por nuestra carencia de experiencia, nuestra intrepidez, nuestro arrojo era un enorme peligro que no pocas veces ponía al filo de la muerte a no pocos que, jóvenes, tan jóvenes como éramos, no habíamos aprendido todavía a sofrenar nuestra impaciencia por arremeter enseguida paredes para las que ni con mucho estábamos preparados. En aquella época hubo sonados rescates y controvertidas ascensiones que acaso podrían servir para ilustrar alguna de estas ideas. Siempre una enorme duda recorre el espinazo de cualquier argumentación cuando tratamos de analizar hechos de esta índole. Walter Bonatti se encuentra un invierno bajo la norte del Cervino frustrado y malhumorado porque el compañero con el que pretendía abrir una primera vía invernal a última hora no había podido acompañarle. Cuenta él mismo en su libro, Montañas de una vida, que volvía con la cabeza baja hacia el pueblo cuando de repente se paró y, como si no se le hubiera pasado por la cabeza en ningún momento, cayó en que no importaba, que podía hacer aquella ascensión solo. ¡Santo cielo!, y va y sube en invierno solo aquella enorme pared de hielo. Hay gente así en el mundo; creo que en estos años atrás hay un alpinista suizo que ha subido la misma pared en circunstancias similares a las que las hizo Bonatti en ¡una hora y cincuenta y ocho minutos! También estos seres existen de la misma manera que existió Leonardo Da Vinci, Mozart o Einstein, pero no son ejemplo para el común de los mortales.
Yo, que ejercí de pardillo
durante bastante tiempo y que tardé en enterarme de los peligros que la montaña
encerraba, me siento hoy especialmente ridículo recordando hasta dónde nuestra
primera pasión pudo llegar a terminar con nuestras vidas. Y recuerdo una noche de
invierno de luna llena después de subir con Emiliano de Diego por la cara norte
de Cabeza de Hierro que nos echamos a dormir en la Cuerda Larga junto a unas rocas.
En algún momento de la noche me desperté resbalando por la nieve helada que
descendía hacía la Pedriza; metido en el saco y con solo unos pocos centímetros
para sacar la nariz y respirar; aquello era dantesco: con los dedos por el
agujero del saco horrorizado intentando parar todo mi cuerpo que se deslizaba
monte abajo sobre la nieve en plena noche… Algunas pequeñas prominencias de
roca que sobresalían aquí y allá debieron de ayudar a detener la caída. Naturalmente
en algún momento dejé de ser aquel pardillo de mi primer encuentro con la
montaña; la suerte no habría dado para tanto si hubiera seguido siendo tan poco
consciente.
Y todo esto se relaciona también con
una conversación que nos traíamos el miércoles pasado cuando estábamos ya cerca
de la pradera de los Lobos. Yo argumentaba diciendo que a mí me gustaría saber
qué pensaba yo respecto a temas importantes en aquellos años a fin de ver cómo
evolucionó mi pensamiento desde entonces en relación a ellos; y ponía el
ejemplo del amor o la muerte. Y entonces Carmelo, que caminaba a mi espalda, dijo
muy sabiamente: ¿Y quién pensaba en la muerte entonces? Y es verdad, respondía
yo, estábamos tan llenos de vida, tan plenos de deseo de vivir intensamente,
que la muerte apenas rozaba nuestro pensamiento; además, la vida era eterna, no
existía el tiempo; nuestra inmersión en el presente, en lo que escalaríamos el
siguiente fin de semana, en lo que haríamos en Alpes o Pirineos, en las
condiciones que estaría Gredos para hacer la Alta Ruta, todo eso era lo que
ocupaba nuestro centro de interés. Hoy, cuando miro en el Facebook y encuentro
tantos y tantos nombres de antiguos compañeros o conocidos de aquel ambiente,
me llama mucho la atención el que no haya en sus perfiles ni rastro de su vida
profesional o social; en la mayoría de ellos, gente con tanta edad como la de
Carlos Soria, siguen apareciendo las montañas, el gesto en un paso de escalada,
calado el gorrito para el sol que llevamos cuando nos damos una vuelta por el
Pirineo. Algo así como si en el cómputo global de la persona que ya ha vivido más
de seis décadas esencialmente lo que sigue contando, lo que más se valora, sea
su vínculo con las montañas, con un estilo de vida que experimentada vivamente tras
la adolescencia ha llegado a convertirse en una referencia esencial. La muerte
ahora ya es otra cosa, tiene otro perfil, el tiempo se nos va acabando poco a
poco, nuestras queridas montañas y todo lo que hemos vivido en ellas nos siguen
acompañando, pero nuestro tiempo ya no es infinito. Tampoco amamos ahora como
amábamos entonces. Laureano opinaba que el amor irremediablemente languidecía con
el tiempo. Yo le contestaba que no estaba tan seguro de ello… pero esto es tema
para otro día.
Carmelo y Laureano se empeñaron
en hacerme conocer la choza Kíndelan bajo la cual había pasado yo durante
muchos años sin conocer nunca su ubicación. Subimos hasta ella. Yo les mostré
también una fotografía de otra choza que Pepe Moreno y otros compañeros habían
construido junto a los Hermanitos cuarenta años atrás. Ahí dejo una foto, creo
que el responsable forestal de la zonal se la cargó. Gilipollas los hay para
todos los gustos. Era una bonita cabaña que armonizaba perfectamente con el
ambiente. Ah, Dios... la ignorancia y la brutedad de los gestores del medio ambiente no tiene a veces límite.
Terminamos la jornada junto al río
acompañando una conversación interminable con un litro y medio de cerveza.
1 comentario:
Intrepidos y valientes. Siiii, pero sobre todo vitales y con el humor de realizar estas magnificas actividades inculcadas desde siempre.Mucho animo.
Publicar un comentario