Nietzsche: La soledad del superhombre



Junto a Bagni di Vanadio, 13 de septiembre

El momento de entrar en el saco, todo colocado, la posición cogida después de hacer una alta almohada con las botas y el macuto para poder escribir cómodamente, tiene algo de conventual retiro, el momento del descanso después de un largo día de actividad en que el espíritu y el cuerpo, liberados de otras tareas al fin, puede concentrarse en sí mismo, acaso con el fondo del rumor de la fuente en el cercano claustro conventual, en el caso de hoy la música de un alborotado torrente junto a mi vivac. También el merecido descanso tras dejar atrás bosques y valles con el paso tranquilo de quien no busca, ni pretender llegar a ningún lugar especialmente, con la paz de quien hace del camino su vida. Y es que es así, desde hace muchas semanas mi vida es el camino, la interrelación que se produce entre el trotamundos y la tierra que pisa y la gente con quien se encuentra, eso más el plus de sus lecturas y las conversaciones telefónicas con la hortelana cada día cuando la cobertura lo permite. 



Una ligera capa de hielo cubría el techo de la tienda esta mañana. La vegetación de los alrededores estaba adornada con pequeños cristalitos de hielo. Allí en las cumbres la cinta de luz del sol se había esparcido por las cimas cercanas. Pese al hielo el frio no era intenso, además el sol no tardaría en llegar hasta la ladera por donde descendía el sendero. En la cámara, cerrando uno o dos diafragmas, se obtenía un grado de saturación que resaltaba especialmente los colores de las primeras luces sobre sobre las laderas herbosas. No tardé en llegar al aprisco en donde Giorgio tenía todavía encerradas a las ovejas. Me llamó la atención la altísima malla del pastor eléctrico. Por ahí empezamos la conversación después de darnos lo buenos días. La razón no era que las ovejas pudieran escaparse, era la única manera de ponerlas a salvo de los lobos, además en el pastor eléctrico habían doblado la potencia, éste trabajaba a veinticuatro voltios, lo que equivale a un buen latigazo a cualquier bicho que tocara la malla electrificada. Giorgio me invitó a desayunar sin más. Su casa estaba curiosamente ordenadísima y limpia. Cuando me vio fotografiar una carlina acaulis que tenía sobre la puerta, Ignacio Aldea me dirá si me equivoco, un bello cardo muy frecuente en el Pirineo, enseguida me sacó otro más grande que tenía sobre el repollete de la chimenea; me lo dio a oler; tenía un suave perfume parecido de lejos al tomillo. Mientras preparaba el café me cuenta que lleva once años trabajando en aquel lugar en la temporada de verano. Le pagan ochocientos cincuenta euros al mes y está muy satisfecho con su trabajo. Cuando llega la nieve vuelve a su tierra, Rumanía, hasta la siguiente primavera. Cuando le pregunto qué tal le va con los italianos, enseguida me dice que muy bien, y añade con un tono de orgullo, que todo el mundo está bien con los que son buenos en su trabajo. A mí me hubiera gustado hacer tu trabajo, le digo pensando en la gran cantidad de tiempo libre que adivino debe de tener y pensando que ello me permitiría leer lo que quisiera e incluso me imagino pastoreando con el portátil a mi lado, pero enseguida me desengaña, me dice que de tiempo libre casi nada, que seiscientas cincuenta ovejas dan mucho trabajo, si se hacen daño, si enferman, los corderos recién nacidos, la atención a los pastores eléctricos. Me abruma tanto con la lista de trabajos a hacer que de repente desaparecen por arte de magia mis deseos de ser pastor. Tengo que pensar muy seriamente en estas cosas porque yo en la siguiente reencarnación quiero trabajar lo menos posible y tener mucho tiempo libre. Tampoco quiero ganar mucho dinero, que pueda vivir, pero sobre todo que tenga tiempo libre que es la cosa que más me gusta de la vida. Ya voy tomando nota de estas cosas, puedo ser portero como mi amiga Montse de Barcelona, o vigilante como lo fue mi amigo Santiago o aquel italiano con el que caminé hace días que vigilaba una presa a dos mil doscientos metros de desnivel, o farero para poder oír las olas mientras llega el sueño cada noche; en fin ya me lo iré pensando para antes de morirme hacer la solicitud correspondiente. A mí nada de ir al Cielo o cosa que se lo parezca, algo demasiado soso y aburrido eso de estar rodeado de seres angelicales llenos de eterna felicidad (¿a qué mente calenturienta se la habrá ocurrido tal esperpento para la otra vida?), yo quiero seguir trajinando en la otra existencia con algo simpático y apasionante, así que buscaré un trabajito sencillo y después a contar estrellas o a encender y apagar farolas como el Principito. 



