No quiero bocadillos



Sobre Gressoney-Saint-Jean, 24 de agosto 

Nada más abrir los ojos me encontré con un hermoso espectáculo entre las ramas de los árboles, alguna de las muchas cumbres del macizo del Monte Rosa lucía allí arriba rodeada de glaciares su cara limpia de un amanecer soleado. Raro espectáculo para un verano de lluvia y niebla. Bajo el techo del porche en que había pasado la noche hacía frío. Me costó ponerme en movimiento. En Alagna la gente iba abrigada de invierno. 


Unos kilómetros valle abajo me dejarían en Val Vogna, un largo valle cuya cabecera debería alcanzar. El día es soleado y frío, las montañas aparecen limpias de nubes y aunque los primeros kilómetros son de asfalto los hago con gusto. A la hora acostumbrada para desayunar, casi siempre en torno a las nueve, un par de horas o más después de haber comenzado a caminar, no me acostumbraré nunca a desayunar antes de empezar mi jornada, me encuentro una fuente y una mesa de piedra puestas allí a propósito para mí. 

Es domingo y en los caminos, poco después de donde termina el asfalto, hay cierto tráfico de caminantes. Esta mañana la lectura de Henry Miller me aburre un tanto, tantos polvos, tantos coños a diestro y siniestro son demasiados para una hora tan temprana. Probablemente un día más caluroso y por la tarde, acaso, pese a todo, habría logrado ponerme en situación; los temas de sexo tienen con frecuencia cierta repercusión en la hipófisis que a poco que te descuides empieza a susurrar cantos de sirena que, bajando por el nervio sacro lenta, demoradamente, pueden suponer el principio del fin, del fin de la lectura, quiero decir, para convertirse en una urgente convocatoria de imágenes y memoria destinada a preparar una de esas inesperadas fiestas que el cuerpo siempre recibe con los brazos abiertos. El que el hombre sea una animal capaz de entrar en celo en cualquier momento, y ello siempre es un fenomenal regalo, puede convertirse en un verdadero problema un domingo cuando el tráfico por los senderos de las montañas es en exceso abundante.


La Vía Alpina, que parece un producto nacido de algún proyecto de la Unión Europea, y cuya realización ha debido de suponer mucho dinero y esfuerzos, a veces, en su formalizaron práctica es una verdadera chapuza. Los tracks de esta parte del camino parecen hechos por un cegato sobre la pantalla de un ordenador que no llegase a reproducir las imágenes nada más que aproximadamente. Los tracks sólo sirven como referencia lejana para saber la dirección aproximada. De pena. Menos mal que di con una excelente web antes de salir de casa en donde pude cargar un mapa bastante bueno de todos los Alpes en formato Garmin. No están en él todos los caminos pero me ha sacado de apuros en muchas ocasiones ya. Hoy, sin embargo, ni este mapa ni uno de escala 50000 que llevaba lograron orientarme bien para alcanzar el paso de Valdabbia; cuando me quise dar cuenta me había pasado el sendero que llevaba allí. Tuve que dar una vuelta considerable. Pero no importaba, como me dijo un joven con quien me crucé, este camino es más bonito, aseguró. Me indicó que una vez llegado a un lago, al final de él encontraría las señales que me llevarían al collado. Una hora más tarde llegaba al refugio situado en el mismo paso: dos mil quinientos metros. En cuanto se me quitó el calor que llevaba con el esfuerzo de la subida tuve que ponerme toda la ropa que llevaba. Hacia un frío riguroso allí arriba. 


En el refugio me amenazaron con darme por comida bocadillos; aborrezco que cuando pido de comer me salgan con que la cocina está cerrada o que no hay otra cosa. Casi siempre tengo que litigar para conseguir algo caliente. En Rima fue la dueña del restaurante, una señora de setenta y tantos años de la que al final conseguí que me hiciera un gran filete con zanahorias después de dar algo la lata. Si le hubiera pedido de comer después de establecer la relación en que nos encontramos tras el café, seguro que me habría hecho de comer lo que se me hubiese antojado. Por alguna razón descubrió que era español y ahí cambio todo; esta mujer había vivido una larga temporada en España y estaba enamorada de nuestro país. Pasamos enseguida a hablar castellano y entonces se explayó. Llevaba el hotel restaurante prácticamente ella sola. Era una mujer de temperamento. Al final, medio en serio medio en broma, casi le eché la bronca por estar trabajando hasta esa edad, se levantaba todos los días a las cinco de la mañana para empezar a preparar los desayunos de los clientes. Por favor, le decía, con la cosas tan bonitas que se pueden hacer en la vida, pasarse el día trabajando... y a esa edad. Deje de trabajar y haga otras cosas que le plazcan, mujer. Me despidió con un maternal y caluroso apretón de manos. 


Hablaba de lo poco que me gusta que me den de comer bocadillos. En el refugio de hoy, atendía éste un hombre enorme, barrigudo y con largas melenas rubias y tatuajes en los brazos; no me cuadraba un gestor de refugio así, alguien al que sólo puedes pensar conduciendo una brillante Harley Davidson. Bueno, pues que no, que además si quería una pasta tardaría por lo menos media hora, hervir el agua, cocer la pasta... Vamos, que no tenía ninguna gana de ponerse a cocinar. ¿No tendrás carne, un filete, algo así? Estamos a dos mil quinientos metros, ¿sabes?, argumento con toda la lógica de mundo. Terminé por convencerle para que me hiciera una pasta. Me das una cerveza mientras tanto, ¿vale? Tampoco tenía nada para tomarme con la cerveza, pero encima de la mesa había un queso de medio metro de diámetro. No había terminado mi cerveza y mi queso cuando se presentó con la pasta. Completé la comida con un buen pedazo de torta y un café con leche. Mi trabajo me costó salir con mi apetito satisfecho. 

Hacia poniente un nueva cadena de montañas cruzaba el horizonte, a sus pies corría el valle de Gressoney, mi siguiente destino. Consciente de que encontraría un lugar para mi tienda antes de llegar a Gressoney-Saint-Jean llené la cantimplora pensando que un rato antes del pueblo encontraría algún lugar idílico para mi tienda, como efectivamente sucedió, una especie de proa de barco avanzada sobre el valle casi a punto de ponerse a navegar por los aires. Hoy, mi tienda puesta en el extremo de esa proa, un prado verde con algún abeto, sería como el mascarón de proa mirando hacia el mundo glaciar, allá en la alturas, del Monte Rosa.




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