!Guau!, estreno tienda y colchón



Valle de la Forcola, Italia, 5 de agosto 

Estoy contento como un niño en día de reyes. Tengo tienda nueva, mucho más amplia, puedo estar sentado en ella y sólo pesa trescientos gramos más que la otra. También estreno colchón. Todo un lujo para un chico más bien rústico como un servidor. Ahora tengo un problema añadido, ¿qué hago con la otra? Dejarla por ahí, claro está, sólo que antes de despedirme de ella me hubiera gustado ver cómo resiste la nueva el agua. Además, debería organizarle una fiesta de despedida; tantas batallas juntos, tantas tormentas, tantas noches mi cálida protección en lo lugares más dispares del mundo y ahora voy y la dejo abandonada en cualquier rincón del monte. Ingrato, mal amigo. No tengo el complejo de guardar cosas pero es que hay prendas, objetos, botas que usé a lo largo de mi vida que me delatan como un nostálgico. Me hubiera gustado que cierto jersey que me tejió mi madre y que usé todos lo años que duró mi dedicación a la escalada, me hubiera durado toda la vida; con sus coderas de cuero desgastadas, con sus refuerzos sobre el hombro por donde debía deslizarse la cuerda de los rapeles. Hace unos meses recuperé el contacto con un amigo, Jorge Túa. de hace más de cuarenta años, con el que había hecho algunas salidas a la montaña. Recuerdo curiosamente cómo su primera evocación de aquellos tiempos fue para un jersey de paramecios que entonces usaba y que aparecía en una fotografía de grupo en el Circo de Gredos. A Laureano Esteras le recuerdo con una pipa muy chula bajo el bigotillo a lo José Luis López Vázquez, a Moisés Castaño con su gastado jersey del grupo de alta montaña o de la escuela de montaña, no recuerdo bien. Y ahora ahí está mi pequeña tienda de campaña que las circunstancias me piden abandonar: ¡bua, bua, bua! 

Y todavía no he hablado del colchón, uno de ésos ligeros de thermarest. Habré de poner una vela a la virgen, no la del otro día sino a la otra, la que habría de escribir con mayúsculas si creyera en ella, una vela, digo, para que ahora no se me pinche, que ya tuve otro y no hubo manera de repararlo. Por cierto que aquí, como en España, los venden con el reclamo en mayúscula de que son autoinflables, una inexplicable afirmación que reta a las leyes de la física, como ese plato que me vendieron hacer dos días en cuya foto desbordaban tres salchichas, pero que una vez servido entre la cocina y mi mesa se quedaron en una, vamos, como la multiplicación de los peces del Evangelio pero al revés. El que alguna vez invente un colchón que se infla solo seguro que adelanta a Einstein en notoriedad. Pero estos comerciantes son así, no se cortan un pelo, si, señor, estos colchones se hinchan solos: maravilloso. El colchón naturalmente no se hincha solo pero es cómodo un montón. 

Esta mañana a las seis hacía un frío del carajo. Si la cosa sigue así no se qué pasará cuando llegue septiembre. Embozado en toda la ropa que tenía salí de la tienda con el macuto ya hecho y helado de frío. Unas pocas nubes les sobaban las barbas a las montañas vecinas, el resto del cielo era azul, azul azul, no había ninguna amenaza de lluvia. 

Hoy tenia en mi cabeza la convicción de que debía buscar la manera de agenciarme un aislante; con estas lluvias no podía arriesgarme a dormir por la noche sobre un charco, así que cuando llegué a un refugio junto a la carretera, mientras me freían unos huevos y un poco de beicon indagué; me mandaban a Madesimo a través de las montañas, pero descubrí enseguida que podía ir en autobús, pasaba en cinco minutos y paraba enfrente del refugio. Pies para qué os quiero. Me tragué el zumo de naranja y anulé el pedido que no habían empezado a cocinar aún. En las dos tiendas de deportes de Madesimo no tenían lo que buscaba. No me quedaba otra solución que bajar a Chiavenna, a una hora de autobús valle abajo. Al medio día estaba frente a una gran tienda de deportes. Antes de entrar me fijé en un cartel ostentosamente puesto en la puerta de cristal. Un derrumbamiento en las laderas del paso Baldiscio al que debía subir desde Isola, cerca de donde había tomado el primer autobús, había dejado irreconocible el lugar. Estaba prohibido el paso. ¡Joder! Tardé en reaccionar, debería encontrar un paso para seguir mi itinerario en dirección poniente pero en mi mapa todos aquello era quimérico, la dorsal de aquellas montañas no tenia aspecto de dejarse atravesar fácilmente. El ángel de la guarda vino en mi ayuda y el dependiente de la tienda nada más saber que venía andando desde Trieste llamó a otro compañero y ambos a partir de entonces se convirtieron en las personas más amables del mundo, amén de hacerme un sorprendente descuento de casi el cincuenta por ciento, se dedicaron a investigar las alternativas; hicieron un par de llamadas telefónicas para asegurarse sobre algunos detalles y ya tuve la idea general del nuevo itinerario. Sólo me faltaba ir a cierta librería para conseguir los mapas suizos que necesitaba. A cinco o seis seis kilómetros de Chiavenna debía de tomar la val de la Forcola hasta el paso del mismo nombre, una chupa de dos mil metros de desnivel. Así que después de comer para allí me fui equipado con cuatro o cinco mapas de la zona y con comida suficiente para un dia y medio. En las cercanías del paso de la Forcola había un refugio-vivac, pero ni soñando podría llegar allí. Aspiraba además a colocar mi nueva tienda y disfrutar de un cómodo final de tarde escribiendo. 



