Borrasá, 12/06/2013
Andaba distraído por alguna de las islas de los mares del Sur a
donde Joseph Conrad había ido a situar uno de sus acostumbrados
relatos marinos, pero no me enteraba demasiado de la trama porque en
un segundo plano iba pensando que llegaría a Báscara demasiado
tarde, lo que me obligaría de nuevo a buscar en la oscuridad un
lugar para dormir a las afueras del pueblo; así las cosas mi camino
atravesó un tupido bosque muy cuco en donde acá y allá se ofrecía
algún prado tentador para instalar mi vivac. No llevaba
absolutamente nada encima que echarme a la boca, pero me apetecía
pasar el último tramo de la tarde apaciblemente rodeado de pájaros
en un entorno donde nada ni nadie, que no fueran los mosquitos, me
iban a molestar. Así que apagué el ipod y me introduje en el
bosque. El lugar es bonito y acogedor pero está plagado de
mosquitos, sí, señor, el calor ha despertado a toda esa recua
volatera y ahora zumban a mi alrededor sedientos de sangre y
dispuestos a hincar su trompetilla allá donde yo haya dejado un
resquicio sin repelente. No me queda más remedio que meterme bajo mi
viejo mosquitero de campaña, un artilugio que de ninguna manera
dejaría en casa en esta época. Por otra parte sin él no hay siesta
que valga, las moscas no me dejarían en paz.
Figueres-Peralada, 13/06/2013
Ha servido de poco que me levantara a las cuatro y media de la mañana
para evitar el calor, apenas había amanecido ya me sobraba toda la
ropa. Al fondo, aunque algo lejos, está el rumor de la autovía como
un abejorro dispuesto a no perderte de vista. Termino por abandonar
el libro de Krisnahmurti que acaba por parecerme un auténtico peñazo
lleno de paradojas y reiteraciones superfluas; me temo que la labor
de los compiladores, recogiendo acá y allá de otras obras
intentando trabar la cosa con un hilo conductor, ha terminado por
convertir este título en algo soporífero. Mientras el sol empieza a
filtrarse por fuerza entre las ramas de los bosques que atravieso, lo
sustituyo por Joseph Conrad que me lleva de nuevo como todas sus
novelas a una historia en donde el mar está siempre ahí como un
entrañable telón de fondo abrigando sus argumentos y dándole
pinceladas de esa luz tan especial que hace de sus libros las
delicias de sus lectores. Las campanillas de las hojas de los álamos
se mueven sobre su pedúnculo acariciadas por una brisa que atempera
el calor y humaniza este caminar que va derecho a tropezarse
definitivamente con el verano verano.
En Figueres hago mis compras en un chino, un cortauñas, unas
tijeras y tres pares de calcetines, cuatro euros veinte todo; más
barato imposible. No reconozco esta ciudad que me vi obligado a
visitar más de cuarenta años atrás en circunstancias un tanto
chungas.
Llegamos a ella con lo puesto y subidos en dos motos, mi
compañero de viaje entonces era Emiliano de Diego que conducía una
Montesa, mientras que yo iba en una Vespa 125 que mi padre tenía
arrumbada y herrumbrosa en un rincón del patio de casa dispuesta
para que se la llevara el chatarrero. Regresábamos de un largo viaje
que nos había llevado hasta Turquía y que en la vuelta quedó
varado en Roma porque allí una de las noches que dormíamos en una
plaza pública, Piazza del Cinquecento, nos robaron todo lo que
teníamos. Nos las vimos moradas para llegar a Figueres, entonces
Figueras; famélicos y llenos de la esperanza de que aquí íbamos a
ser socorridos por las autoridades municipales, nos tropezamos con
una burocracia que no tuvo voluntad de asistirnos. Hubimos de ayunar
otro día más mientras nos llegaba un giro de casa.
Quizás merezca
que comience desde el principio. He terminado de comer en un bonito
pueblo que se cruzó en mi ruta, Peralada, y el sol pega tan fuerte
que mejor demoro un rato aquí contando esta historia, hasta que me
echen y me tenga que buscar la sombra de un árbol para mi siesta
habitual desde que el calor empezó a despuntar con sus temperaturas
un tanto exageradas. Así que empezaré desde el principio.
