Una amante exigente


El Chorrillo, 16/12/2013

"La tierra del Norte es como un amante exigente, que nunca deja que su amor se aleje demasiado de sus brazos". Así termina mi libro de estos días, Los renos del Canadá, de Erik Munsterhjelm, The Wind And The Caribou, un título más atractivo que la trascripción al castellano. De modo parecido hablaba en una ocasión un guía de los Alpes con el que hice amistad. Nos habíamos encontrado en las altas breñas que llevan a las cumbres del Gran Paradiso, al sur de Turín, y en un santiamén nos hicimos amigos. Yo había vivaqueando en mi tienda de campaña en las cercanías de un arroyo y cuando esté se disponía a cruzarlo me vio. Tras el bon giorno de rigor y de cruzar unas pocas palabras, ambos debimos captar que había alguna corriente entre ambos que merecía la pena celebrar. Me invitó sin más a tomar un café en un pequeño refugio de las cercanías que servía a los guardas del parque nacional como observatorio y lugar de descanso. Los amantes de las montañas no necesitan de muchos prolegómenos para enzarzarse enseguida en una ardorosa conversación. Era un día bonito, las cumbres lucían su fular de niebla matinal y el glaciar cercano se había cubierto con un desteñido manto de cascajos que el verano avanzado y las piedras caídas de lo alto de las morrenas habían ido depositando sobre su lomo agrietado. El refugio, una estancia no mayor de diez metros cuadrados, se encontraba acristalado totalmente en tres de sus fachadas. La cafetera ronroneaba al fuego.

Pedro Díez en Vega Huerta, bajo la sur de Peña Santa

Siempre fue así en valles y montañas. Recuerdo una noche que llegamos ya anochecido a las praderías al sur de Peña Santa, en Vega Huerta. A lo pocos minutos se acercaron en la oscuridad tres montañeros que habían dispuesto sus tiendas doscientos metros más allá. Nadie encendió sus linternas en ningún momento, nos sentamos en el suelo y pronto estuvimos embarcados en una apasionada conversación por donde desfilaban escaladas y aventuras de todo signo aquí o allí de cualquier parte del país. Los tertulianos, filósofos de la vida a la sazón, bebían té y rajábamos cómo descosidos. Fue una noche genial. A las dos o tres de la mañana tuvimos que hacer el esfuerzo de empezar a darnos la buenas noches porque si no al día siguiente Peña Santa no se iba a dejar escalar. Nos despedimos y cada cual se refugio en su tienda para tratar de aprovechar la pocas horas que quedaban hasta el alba para dormir un poco. A la mañana siguiente, cuando nos despertamos, ellos ya habían partido. Nunca llegamos a saber qué rostro tenían, de donde procedían o cuál era su labor en la vida. Tampoco ellos supieron otra cosa de nosotros que no fuera de la mutua pasión por la montaña, que era precisamente lo que había llenado de contenido una conversación de más de cuatro horas.
Con Osvaldo, el guarda del Gran Paradiso, me sucedió algo parecido, parecía como si hubiéramos sido compañero de cordada durante mucho años y que, tras una larga separación, nos encontráramos de nuevo para compartir una vez más el mutuo amor por la montaña. Conversación pues de amantes. Yo hacia tiempo que había dejado la escalada de dificultad y ahora, después de que mis hijos se hicieran autónomos, volvía a recorrer los Alpes con el afecto y el apremio de quien se reencuentra con su amada de siempre tras cumplir el afanoso y entrañable deber de atender a la crianza de tres hijos. En algún momento surgió en la conversación el nombre de Reinhold Messner con quien él se había visto recientemente en Turín durante un encuentro del CAI, el Club Alpino Italiano. Las palabras que recordaba Osvaldo de él eran  textualmente casi las mismas que citaba yo más arriba del libro de Munsterhjelm, la montaña es una amante exigente que nunca deja que su amor se aleje demasiado de sus brazos. ¡Cuánta verdad había en aquellas palabras! 
Mi ascensión al Mont Blanc por el espolón de la Brenva y la escalada de la pared sur de la Marmoladaque realicé con dos improvisados compañeros a los que sólo me unía una conversación en la tarde anterior sobre nuestra mutua afición, es también ejemplo de lo que la sola pasión puede unir a las personas. Un encuentro fortuito y una pasión común sirvieron en esto casos para emprender dos aventuras que quedarían engastada en la vida como un piedra preciosa. Uno de aquellos compañeros de ocasión se llamaba Piero, del otro no recuerdo el nombre, pero conservo emocionado agradecimiento la calidez de nuestro encuentro de ese puñado de horas que vivimos juntos atados cada uno al extremo de la misma cuerda. Se puede perder la memoria de  los hecho concretos, lo nombres de compañeros de cordada e incluso sus rostro, sin embargo siempre queda intactas las sensaciones y ese amor con que nos emborrachamos hasta la saciedad en lo años más jóvenes.

Aquel día del encuentro con Osvaldo, por la tarde tuvimos una fiesta en el valle. Volvimos a conversar largamente junto a una botella de Barolo hasta la noche. Intercambiamos un par de postales más tarde, pero no volvimos a de saber uno del otro en años por posteriores. Hoy, cuando cerraba la última página de mi libro volví a acordarme de él a propósito de esa amante exigente.

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