Nieve y amapolas




07/06/2013

Hablaba el otro día de cierto campo de amapolas que cubría los taludes cercanos al hospital en donde mi padre había sido ingresado de urgencias. Colocar los hechos que has vivido dentro de la línea del tiempo me ha sido siempre muy difícil. Fuera de esas largas vacaciones de maestro o del nacimiento de mis hijos, o de la muerte de mi madre, o acaso del encuentro con aquel amor tardío, que me sirvieron durante años para situar el decurso del tiempo, me pierdo fácilmente en conjeturas y no soy capaz de fijar las fechas en que aquellos sucedieron. Sin embargo hay factores fuera de ese tiempo lineal que están estrechamente vinculados con la historia personal y que, independientemente del año, recuerdan una primavera, un invierno de nieve.


El descubrimiento de un cáncer cerebral en mi madre está vinculado con una algodonosa nevada que cubrió los campos próximos a nuestra casa, en donde se hacían los preparativos para que mi madre pasara feliz sus últimos días de vida, y desde donde nosotros mientras tantos asistíamos a ese raro espectáculo de estepa rusa invernal frente a los ventanales de nuestra biblioteca; la otra circunstancia emotiva está relacionada con los días previos al deceso de mi padre, sucedió con ese abigarrado campo de amapolas del hospital; cada mañana que dejaba el hospital o cada tarde en que mi hermana me venía a sustituir junto al lecho de mi padre, era lo primero que encontraba en aquel desierto que eran los alrededores del hospital de Valdemoro, roja alfombra que como un tapiz de sangre sobre el verde claro de las cebadillas y la avena loca, parecían preludiar el agónico enfrentamiento de mi padre con la muerte.


No olvidé aquellos días llevarme la cámara fotográfica; en ella quedaron retratados aquellos campos bajo el fuego de los calurosos días de finales del mes de mayo y la acertada decoración de los patios interiores del hospital que reproducían la calcinada tierra de los desiertos recorrida por una cimbreante culebra de piedra a cuya vera un olivo daba una sombra miserable; también hubo alguna instantánea de mi padre cuando saliendo de la inconsciencia intentaba comunicarse conmigo mediante aquel monosílabo en que había convertido mi nombre: To, to, llamaba; y yo, con los ojos llenos del rojo profundo de las amapolas que llevaba todavía en la retina, me acercaba a él, le tomaba la mano y procuraba tranquilizarlo. Apenas tardaría en morir tres o cuatro días; una tarde, mientras el gluglú del oxígeno sustituía al tic-tac de un tiempo que para él estaba por concluir, su respiración se hizo tenue, suave como una brisa a punto de extinguirse entre las hojas de los álamos; su última inspiración quedó suavemente adormecida entre sus pulmones; éstos quedaron quietos, su cuerpo dejó de respirar. Fue el fin, la muerte se lo llevó silenciosamente, sin dolor, como quien queda dormido inadvertidamente cualquier noche de primavera.

La sangre que corre por nuestras venas es roja, las amapolas son rojas, nuestra indignación ante la injusticia es roja, los claveles de la revolución de mayo también eran rojos.


Nieve, campos de amapolas, dos tiempos para recordar la muerte. Camino desde hace más de una semana junto al tapiz de la papaver de rojos pétalos que crece aquí o allá como la delicada irrupción de una flauta en el verde campo de una sonata sembrando la retina del fresco contraste de su sangre; al principio de este itinerar entre el Cantábrico y el Mediterráneo lo hice sobre la nieve que cubría inesperadamente mi camino allá por las colinas del Pirineo Navarro.


Ahora, desde que abandoné los campos de trigo y cebada, antes de alcanzar el puerto de la Panadella, las amapolas se han vuelto tímidas y se esconden entre la mies pálidas como aquejadas por el descubrimiento de que sus vidas están en la última parte de su recorrido. Su cercano estertor hacen palidecer a sus pétalos. Hoy fotografié algunas sobre el fondo de la lejana y desafiante aserradura de las montañas de Montserrat. Las flores que hasta ayer mismo me eran familiares empiezan a desaparecer sustituidas por otras que desconozco.



Durante toda la mañana remonté la bella ribera de los meandros del río Llobregat mientras a mi espalda poco a poco las moles de Montserrat, azuladas y como decorado de fondo de una etapa finalizada, se iban diluyendo en la distancia. Por el camino me crucé con un apuesto cabrero de torso al descubierto que bien podía ser un personaje salido de La Odisea. Le seguía obediente y escandaloso un numeroso rebaño de cabras que levantaban nubes de polvo y que, de haberse cruzado con el caballero andante, no Ramón, el otro, y su escudero, bien lo habría confundido aquel con un ejercito de rufianes dispuestos a presentar batalla. Dios les cría y ellos se juntan, decía hace un momento en una entrada del Facebook Montse, la seguidora a distancia de las aventuras del caballero andante y su amigo el caminante, haciendo alusión a alguna chirigota que cruzamos él y yo con motivo de las siempre perturbadoras mujeres. Sobreentendidos y jejés no faltan en estas ocasiones; el que tenga oídos que oiga.

A mí, para quien dos son multitud, se me ocurre, como contestaba a Montse, que para la próxima vuelta a donde sea, España, Japón, o el país del Irásynovolverás, ya sólo nos va a faltar la tercera pata para un banco. No logro imaginarme lo que podría resultar de ello, batiburrillo, despropósito, encanto, nudo gordiano, caja de Pandora; todo podría ser, pero lo que sí es seguro es que sería algo digno de ver, que diría la poetisa y mística madre Teresa de Jesús.



El sol pega de plano sobre las calles de Sant Fruitós de Bages, al noreste de Manresa; en la tele Rafael Nadal y Noval Djokovic disputan la semifinal de la Roland Garros. Es tiempo de liar el petate y salir a buscar la sombra de un pino para echar una siesta.

Si no es por la broma de unos críos no me despierto antes de la noche. Me había tumbado a la sombra en un parque y me había quedado frito en un abrir y cerrar de ojos. Oía entre sueños a un grupo de niños correteaban a mi alrededor; no tenían más de cuatro o cinco años. En cierto momento, el más simpático y atrevido se acercó y me hizo cosquillas en la planta del pie; salieron en desbandada riendo. Me encantan estos niños desinhibidos y juguetones. Hablé un rato por teléfono con Ramón y después cubrí la parte última del recorrido de hoy llegando a Navarclés. Allí me esperaba un agradable prado junto al río, amén de una cómoda mesa donde cené y me dediqué a terminar con mis deberes de hoy. El rumor del agua llena el ambiente con su sonajero; un ruiseñor acompaña la música del río.


1 comentario:

LuisBas dijo...

Otra semana y el caminante nos sigue deleitando con sus hermosos y sentidos relatos con sus rojas amapolas y sus tiernos sentimientos.Gracias amigo por todo.
Fuerte abrazo