Mi gps se transforma en rana



Sobre Challand-Saint-Víctor, 25 de agosto 

¡Qué rico!, el macuto y el saco de almohada, estirado sobre el colchón, el mosquitero cerrado, la niebla fuera dibujando sombras chinescas y fantasmas con las rocas y los árboles. Qué rico, parar al fin y poder tumbarte, mi casa, mi tienda, mi colchón, los pies desnudos, la cantimplora a mano, nada que subir, nada que bajar, ningún sendero que buscar entre la niebla. Qué rico.


Ni recuerdas ya de donde partiste, ni qué tiempo hacía cuando saliste de la tienda está mañana, tan lejos está todo ello. Ni siquiera te entretuviste a desayunar en el pueblo cuando llegaste al valle. Tirar para arriba, ganar un poco de cuesta antes de que la mañana avanzara, esa era tu consigna. Mis notas marcaban nueve horas hasta el fondovalle siguiente, es decir diez, doce o acaso catorce, así que compra comida para día y medio por si acaso y tira adelante. Compra un mapa, coge agua para el desayuno y arrea. 

Desayunaste cuando tenías el pueblo discretamente debajo de ti, un desayuno elemental y rápido, bizcochos y un litro de leche.


Desde Issime al collado Dondeuil tendrás mil quinientos metros de desnivel y un bellísimo bellísimo valle lleno de nieblas volateras que irán y vendrán toda la mañana embelleciendo los prados, las chozas de piedra, los abetos aislados, el pantanal donde te perderás y te entrará aquella risa tan tonta cuando aquella rana saltó al fondo del riachuelo, y que no era una rana sino tu gps Garmin haciendo submarinismo; y que más arriba, cuando perdido te caigas y te quedes colgando entre las ramas de un árbol y el bastón se quede hecho un churro en la caida, más arriba se abrirá algo para recobrar el sendero perdido. Y pareciendo que estás en el fin del mundo debido al aislamiento que es caminar dentro de una nube, salir a un prado donde cabañas de piedra quedan para pintar un cuadro impresionista y encontrarte una muchacha sola en cuclillas en la puerta de una de las chozas leyendo un voluminoso libro, sola y con una tímida sonrisa de asentimiento cuando le dirás: un bonito lugar para leer, ¿eh? Y más arriba entre otra espesa nube te encontrarás a un rapaz también acuclillado con un palo en la mano cuidando de un rebaño de vacas, aburrido, lleno de frío. Tendrá doce o trece años, como la muchacha del libro que será probablemente su hermana. Sólo verás en todo el día a estos dos críos y cuando te alejes ya cercano al collado pensarás que la estampa del chico y la chica que al principio te parecieron estampas bucólicas para los versos  pastoriles de Virgilio no dejarán de ser en definitiva tristes condiciones de vida para dos criaturas de nuestro siglo, arriba perdidos en el monte a cerca de dos mil trescientos metros, acaso todo el verano, cuidando solos las vacas. 



Y además de transitar por este mundo donde te sería dado hacer bellas fotografías, o al menos intentarlo porque la máquina que llevas no da para más, tendrás la oportunidad de considerar el libro de Henry Miller que terminarías de leer subiendo al collado como una obra que debería ser de obligada lectura. Identificados como tenemos a Miller con la literatura de sexo y con el desmadre de quien si le dejaran haría temblar los pilares de las convenciones más sagradas, podemos caer en la tentación de colocar Trópico de Capricornio entre los libros de literatura erótica cuando donde debe estar es entre aquellos de análisis político y social, entre lo libros de denuncia, entre aquellos que nos muestran nuestra salvaje condición de depredadores, entre los que nos hablan de esta sociedad hipócrita que pretende hacer de la vida algo lamentable. 



