Mi presente



Bajo el Col de la Nouva / Col d'Ariettaz 2929 m., 28 de agosto 

Hoy me acordé de que tenía un billete de vuelta en avión para el día veintiséis, esa fue la fecha que estimé para regresar a Madrid cuando salí de casa. Curiosamente lo había olvidado. Es fantástico eso de que uno compre un vuelo de vuelta y que luego olvide totalmente esa fecha de regreso (también sucedió que el billete de ida y vuelta era, qué paradoja la de las tarifas aéreas, más barato que el de sólo ida) . Para mí es un buen síntoma, quiere decir que después de mucho rondar por esa filosofía del ahora, por la que intento meterme en la cabeza que ni el pasado ni el futuro existen realmente, sí he conseguido progresar algo. Vivir enteramente en el presente debería ser un objetivo a alcanzar.


Mi presente en este momento es un altillo, hace un momento tierra de nadie con una espesa niebla que no dejaba ver más allá de tres o cuatro metros, en algún lugar bajo el Col d'Ariettaz 2929 m. Después de bajar por más de una hora como Garbancito siguiendo una a una las señales rojiblancas sin saber si estaba atravesando un precipicio o internándome en una dirección errónea, porque de hecho señales rojiblancas las hay en muchos sitios, tras ese buen rato, cuando la niebla era más densa que nunca, después de atravesar una larga y abrupta ladera, de golpe me encontré con un llanito y allí me quedé e instalé la tienda, y cuando me iba a meter en ella empezó rápidamente a desaparecer la niebla y por un lado quedaron al descubierto dos altas montañas con el sol bañando sus cumbres y bajo ellas un enorme mar de nubes. 



Mi presente: un hombre metido en el saco, con noche cerrada ya, con sólo las manos, narices y ojos fuera del confortable plumón, con las manos heladas tecleando sobre el teléfono palabras y más palabras, que aunque se refieran a un pasado inmediato que teóricamente no existe él desea relatar. ¿Por qué? Porque cuando llegue el invierno, esa estación tan propicia para llenar las larga horas frente a la chimenea, él, reunidas sus crónicas y reflexiones del verano anterior en un libro, una noche abrirá este libro y dará comienzo a una intensa lectura que le traerá a flor de piel las emociones, las aventuras, los trabajos, la intensidad de las lluvias y la tormentas, la vida, el reto que vivió unos meses atrás. Así que aunque tenga las manos heladas y sea el final de una larguísima jornada en que tuve que superar dos altos collados cercanos a los tres mil metros y pasar por algunas peripecias y caminar desorientado por una niebla especialmente persistente al final del día, aún así todavía encuentro la ganas de no terminar el día sin dejar constancia de mi paso a través de este veintiocho de agosto. 


Esta mañana estaba ocupado recogiendo las tienda cuando de repente sucedió como si alguien hubiera accionado el interruptor de la luz. Esa fue la impresión, el sol rasgó el aire y vino luminoso pero todavía frío hasta mi vivac. No tardé en llegar a las casas de los pastores que había en la siguiente hondonada. Al Bongiorno de rigor salió enseguida de la casa Elíseo, el pastor. Elíseo, que había estado en España una vez, tenía unas ganas locas de hablar. Los pastos de los alrededores tenían ese color rojizo de que ya hablé ayer, y aquí no se trataba de zonas pantanosas o turberas. Se lo pregunté, era simplemente el color que tomaban con el final de la estación. Lo curioso es que era en estas montañas el único sitio que hasta ahora vestía así la hierba. De hecho estas montañas tienen su peculiaridad, el límite alto de los bosques está algo más bajo y las laderas son extensísimas praderías sin demasiado agua. A mi me recordaba alguna parte de los Andes con su paja brava y sus grandes pastizales dorados donde llamas y alpacas pastaban. Tuve que forzar mi despedida de Elíseo, pero no sin antes tomar el retrato correspondiente. 


