Lo que pasa cuando no pasa nada



Juf, Suiza, 3 de agosto 
  
Las previsiones del tiempo no pueden ser peores, pero cuando suena el despertador sólo está parcialmente cubierto, la niebla se pasea cansinamente por el valle, pero arriba se ven grandes manchas de azul. Buen augurio, al menos para tres o cuatro horas; algo es algo. Además me siento hombre feliz cuando por la mañana puedo comprobar que todo mi equipo está seco. Algo húmedos todavía los calcetines y las botas, pero eso apenas se va a notar. Desayunamos Bram y yo en un recoleto rincón del comedor a donde llega un agradable sol de invierno. Cuando nos levantamos de la mesa no hay espacio en nuestros estómagos para nada más. Estos desayunos pantagruélicos dejan nuestros cuerpos en disposición para caminar perfectamente durante seis o siete horas. Nos despedimos calurosamente en la puerta del hotel. 



El sol baña los prados inundados de agua. La niebla es un adorno en el acicalado rostro de la mañana que muestra por sus cuatro costados el señorío de su montañas que ayer aparecían ocultas tras la cortina de agua. Pasé a saludar a la encargada del chiringuito de información turística que el día anterior me había hecho muy amablemente algunas gestiones en relación con mi hospedaje, pero era muy temprano, el chiringuito estaba cerrado. 

La rutina matinal de cada día se apodera de mí enseguida y pronto me veo ascendiendo a buen ritmo las pendientes que me llevan al paso de Lunghin. 



Me ha dejado muy buen sabor de boca la compañía de Bram. Bram pertenece a la nueva generación de corredores que vuelan a través de las montañas, ligeros de equipaje, fuertes, seguros, producen la sensación de apenas necesitar una experiencia rudimentaria, el resto lo suplen con un arrojo y una preparación física que se nutre de actividades diferentes, maratones y trials en el caso de Bram. Su mochila no llega a los ocho kilos y usa deportivos para caminar, no lleva ropa de repuesto y para dormir y protegerse de la lluvia cuando vivaquea usa un saco especial en donde caben él, un colchón inflable de thermarest y su macuto. Me dice que no se moja aunque llueva mucho y yo le miro escéptico. ¿Y respirar? Bueno, tiene una pequeña abertura de ventilación por donde algo de agua sí se cuela. Me cuenta cómo en ocasiones ha tenido que permanecer ahí dentro durante quince horas porque no dejaba de llover. Pero yo no termino de entenderle, no me hago a la idea, comprendo que en un caso de emergencia uno puede vivir momificado dentro un saco de tela impermeable, pero de ahí a usarlo habitualmente y además que no te mojes... Me sorprende esta clase de estoicismo y hasta dónde puede llegar la necesidad de ahorrar peso. Lleva un pequeñísimo bloc de notas a modo de diario y para evitar cargar más hace una letra de piojo que seguramente cuando llegue a su casa tendrá que descifrar con una lupa. Su máquina fotográfica no ocupa más de una caja de cerillas corrientes. 



También él se queja de los precios en Suiza, el país que inventó el reloj de cuco. Qué pesao con el reloj de cuco, ¿no? Sí, es mi manera de vengarme de este país por el que no tengo mucho afecto, como ya se habrá notado. La burla es un recuerdo del mismo sentimiento que expresaba Somerset Maugham, en su novela El filo de la navaja, en ella se burlaba este autor mordaz del ensimismamiento suizo elogiando cómo este país ha contribuido cultural y técnicamente al acerbo universal con esa única pieza que es el reloj de cuco, ni literatura relevante, ni música, ni eminencias en ningún campo, la gran obra de este país a lo largo de todos los siglos es ese reloj que cuando da la hora hace aparecer en una ventanita un pajarito que canta su cucú. 
Sí, lo único, amén de guardar en sus bancos las fortunas de todos los chorizos del planeta, parece que incluidas sospechosas y elevadas cantidades de dinero del cazador de elefantes a quien ahora el PP ha aforado porque estaría mal visto que a un ex-rey se le descubrieran parecidos instintos a los de su hija y su yerno Iñaki. ¿No estaría el mundo un poco más limpio si no existieran países como Suiza, o si no tanto, gobiernos como el de este país que amparan prácticas bancarias sumamente dañinas para sus países vecinos y no vecinos? 