Ascendiendo ya por el valle, después de hablar con mi chica la hortelana un rato y de contarme ella los problemas con su madre, una anciana bastante terca de ideas franquistas recalcitrantes que ha superado los noventa y que le pone nerviosa a menudo; mi chica, digo, me cuenta cómo ha vuelto a repasar ciertos textos de Jung, el analista vienés, para tratar de entender algo mejor a su madre y poder sobrellevar las situaciones enojosas que le plantea, y es que su madre en ocasiones sigue pensando que su hija de sesenta y cinco años tiene la edad infantil de quien debe aceptar las ideas y los mandados de mamá como cuando era niña. Ascendiendo por el valle, decía, me encontré con Piero, un octogenario con ganas de hablar que había luchado en estas montañas durante la Segunda Guerra Mundial. 

Si hubiera sido más pronto podríamos haber estado hablando toda la tarde, la historia de su padre que había estado en el frente ruso en la guerra del cuarenta y ocho y se libró de la muerte porque cogió el tifus y tuvo que ser repatriado, historias de contrabando y miserias que trajo la guerra (y, qué casualidad, puedo compartir con este hombre un libro que ambos hemos leído y narra las penalidades de los italianos en la estepa rusa durante la guerra, un libro estremecedor que recrea la vida en el frente ruso durante el invierno. Se trata de Centomila gavette di ghiaccio, de Giulio Bedeschi. Ya hablé en un post anterior sobre la guerra en esta zona de Italia). Piero tiene ganas de hablar y se extiende sobre los muchos años durante los que la gente del lugar había hecho contrabando para ganarse la vida, él mismo en muchas ocasiones, dice, tuvo que atravesar el paso Forcola con la nieve hasta la cintura. Le miro con impaciencia, se me hace tarde. Antes de despedirnos le pido que me deje hacerle una fotografía. 



A media hora después de las últimas casas del pueblo instalo mi nueva tienda. Me siento como en el cielo en este nuevo espacio. A pocos metros de mi vivac un bullicioso arroyo me canta su nana. 




5 comentarios:

José Luis Moreno Moranchel dijo...

Supongo que el de la foto con la camiseta de Adidas no es Piero el octogenario, aunque en aquellos valles la vida es tan buena que todo seria posible.
Ardo en deseos de ver tu nueva tienda, me había acostumbrado a ver en muchas de tus fotos la antigua , tan achaparradita y pequeña, no me estraña que ligas que la recordarás con cariño después de tantas peripecias vividas juntos.
Un abrazo

Ignatius dijo...

Queremos conocer tu tienda!!

Montserrat de la Madrid dijo...

Yo también quiero conocer tu tienda

Alberto de la Madrid dijo...

o del octogenario tiene su historia. Me hice un lio entre la historia del propio Piero, su abuelo su padre y la primera y segunda guerra mundial, y como tenia sueño y estaba cansado intenté zanjar el asunto asignando ochenta años a Piero para que cuadrar. Pura creación literaria apresurada.

Alberto de la Madrid dijo...

Mi tienda recibió el primer bautismo de agua exitosamente. Díez horas d lluvia intensuiima con fuegos de artudiciia, rayo y truenos y yo más seco que todas las cosas. Lo cuento en mi crónica de hoy. La tienda aparece en una toma y de ayer la de los encuentros.