Ellas y los peligros de hablar demasiado



Refugio Barbuste, 27 de agosto 

Seis horas y media en llegar al refugio y con el estómago vacío, así que muy bien. Estoy contento. Cuando desperté en mi chiringuito del puesto de información turística casi era de noche pero me sentía animado, el cielo estaba limpio y tenía la sensación de que ya me dirigía definitivamente hacia el mar. Dos horas después la cinta de cumbres glaciares del Monte Rosa aparecían entre las ramas de los árboles. Y cuando hube subido un poco más también la esbelta mole del Cervino a su izquierda. 


Mil ochocientos metros de desnivel sin un respiro es algo que está muy bien. Esta mañana tenía dos pequeñas preocupaciones, una, llevo tantos días sin parar en refugio o restaurante que al final todas mis baterías quedaron vacías, sólo queda algo de la carga del teléfono, que dejo en reserva. Mi mapa de papel por otra parte termina a poco de echar a caminar, así que cierta incertidumbre sí llevo encima. Junto a ello está el asunto de la comida, ayer tarde terminé todo lo que tenía y no tengo la seguridad de que el refugio a donde me dirijo esté operativo. Si no lo estuviera me iba a encontrar verdaderamente en un aprieto. 

A mitad de camino desaparecen bruscamente las señales amarillas que hasta entonces habían proliferado aquí y allá, media hora después de repente me encuentro un camino a mi izquierda que está marcado con una flecha y el número cuatro. Enciendo el teléfono para calcular mi posición y debo esperar un cuarto de hora antes de conseguirla. El sendero marcado con el número cuatro aparece en mi mapa pero sube monte arriba hacia un lugar desconocido. El mapa del teléfono es difícil de evaluar, no se llega nunca a tener una visión de conjunto. Al final decido seguir la dirección que llevaba hasta que me encuentro con un matrimonio que caminan en sentido contrario y que se dirigen al lago Bianco como yo. Me enseñan un mapa. Es correcto, si sigo su itinerario voy a evitarme un gran rodeo. Doy media vuelta y ahora caminamos los tres charlando animadamente en busca del cruce que había dejado atrás. 


Cercano a la cuota de los dos mil metros el paisaje se hace inesperadamente bello, junto a un pequeño lago la hierba que cubre un pantano se ha hecho rubia y la gama tostada de los colores junto a los abetos aislados forman una composición de aspecto otoñal muy agradables de ver. Un poco más arriba, cuando aparece el lago Vallette, el espectáculo es todavía más generoso, sobre el pelirrojo pasto que rodea el lago aparecen ahora al fondo de nuevo las cumbres del Monte Rosa y el Cervino. Tengo la certeza de estar esta mañana en un lugar verdaderamente muy especial. Es una zona de turberas. Siempre tienen estos característicos colores. La última vez que estuve en un lugar similar fue un otoño que viajábamos por Irlanda con Guillermo, se trataba de una zona de turberas de la que no consigo recordar el nombre. La gama de colores entre el fuego tostado y una amplia variedad de ocres y amarillos dan al paisaje un aspecto de crepúsculo inesperado al mediodía. 



Estoy comiendo en el refugio Barbuste. Entra un grupo de siete, dos chicas y cinco jóvenes. Se acomodan en la mesa de al lado y al poco comienza una conversación fluida. Normal, no presto ninguna atención, así hasta que la voz fogosa y precipitada de una de las mujeres llama mi atención. Echo una ojeada al grupo, parecen estar en misa, allí no hay quien meta baza, la precipitada voz de una de las chicas lo acapara todo. En un momento en que se ha descuidado la autora del monólogo la otra joven le quita la palabra y ahora es ésta la reina del mambo. Todos miran pacientes y resignados, los otros cinco no abren la boca, no podrían aunque quisieran. Se han tomado una cerveza, han comido, han bebido el café y en todo ese tiempo solo he oído por parte de los hombres tres o cuatro monosílabos. 

Leí no hace mucho en algún sitio que es un asunto fisiológico, que hay alguna parte del cerebro de las mujeres que es la causante de esta a veces locuacidad en el deseo de hablar. Creo recordar que en alguna universidad estadounidense se había hecho un estudio del que se deducía que mientras que el hombre emplea de promedio una media de quince mil palabras al día, la mujer supera las treinta mil. Hablamos de medias pero hay casos crónicos que pueden ser terribles para la convivencia. Yo tuve durante treinta años por compañera de trabajo a una mujer cuya facundia era tal de volverse loco cuando no había manera de escaparse de ella. Lo de hoy habría sido una buena idea grabarlo y regalar la grabación a las autoras del monólogo por el día de su cumpleaños.



Valle di Camporcher

Hay un aire totalmente diferente hoy en el ambiente, las montañas quizás, más humanas, vestidas con el pelaje ese que he descrito más arriba, y el sol, sobre todo el sol y el poder ver los montes y los valles de los alrededores. También los caminos están más habitados, un grupo, gente suelta por aquí y por allí. Todo lo contrario que días atrás cuando la montaña se mostraba bella pero hostil, enfurruñada consigo misma, envuelta en nieblas y lluvias. Era una novedad hoy poder mirar las montañas más lejanas, los glaciares, la grandiosa mole solitaria del Cervino.


Son las seis de la tarde, pero es una cotidianidad diferente a la de días anteriores. Estoy a dos mil doscientos metros y hace calor, no hay una sola nube en el cielo. Según las reglas, que las autoridades del valle de Aosta han establecido para esta parte del mundo, está prohibido pasar la noche en una tienda por debajo de lo dos mil quinientos metros; algo que ya conocía por las otras veces que estuve en este macizo. Además, parece que se lo toman muy en serio. Así que hoy me ha tocado andarme con ojo y buscar un lugar sumamente discreto para instalar mi vivac. 

La nube de mosquitos que está empezando a pulular por encima de mi cabeza me invita a refugiarme en la tienda. Había pensado demorarlo hasta la caída del sol por la cosa de la prohibición pero no, los mosquitos me han hecho cambiar de idea. 




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