Aquel verano, allá por el año setenta o setenta y uno, había
estrenado una nueva forma de vida y me sentía el hombre más libre
del mundo. Había dejado mi flamante oficina del Banco Popular, en la
que era empleado y había pasado al sector de los estudiantes. A
partir de entonces estudiaría, terminaría el bachillerato y el preu
por libre, iría más tarde a la universidad y por demás me ganaría
la vida con lo que fuera saliendo, un trabajo en Suiza en la
temporada de invierno, algunas tareas de mecanografía que después
no me faltarían. Después de dejar el banco había pasado dos meses
escalando en Dolomitas y en los Alpes Franceses, primero con María
López, después con ella y Fulgencio Casado, y en el mes de
septiembre había quedado con Emiliano de Diego, con quien me unía
una estrecha amistad nacida de nuestro mutuo fervor por la montaña,
para hacer un viaje en moto hasta donde éstas resistieran. El
proyecto nació en mayo, en junio saqué el carné de conducir y en
septiembre, cuando regresé de los Alpes, después de revisar
someramente la vieja vespa que yacía arrumbada en casa desde años
atrás, emprendimos nuestro viaje. Nuestro único equipaje entonces
era la enorme pasión de aventura que nos embargaba; habíamos leído
muchos libros de aventuras y estábamos dispuestos a comernos el
mundo. Hasta el último momento demoramos nuestra decisión entre dos
proyectos, el otro consistía en viajar hasta Laponia, y allá
buscar algún río, hacernos una balsa y embarcar las motos en ella
para bajar hasta el Báltico como robinsones al modo de Huckleberry
Finn por el Mississippi o si se quiere como hacían los pioneros en
Alaska (creo que por entonces leí por primera vez Río
peligroso); nuestros cerebros trabajan a marchas forzadas, nada
se nos podía poner por delante. No teníamos idea de si había o no
ríos que bajaran hasta el Báltico, de la misma manera que
ignorábamos si se podían atravesar los países del Este por aquella
época; tampoco hablábamos otro idioma que no fuera el castellano.
En fin, un par de destornilladores, una llave de bujías y un trozo
de lija para limpiar éstas era todo nuestro atrezzo mecánico.
Era una maravillosa locura aquello, los tornantis del paso Lo
Stelvio, el viento sobre la cara, los bosques en donde dormíamos. En
un apartado bosque de Hungría una noche nos robaron los cascos que
colgaban inocentes sobre los manillares de las motos. En Bulgaria una
de las motos se negó a marchar una mañana y un grupo de campesinos
se ofreció a llevarla en un tractor al taller más próximo. Cuando
amanecía recuerdo cómo veíamos pasar en unas madrugadas neblinosas
y grises camiones con la caja de atrás llena de obreros camino del
tajo mientras nosotros sacábamos la cabeza del saco de dormir para
contemplar el espectáculo. Un día antes de llegar a la frontera de
Rumanía el cielo se despachó con un tremendo aguacero sobre el
país. Los viajeros, moteros sin un céntimo y con el tiempo justo
para llegar a la fronteras de la civilización, que para nosotros era
entonces Estambul, siguieron impertérritos en sus motos de juguete
bajo el agua y el barro. Se puede imaginar el cuadro que presentamos
en la frontera de lo que entonces era para los viajeros un verdadero
calvario. No, nos habíamos preocupados por estas nimiedades de las
fronteras, ni por visados; para nosotros el mundo era algo que estaba
ahí para ser recorrido, pisado, admirado. Éramos bonitamente
jóvenes, despreocupados, lo que nos faltaba de experiencia lo
compensábamos de sobra con nuestra ilusión, con nuestra pasión por
devorar grandes platos de vida que apenas hacía muy poco se nos
había descubierto como algo insólitamente apasionante: montañas,
paredes que escalar, países exóticos que visitar, grandes ríos que
descender, tal como habíamos visto en alguna película, habíamos
leído en algunos libros.
La gente de la aduana cuando nos vio aparecer me parece que nos
miraron con mucha comprensión. Sucios y embarrados como estábamos,
lo primero que hicieron fue enviarnos muy amablemente a unos
servicios para que nos aseáramos un poco. Era necesario llevar no sé
cuantas fotos, haber hecho gestiones para el visado no sé donde; no
sé, algunas cosas más. No entendíamos ni una sola palabra, en
algún momento nos debieron de dejar por imposibles y se
desentendieron de nosotros amablemente dejándonos pasar, pero
haciendo hincapié con gestos sobre el mapa que no podíamos salirnos
de determinada carretera hasta la frontera turca o griega, no
recuerdo.
Después de besar los pies a la mítica ciudad que para nosotros era
el extremo del mundo, Estambul, no tuvimos más remedio que emprender
rápidamente la vuelta; en quince días Emiliano tenía que estar en
su trabajo y nuestras motos eran realmente muy lentas y quejosas;
teníamos ¿cuantos?, ¿cinco mil kilómetros de vuelta? Y todavía
queríamos recorrer Grecia y llegar a Atenas y ver el Peloponeso y
Meteora y las costas de Italia y parar en Roma y Nápoles. Era la
primera vez que salíamos por el mundo de viaje y ya queríamos ver y
mirar todo. Le habíamos cogido el tranquillo a las compras diarias,
nos entendíamos por dibujitos y las manos, para salir de las grandes
ciudades nos guiábamos por el sol.