Y llegarás al fin al col de Dondeuil y te encontrarás al otro lado el magnifico espectáculo de las nubes y las montañas vertebrando una gran sinfonía de formas y luces sobre el mar brillante y luminoso que cubría el entero valle que lleva a Challand-Saint-Víctor. Y buscarás entre las rocas un cobijo donde sentarte un rato a descansar y comer mientras allá abajo la sinfonía de las nubes continuará interpretando variantes sobre el mismo tema descubriendo parte de la montañas, arrebolándose, trepando por las laderas del bosque, abriendo un boquete en su blancura para mostrar nuevos valles, nuevas montañas. Y comenzará a hacer frío frío y tendrás que ponerte toda la ropa que llevas encima como si estuvieras en invierno. Pero no te preocupes que cuando te hayas puesto en camino y hayas descendido trescientos o cuatrocientos metros saldrá el sol y estarás otra vez en verano. Y será el momento de la sesión de fotografías porque la cosa está todavía más bella si cabe e incluso, recordando un cuadro de Friedrich posarás fotografiando tu silueta de caminante frente al mar de nubes. Una foto de esas que acaso podrá servir para la portada del libro que publicarás una vez terminada esta travesía de lo Alpes. 



¿Y qué más? Pues que llegará un momento que no habrá más narices que sumergirse en ese mar blanco que inunda el valle y entonces será bucear en la niebla durante un buen rato más hasta que repentinamente caerás en la cuenta de que debe de ser tarde. Mirarás la hora y efectivamente decidirás que ya estaba bien y buscarás un prado para poner la tienda. Y la instalarás y cuando te metas dentro y te tumbes y reposes la cabeza sobre el macuto y te bebas un largo trago de agua, sentirás una tan agradable sensación... dirás: ¡Qué rico!  



Coda:
Estaba empezando a perder el camino cuando estaba a mitad de un cenegal. Hacia el final corría un profundo riachuelo y decidí llenar la cantimplora. No llegaba al agua y me puse de rodillas para cogerla. Cuando la cantimplora estaba ya a  punto de llenarse una rana saltó junto a la cantimplora y cayó al agua, al menos ese fue el ruido, cloc, seco y preciso. Me levanté, de repente estaba muy mosca, ¿una rana? Inmediatamente empecé a palparme los bolsillos, oh, susto, menos mal, el teléfono estaba en su sitio, el bolsillo superior del chaleco; la cámara también, en el bolsillo inferior izquierda; la cartera, no, el bolsillo tenía la cremallera echada. De golpe caí y empecé a meter precipitadamente la mano en todos los bolsillos... el gps, mi Garmin había volado, la rana no era la rana tío, era mi gps. Me precipité al riachuelo escudriñando aquí y allá por si se lo hubiera llevado la corriente. Cuando consideré que no podía habérselo llevado la corriente me dio un ataque de risa, no podía parar pensando en mi gps convertido de rana. Hube de parar a que se me pasara la risa para intentar pescar el gps. Ni siquiera tuve que desnudarme, lo logré sacar rastreando con la mano el fondo del arroyo. Lo despiecé y lo metí en la tapa del macuto. Cojonudo que me hubiera quedado sin gps justo en el momento en que había perdido el camino. 

Rastreo por aquí y por allí a la búsqueda del sendero pero no había rastro de la señales. El gps del Samsung hacía más de una semana que no me funcionaba así que ni siquiera se me ocurrió encenderlo al principio. Lo encendí escéptico sólo cuando comprobé que la niebla era impenetrable. Y... milagro, conectó y lo hizo además en un tiempo record. Indicaba que mi camino estaba a unos setenta metros a la izquierda, después de una intrincada selva llena de agua y de grandes bloques de granito. Atravesar aquellos setenta metros fue una odisea, terminé cayendo y quedando medio colgado de unas ramas, mi cuerpo fue a dar contra uno de los bastones que había quedado atravesado sobre un riachuelo, lo que me evitó caer en el agua a la vez que dejó el bastón hecho un higo. Uf, el sendero estaba cuatro o cinco metros más allá. 



Ya había dado por desahuciado a mi gps. Una vez en la tienda con la navaja intenté sacarle los tornillos para abrirlo y que se secara bien, pero no pude, así que lo armé y pretendí encenderlo a ver qué pasaba. Y bueno, pasaba que se encendió y se puso a buscar satélites. No quise correr más riegos y lo volví a despiezar. Lo mismo dándole el sol un poco vuelve a funcionar. 






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