Desayuné y me hice con un nuevo mapa en el refugio Dondena. Un poco después de abandonarlo se me ocurrió volverme y me encontré sorprendido por un paisaje que me resultaba familiar. En la lejanía la calina matinal había invadido los valles, las montañas se habían vuelto azules por efecto del contraluz y la toma que se obtenía era una pintura que es fácil encontrar en el repertorio de los paisajes montañosos del arte tradicional chino. No sé todavía el resultado de las tomas que hice, pero espero que den una idea del cuadro que colgaba delante de mí mientras ascendía hacia el collado. He fotografiado esta tipo de paisaje más veces y siempre el efecto fue bello. Cuando se usa un objetivo largo, al comprimirse las capas de aire en la toma se aviva más la sensación de irrealidad. 



Desde lo alto del collado la tónica de amplios valles con sus grandes praderías amarillentas y rojizas continúa. Cuatrocientos metros de desnivel más abajo destacaba la construcción del refugio Alpe Péradza al que me dirigía. 

Desde allí todavía tendría que subir hasta los casi tres mil metros del Col de la Nouva / Col d'Ariettaz. Elegí esa subida para comenzar Amistad, noviazgo, amor y matrimonio, de Alice Munro. Unos meses atrás había leído una amplia colección de cuentos de esta mujer y me había sorprendido positivamente por lo atractivo y la sencillez de sus historias ambientadas casi siempre en unas situaciones de una cotidianidad tranquila y reposada. Los prados, las suaves revueltas de un sendero que parecía hecho para la ausencia de toda prisa, favorecieron la primera parte de la lectura. A cien o doscientos metros del collado tuve que suspenderla, sin embargo. Habían desaparecido los prados y poco a poco la pedrera que tenía por delante fue haciéndose cada vez menos practicable, lo que unido a la desaparición de las señales y a que cada paso suponía un derrumbe de las piedras sobre las que me alzaba terminó por hacer de la ascensión algo penoso



Roca podrida y descompuesta donde había que asentar un pie con seguridad antes de mover cualquier otra parte del cuerpo. Pero no hay pena que mil años dure. El collado terminó por llegar. Las nubes del valle que tenía al otro lado tropezaban con la muralla de rocas de las aristas y se elevaban como si éstas fueran grandes olas. Enfrente todo era una masa de espesa niebla. A mis espaldas, por el contrario lucía el sol y ningún nube empañaba el cielo. Me sumergí en la otra pendiente como quien se sumerge en un mar de aguas turbias. La bajada era respetable pero allí estaban decenas de metros de cadenas para ayudar al caminante contra los posible resbalones y los desprendimiento de rocas. A veces se abría algo la niebla pero terminó por hacerse tupida obligándome a ir buscando las señales que aparecían con regularidad en un terreno donde a veces las trazas del camino desaparecían. Perdí la pista cerca de unas cabañas de pastores donde un perro ladraba aparatosamente, y con más miedo que vergüenza, atado a una cadena. Llamé pero nadie contestó. Cogí agua en un caño y volví a ponerme en camino. En lugares de intensa labor ganadera, ya lo he comprobado mucha veces esta verano, es muy difícil seguir las trazas del camino; tuve que dar algunas vueltas para volver a encontrar las señales. El sendero, diminuto, empezó a atravesar una larguísima pendiente de más de cincuenta grados. Daba un poco de grima aquella escarpadura con una visibilidad reducida a unos pocos metros. Atravesé un par de riachuelos, se estaba haciendo tarde y si la pendiente seguía con esas características me las iba a ver mal para montar el vivac, así que al cruzar uno de los arroyos sopesé la posibilidad de poner la tienda entre los cascotes. Pero no, no podía ser. Quince minutos más tarde el sendero trepó por la ladera y milagrosamente me dejó sobre un pequeño promontorio sobre el que más tarde tendría la oportunidad de divagar sobre el presente, el mío en aquel preciso momento. 











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