Con Emiliano de Diego |
En Cesme tomamos el ferry a
Ancona. Y en Roma, cuando terminamos una larguísima jornada de
turismo, queríamos ver todo, nos fuimos a dormir sin más a una
amplia plaza, la del Cinquecento. No sabíamos lo que hacíamos, en
Italia te pueden robar hasta la silla en que estás sentado sin que
te des cuenta. En Florencia ya casado y con nuestros hijos de viaje,
en el transcurso del doce horas nos desvalijaron la furgoneta dos
veces; después de la segunda decidimos dejar las puertas del coche
abiertas con un letrerito en italiano que decía que el coche ya
había sido desvalijado. No volvieron a tocar el coche. En Roma
habíamos elegido la cercanía de unos arbustos para echarnos a
dormir; pusimos nuestras cosas en el macuto entre ambos y usamos de
almohada el calzado, dentro del saco quedó tan solo un pantalón
corto. Dormíamos desnudos.
Nos despertamos a las dos de la mañana. No había absolutamente nada
a nuestro alrededor, se habían llevado todo, incluidos los
pasaportes, la cámara reflex, todo. Estábamos en medio de la noche
romana con sólo unos pantalones cortos y un saco de dormir. No nos
quedamos totalmente en cueros en medio de la calle por casualidad,
porque era corriente que dejáramos todo metido en las mochilas.
Díver, ¿verdad? Así que con el saco bajo el brazo y en pantalón
corto a buscar una comisaría a las dos de la mañana. Veintiuno o
veintidós años debíamos de tener. Algo similar le sucedería años
después a mi hijo Mario, primero en Nueva Delhi donde gente muy
amigable consiguió que bebiera un té que estaba empozoñado para
que se durmiera de inmediato, también él quedó con lo puesto; y
después en Eslovenía mientras dormía la siesta en el asiento de un
parque público con su amiga Micaela. De todas estas experiencias,
tanto las mías como las de él, resultaron hechos interesantes
dignos de recordar. Cuando uno está en aprietos la imaginación y
los hechos se convocan en torno a uno para crear situaciones
interesantes; sí, es como si quedaras embarazado de repente y no
supieras qué hacer con ese problemón que te ha crecido dentro:
estás en estado interesante.
¿I carabinieri? La mar de amables, incluso nos hicieron
concebir la esperanza de que algunas cosas aparecieran. Los cacos
también son animales de costumbres y acostumbraban a tirar en
determinados lugares todo aquello que no podían aprovechar; de hecho
a la tarde aparecieron algunas cosas, entre ellas el macuto y la
tienda de campaña; usaban un vertedero para deshacerse de lo que no
les servía. En el consulado enseguida nos dijeron que para darnos
algo de dinero tendrían que ponerse en comunicación con nuestros
padres, algo que hubiera parecido a nuestro orgullo un atropello; sin
esa posibilidad lo único que nos podían dar eran dos o tres mil
pesetas, no recuerdo bien, el equivalente de la gasolina para llegar
a la frontera española. Recorrimos los Apeninos y la costa
occidental con el alma en un puño, pensando que en cualquier momento
nos quedaríamos a vivir en cualquier rincón de la carretera si las
motos se paraban. Nuestro sentido de la supervivencia se cebó en los
supermercados en donde comprábamos pan o similares y el resto lo
metíamos bajo la faja. Pasamos hambre. De ahí que viéramos como
nuestro anhelado puerto de destino la ciudad de Figueras, la madre
patria nos acogería nada más pasar la frontera en esta ciudad
limítrofe con la hostil Francia en donde llevarse algo de estrangis
de los supermercados debía de ser arriesgado en exceso.
En Figueras no nos quedaba ni un duro; anduvimos vagando por ahí, la
guardia civil, el ayuntamiento; al final del día nos rendimos a la
evidencia de que no había más narices que telefonear a casa. Cuando
sales de tu casa bajo la sombra del escepticismo de tus padres, o
incluso con su oposición, es muy difícil coger el teléfono y…
bueno, ya sabéis. El giro llegó a la mañana siguiente. Aquel día
la comida fue memorable. Recuerdo que nos temblaba todo el cuerpo de
emoción. Septiembre se terminaba y los días se hicieron fríos.
Tuvimos que proveernos de periódicos para ponernos en el pecho y
protegernos del frío. Mis últimos recuerdos de aquel viaje después
de salir de Figueras es ese frío que se nos colaba por todas las
partes del cuerpo.
Llegar hoy a Figueres ha servido para recordar algo de aquellos años
de “inconsciencia”, feliz ella, que supo hacer de nuestra
juventud el gran tesoro que es hoy la memoria de haber vivido.
Corre la brisa bajo el pino en donde termino estas líneas que están
empezando a demorar demasiado mi siesta. Se está bien aquí, los
pájaros silban allá arriba; también hay un gallo que se equivocó
de hora y hace un alboroto de mil demonios. Voy a ver si duermo un
poco.
Ah, hoy me encontré con un peregrino, el único en todo el Cami
Geroní, que es la versión del Camino de Santiago que atraviesa
Cataluña de norte a sur. Esteban es electricista y corría
maratones, pero un día tuvo un accidente en el trabajo y ahora se ha
convertido en un ferviente frecuentador santiaguista, como tantos,
incluido un servidor aunque sea algo atípico y no frecuente en
absoluto las iglesias ni sus creencias.
Esteban, el único peregrino que encontré en mi camino hasta ahora.
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