Gracias, amigos


El Chorrillo, 05/12/2013

Dedico este texto a todos los compañeros
 y compañeras del GDN con los hoy compartí una
entrañable velada de reencuentro. Gracias.


Hoy fue un día algo excepcional. Uno, que es un solitario casi enfermizo, un poco rarito como me lo confirmaba hoy Benito Prieto uno de mis bravos compañeros de escalada de hace muuuuuchos, pero que muchos años, que es rarito como puede ser un gato algo ofuscado al que le damos de comer durante un año, pero que cuando le quieres acariciar sale pitando o te enseña las uñas; que es un rarito, decía, se siente conmovido por la fraternidad del afectuoso recuerdo del encuentro del día de hoy. No sé cuántos éramos, cerca de cincuenta, cincuenta jubilados y jubiladas reunidos bajo el cálido dosel de una amistad que se forjó cuarenta y tantos años atrás, hibernó, en mi caso, el final del franquismo, la transición y toda la triste historia de nuestro pasado inmediato y terminó por despertar, como en el cuento, al cálido beso del príncipe azul, la soleada mañana de un día de otoño. Sí, mucha gente, buena gente, como gustaba decir Dersu Uzala en aquella bellísima película de Kurosawa.
Ayer me extendía en otro post sobre la amistad; me da un poco pena ser tan torpe para expresar lo que ese musculito, que tenemos dentro del pecho y que hace pan pan pan de continuo, realmente siente cuando se acerca a estas cosas. ¿Cómo coño va a haber alguien que sepa expresar medianamente lo que ocurre dentro del corazón cuando los hechos se agolpan, los amigos se reencuentra al otro lado de medio siglos, se ve uno de repente  hablando apasionadamente, mientras bajas por una cuesta en la que si no prestas la debida atención te puedes dar un mamporrazo de la leche, de la gran pasión con que todos fuimos envenenados cuando apenas habíamos salido del cascarón?


He escrito otras veces sobre esto que sigue, pero no importa, ésta es una ocasión muy particular y merece la pena volver sobre ello. Cómo nace una pasión por la montaña y la naturaleza y cómo ella nos acompaña por el resto de la vida no deja de ser un auténtico milagro, un regalo para cualquier hombre o mujer sobre los que haya caído la suerte de ese flechazo. Era esa vieja pasión realmente la causante de una reunión como la de hoy, compañeros de cordada, amantes de las alturas, de las cumbres nevadas, de la agresiva verticalidad de los Galayos, del cálido granito de la Pedriza, de las juergas y las canciones en los viajes en autobús a Gredos, de las tertulias bajo la luna al amparo del Tolmo mientras las estrellas giraban sobre los tertulianos de allá abajo mirando curiosas a aquella extraña reunión de lunáticos cuya única pasión consistía en subirse cada fin de semana por las paredes de todos los riscos de los alrededores aptos sólo para buitres y lagartijas. La vieja locura afloraba una vez más hoy en nuestros labios mientras descendíamos frente al bello espectáculo de la Malicioso con la Pedriza al fondo. El consabido retrato de familia con los rastros de la primera nevada como un peluquín mal dispuesto sobre las cumbres quedará como recuerdo de esta amable y simpática jornada.



Durante la comida, al final de la mesa en donde me encontraba, surgió un interesante tema que me va a servir para dejar atados por ambos extremos, como si de una morcilla se tratara, ese par de ideas que a mí me parece interesante resaltar. Benito, había dado calurosamente la bienvenida a la posibilidad de que le llovieran del cielo cuarenta millones; Cibe se había apuntado a que de esos cuarenta millones le llegara a él un regalito por parte de Benito de una camioneta con una especie de rulote encima; yo había defendido que no quería ni un duro, que con lo que tengo me sobra y no quería más preocupaciones; y Fernando se inclinaba a ser beneficiario de los cuarenta millones sin más, y añadía, que después, llegado el caso si llegaba, ya tendría tiempo para repartirlo entre los amiguetes, la familia o cualquiera que se le ocurriese. A mí, que me gusta hacer de abogado del diablo, para amenizar la conversación o porque puedo pensar así sin más, me calentó tanto la cosa que tuve que buscarme sitio delante de Benito para intercambiar sus ideas por una atropellada soflama en defensa de la ociosa necesidad de que me lloviera más dinero del que me pasa el Estado desde hace unos años por estar jubilado. Me aterraría que un montón de dinero fuera a sacarme de las sencillas cosas que componen mi vida diaria. Montagne, que era tío muy sabio, tanto como Thoreau o más, ya dejó escrito que el hombre, cuando cambia de condición económica o lo que sea, no suele mejorar su vida, lo único que hace es cambiar sus problemas de entonces por otros problemas, diferentes, pero problemas igualmente. Y yo no quiero cambiar de problemas por ahora. El Estado se encarga de resolverme los pocos que pueda tener y como uno es un tanto rústico la cosa da incluso para enviar dinero a Filipinas y a otros lugares del mundo.


Pero me extiendo innecesariamente. Mi argumento esencialmente consistía en hacer valer la riqueza de la que somos poseedores en la actualidad y explotarla. Hoy, por ejemplo, esa reunión, era un elemento importante de esa riqueza, la amistad es riqueza sin cuento. La vida está hecha de pequeñas cosas, raramente de grandes cosas, y las pequeñas cosas a veces no se ven, a veces hay que afinar mucho los sentidos para ser consciente de su presencia. Y nosotros, los que amamos las montañas, somos de la gente más afortunada y rica que yo conozco, y es cosa que deberíamos ver y apreciar. Las riquezas de las personas está generalmente lejos del Becerro de Oro, son las vivencias, las sensaciones (benditas sensaciones que deberían merecer todo nuestro cuidado de buenos jardineros), los últimos kilómetros de un maratón vivido hasta el desfallecimiento, la primera vez que oímos a nuestra primera nieta decir lelo aquí, lelo allá, una agradable conversación regada con un rioja, una ascensión a la pared de Santillán un día de primavera, una noche bajo las estrellas en algún collado de Picos de Europa, en fin una reunión como la de hoy; repito esa es la verdadera riqueza. Después de eso a morirse en santa paz, ni siquiera necesitaremos las excentricidades de ese cielo que algunas religiones prometen.


Me voy a la Bolsa, al mercado; oiga, déme medio kilo de buenas sensaciones, de eso que se siente cuando has superado aquel dichoso paso de la oeste de la Amezúa que no había Dios que llegara a él porque no todos teníamos la estatura de Ayuso; déme usted, déme usted un cestillo de autosatisfacción, de alegría, de gozo, un pedazo de algo que haga que me siga yendo bien con mi pareja por tres o cuatro décadas más... Tampoco el cariño ni se compra ni se vende, ya lo decía aquella vieja canción. Quizás podría argumentarse que a nadie amarga un dulce, si te toca la primitiva, pero, eso sí, como decía un compañero al extremo de otra mesa a raíz de otro asunto, peccata minuta. Las cosas importantes están en otro universo.
Y eso, lo repito para despedirme, que encuentros como los de hoy, son un motivo más para añadir a nuestra condición de ricos. ¿O no?, Benito.
Gracias, Martín.





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