Hoy tenia tres collados por encima de los dos mil metros que atravesar. Después de pasar el primero se acabaron las contemplaciones y el guiño de buen tiempo y comenzó a llover. Gran novedad, ¿verdad? Una larguísima trotada por las alturas que amenicé comenzando la lectura de Hoy, Júpiter, de un Luis Lancero a quien no leía desde hace una década. Buena escritura la de este profesor de literatura; su novela. como él mismo adelanta tras la inserción de una escena de El Tío Vania, de Chejov, la narración de lo que pasa cuando no pasa nada, que en la mayoría de los casos suele ser sustancia para lo espíritu sencillos, eso que Arundhati Roy nombra de otra manera con el título también de una de sus novelas El dios de las pequeñas cosas.



Lo que pasa cuando no pasa nada es lo que sucede esta mañana por la alturas del macizo anejo al Bernina donde la lluvia y la niebla juegan a los bolos con las montañas y con un servidor, paisaje como de altas estepas solitarias y frías donde los elementos son hoy los señores del lugar tapando y descubriendo los valles y los montes a su capricho mientras las marmotas, uno de los animales más simpáticos que existen, se empinan sobre sus cuartos traseros, lanzan sus consabidos píoo píoo y pies para qué os quiero, echan a correr que pierden el culo hasta zambullirse en su madriguera. La de esta mañana, la muy bandida se había escondido en una que había en el camino y cuando hube pasado, y pensando que seguro que curiosidad no le iba a faltar a este bicho, cuando estuve a una distancia discreta me di rápidamente la vuelta y ahí estaba la bandida asomando el hocico por el estrecho agujero de la madriguera contemplando la pinta de este extraño marciano, un servidor, vestido de calzón corto embutido en una capa de agua que llevaba en los oídos unas cosas de plastico de las que colgaban un cable. Al mirarla salió pitando. Sí, era un lindo y apacible no pasar nada, camino, miro aquí o allá, hago alguna foto, escucho lo que Landero me cuenta, se me ocurre un argumento para una novela que acaso escriba el próximo invierno, y el camino sigue adelante de parecida manera como el sol se mueve por el cielo o pasan las nubes arrastrando su panza por las laderas oscuras de las montañas. 




Al llegar al tercer collado, La Forcellina, 2700 metros, al camino, que se había mantenido por las alturas toda la mañana, le empiezan a entrar la prisa y como un kamikaze se lanza pendiente abajo apuntando al amplio valle sobre el que culebrea un claro hilo de plata. Una vez a su orilla un par de kilómetros más por una vereda que es puro agua me dejan en la cuatro casas de Juf donde encuentro un restaurante y un lugar para dormir. Hasta una siesta podré echarme hoy. 

Hubiera preferido la tienda pero el campo está imposible después de tanta lluvia; además, hace un par de días, mientras recogí mi tienda, puse el aislante en unas piedras para que no se mojara y el caso fue que no me volví a acordar de él hasta tres o cuatro horas después. Ahora me va a ser difícil conseguir uno por estas alturas y con lo mojado que está todo va a ser como dormir sobre un charco si no encuentro un aislante o un thermorest. 




Estoy cerrando el kiosko y me vienen con la cuenta. Al final de la lista se lee: cuatro vasos de agua (del grifo) de un decilitro a 0.6 euros el vaso, igual a 2,40 euros: sin comentarios. Si tuvieran un contador de aire lo mismo me cobraban el aire que he respirado aquí. 










3 comentarios:

José Luis Moreno Moranchel dijo...

Joder, que fotos, con perdón , en la primera hasta sé adivinan las truchas.
Recuerdo cuando en los años 70 , hacías ya aquellos contraluces en blanco y negro espectaculares.
Gutte. Raíste ( buen viaje) que te dirán allí en Suiza.

Alberto de la Madrid dijo...

No sé, no te estoy muy contento con la cámara que compré. En el teléfono tampoco se ven bien.

Montserrat de la Madrid dijo...

Pues son una pasada las fotos ,que maravilla