La Santísima Trinidad



Refugio Locatelli, 21 de julio

Era noche cerrada cuando me despertó la lluvia que chapoteaba sobre la claraboya de mi buhardilla, el agua se filtraba por algún lugar y finas gotas me salpicaban sobre la cara. Poca cosa, alejé la ropa de donde pidiera mojarse, me cubrí con la manta y seguí durmiendo. Soñé toda la noche con un maldito autobús que me llevaba de una parte a otra de una gran ciudad alemana sin que yo encontrara la manera de entenderme con alguien porque ni siquiera conocía la dirección a la que me dirigía. Quizás por ello la lluvia sobre la claraboya debió de ser un alivio: al final todo era un sueño, menos mal.



Después de un desayuno abundante me pongo en camino. Llueve, la lluvia chapotea delicadamente sobre mi capa de lluvia. Una ligera emoción me corre por el cuerpo. El bosque está silencioso y apacible. Los abetos, inhiestos como bellos ejemplares fálicos prestos a fecundar a la Pachamama, se elevan imponentes en la murria nostálgica de la mañana. 
Dioses del bosque, enanos, elfos susurran al caminante, le dan los buenos días, le sumergen en el encanto solitario del bosque. 
Enamorado éste, camina silencioso descendiendo los apretados bucles que lo llevan lentamente hacia el valle. Ante lo resbaloso del sendero el caminante apuesta consigo mismo si se dará un culazo en la melaza cenagosa del barro que tapiza la senda. Al final ganará la apuesta descendiendo sigilosamente apoyándose en las raíces de los abetos que aparecen dispuestas como escalones que ni a propósito. 



De tanto en tanto entre los brazos del profundo verde de los abetos surgen las formas extraordinarias de los gigantes de piedra con su grandes pedreras y sus neveros de sucio plomo, ocultos en la niebla y solemnes como en un Wallhalla asoman llenos de misterio entre el fular blanquecino que cruza sus murallas. El dios Wotan y sus gigantes arquitectos acaso anden dormidos todavía en sus almenas. Las Walkirias, acaso sorprendidas por este repentino invierno callan esperando la primavera y el sol para cantar a los cuatro vientos su famosa cabalgada. 

Silencioso y solemne está el monte, sí señor. ¿Qué maravilloso dios creó estas formas gigantescas que siembran el norte de Italia con su magnífico porte? Wotan sufre el maleficio del oro del Rin encerrado hoy entre grises y adormecidas nubes que llenan el paisaje de nostalgia, de momento con el chirimiri, más tarde con el fragor de la tormenta. 

El caminante llega en una hora al fondo valle y la emprende hacia el sur camino de la triada de Lavaredo, la indiscutible trinidad de las Dolomitas. 




Como el lugar se presta a las grandes gestas, las Torres de Lavaredo han recogido lo mejor de las gestas alpinistas mundiales, al caminante le entran ganas de recordar, oh musas, a aquellos varones de arrojado valor, los demaisones, los bonattis, los cesaremaestres, los tantos que hicieron de estas montañas el sentido y la finalidad de sus vidas, esos hijos de la mañana que como la aurora de rosáceos dedos iluminaron el camino de toda una generación de alpinistas incitándoles a soñar con imposibles verticales. 


Tras ese telaje de niebla se oculta la Santísima Trinidad de estas tierras: Las Tres Cimas de Lavaredo


Probablemente algún avispado ya se habrá dado cuenta de que al caminante se le cruzó algún cable y anda disfrazado de Homero bajo la lluvia. Sus razones tiene. Sucedió que le pareció que  su camino de hoy necesitaba lecturas adecuadas para adaptarse a las circunstancias y al rigor del tiempo, y así las cosas indagó en esos cien gramos de tecnología punta que siempre lleva a mano y se encontró con la aventuras de Telémaco y Odiseo debidamente asistidos por Atenea la diosa de ojos de lechuza. Así que visto y no visto desempolvó la Odisea y cuando el camino empezó a coger altura hacia el refugio Locatelli, abrió aquel egregio libro y, mientras la lluvia arreciaba inclemente, comenzó su lectura. Zeus que amontona nubes se apresta a oír las sugerencias de Atenea que planea el regreso a Ítaca de Ulises. Llueve. Por la paredes se arrastran nubes erráticas de algodonosa consistencia. El caminante se cruza con otros caminantes que sonríen ampliamente en la connivencia del mal tiempo. Telémaco insta a los pretendientes de su madre, Penélope, a que se vayan a sus casas y dejen de comer y beber de gorra a costa de la hacienda ajena. Llueve. El caminante levanta en un momento la cabeza y se encuentra cuatro angelitas encapotadas en sus trajes de agua con una sonrisa de parte a parte de la cara cendiéndole el paso al caminante. Sucede que éste más que en plena montaña alborotada de lluvia vive en este momento en Ítaca bajo lo auspicios de Atenea. Pese a ello, oh musas, las sonrisas de estas muchachas en flor lo traen de inmediato al bosque, a la lluvia, al bello sexo que espera complacido a que el despistado caminante pase. Sí, también al caminante se le escapa una amplia sonrisa, probablemente la misma sonrisa especial, algo tonta, que dice su chica hortelana se le pone cuando mira a una mujer bonita. Es que es una enfermedad, el caminante ama a las mujeres desde que era pequeñito, se crió en un colegio salesiano donde era prohibitivo mirar a las niñas y en su cuerpo se debió de acumular tal cantidad de energía reprimida que me temo que ésta ha de acompañarle hasta el final de sus días. La cosa por demás se hace más compleja cuando entra la timidez en juego, que es el caso del caminante. Recuerda éste aquí para exonerarse de culpas que la timidez de los amantes de las mujeres precisamente con ellas no es ninguna deshonra, que egregios hombres hubo, Chateaubriant lo confiesa en sus memorias, que sólo estar en la presencia de una mujer bonita ello le producía temblaera de piernas. 




A estas alturas ya no sé si estaba con Telémaco, con la lluvia, las Cimas de Lavaredo o qué otra cosa. El caso es que, eso, llovía, y cada vez más fuerte, así hasta que en el momento en que Telémaco y Nestor platicaban sobre si Odiseo vivía o no, se oyó un enorme estruendo, la tormenta se estaba uniendo entusiásticamente a la fiesta. Arreció, el camino empezó a transformarse en río. Hube de dejar a Homero para concentrarme en el mayor espectáculo del mundo. Hube de vadear dos riachuelos convertidos repentinamente en ríos tumultuosos y achocolatados. La cámara naturalmente dejo de funcionar. Frente a mí se habían formado unas cascadas que a duras penas se dejaron retratar.



Llegué al refugio Locatelli calado hasta los huesos, la niebla envolvía el lugar, el refugio estaba a tutti plen. Me puse ropa seca, me sirvieron un té hirviendo y cuando se me pasó el frío y pude manejar mis manos fui el hombre más feliz del mundo. 

Las previsiones del tiempo: bruto, es decir malo. Hoy me quedo aquí, no quisiera marcharme sin ver a la Santísima Trinidad del lugar. Son las tres de la tarde, he comido como un cura aspirante a obispo y me da que tras suculento yantar lo que me espera es una reparadora siesta. La muchedumbre que ocupaba el lugar ha desaparecido y el ambiente del refugio es casi hogareño.






4 comentarios:

slechuga dijo...

Alberto el tiempo es el que diferencia a los Alpes del Pirineo.
Mi experiencia en Alpes siempre ha sido así.
Me acuerdo el el año 76, en Chamonix, estuve 15 días seguidos lloviendo, y solo podíamos beber cerveza y ver porno por la noche en Chamonix.
En cambio en el 84 estuve en Dolomistas 30 días y me llovió solo el último día.
Un fuerte abrazo.

Alberto de la Madrid dijo...

El tiempo siempre es una lotería.

José Luis Moreno Moranchel dijo...

También la prosa de Kavafis era sabía, decía, Cuando emprendas tu viaje a Itaca pide que el camino sea largó, lleno de aventuras, lleno de experiencias. Más no apresures nunca el viaje. Mejor que dure mucho.

De esta forma los que te seguimos disfrutáremos plenamente de lo que nos cuentas.
Un abrazo

Alberto de la Madrid dijo...

Que no no falte tener siempre en la cabeza un viaje a Ítaca.
Hoy por estas tierras no deja de llover, el Ulises de turno ha tenido que refugiarse en un hotel. Toda una tarde para holgazanear mientras fuera diluvia.