Giorgio se ha sentado al sol a fumarse un cigarrillo y me dice que a qué tantas prisas por irme, que me quede un rato más. Y como lleva un chaleco muy chulo que me gusta se lo digo, y me contesta que lo compró en Rumanía. Y de pronto se levanta, desaparece en la casa y de sale con un chaleco de guata que se empeña en regalarme hasta el punto que me veo imposibilitado a negarme. Por último quiere enseñarme un corderillo que nació ayer mismo. Aquí está, y sale con él en los brazos como si fuera su bebé, y yo aprovecho naturalmente para hacer su retrato de padre primerizo con la criatura en su regazo. Soltero, sin compromiso, antiguo operario de una fábrica de neumáticos, apasionado, entusiasmado con una conversación matinal, sin aparentes quebraderos de cabeza, viviendo al día. A lo mejor algún día de estos uno debería dedicarse a desaprender todo lo que fue adquiriendo y volver a la naturaleza con esa sencillez con que veo a Giorgio. 



Una hora y media después estaba en un restaurante de Sambuco preparando mi cuerpo para la ascensión a Casametta, un magnífico llano de aspecto pajizo que hacía las veces de collado sin serlo y desde donde tendría una magnífica vista de todas las montañas circundantes. Mas como la cosa requería empeño también hice acopio espiritual y me preparé para la ascensión iniciando la lectura de la parte dedicada a Nietzsche del libro de Stefan Zweig, La lucha contra el demonio. No sé si sería casualidad o lo quisieron así los hados, porque fue demasiada coincidencia que terminara dos horas después el capítulo en el preciso momento en que pisaba el punto más elevado de mi subida de hoy, el balcón de Casametta. 




La lectura de las venturas y desventuras de Nietzsche constituyen una fuente de inequívoca energía para aquellos que se sumergen en la impetuosidad de su mundo, la del hombre solitario buscador irrenunciable de la verdad, esa que nunca ha de alcanzarse pero que constituye la apasionante  labor de un vida. La intensificación del sentimiento de la vida es uno de lo milagros a los que uno asiste cuando se acerca a la figura de este hombre, ese tremendo esfuerzo de existir día a día, la vida es militar, citaba Montaigne a Cicerón, es algo que recorre de continuo la prosa de Nietzsche y que se transmite al lector como una ciencia infusa que uno debe aceptar sin más empujado por la briosidad y la capacidad de subyugar de este hombre. Esa soleada embriaguez de la vida de que habla acude hoy a mí desde los remotos tiempos del final de mi adolescencia cuando Nietzsche entró en mí junto con Bakunin para entrambos empezar a demoler la pazguata educación religiosa que durante ocho años había mamado en un colegio de los salesianos. Una lectura que está estrechamente vinculada a los años de mi descubrimiento de la montaña. Aquellos libros que inflamaban nuestro entusiasmo y que acaso prendían ya ese incipiente amor a la vida tan manifiesto en Nietzsche y que nosotros expresábamos en nuestra carrera hacia la ascensión de paredes cada vez más empeñativas. Estoy convencido de que la voz de Zaratustra sonaba en el interior de muchos de nosotros por entonces llamándonos a una vida de riesgo y de lucha. Sus imperativas diatribas: ¡Ea, no quejaos, todos somos burros de carga!, eran un maravilloso estímulo para hacerse fuertes, para caminar hacia un tipo de vida que en la flor de la juventud era trabajo, reto, entusiasmo, ansiedad de vida. 

Lo que no me mata me hace más fuerte. Nada de esa acomodaticia vida que yo viví durante cerca de un quinquenio trabajando en un banco tenía el olor salvaje que yo bebía ansiosamente en la páginas de Nietzsche. Vida anodina que terminé por abandonar para vivir la libertad que yo bebía en mis encuentros con la montaña y mis lecturas más queridas. 




¿Cómo se piensa que podía yo subir esta mañana cargado como iba con el fogoso mundo que precisamente había servido para mi iluminación, sí, mi iluminación, en mi más temprana juventud? Muy bien, sin lugar a dudas. Debo desdecirme en algo que decía el otro día de Stefan Zweig en relación a la ampulosidad y el verbo excesivo. Hoy comprendía que tanto en el caso de Hölderlin como en el de Nietzsche cualquier exceso verbal está plenamente justificado. 

Esta tarde ese sentimiento de intensificación de la vida en  Nietzsche según se va haciendo mayor me suena a cántico de sirena, como si la vida, depurada más y más con los años, con la experiencia, con la búsqueda de cuál es el camino a seguir, con la búsqueda de la verdad, pudiera hacerse luz y sabiduría en esta recta final que ha de llevar a la muerte haciendo de ésta la hermosa despedida de una plenitud presta a ser incinerada y sumida en la misma tierra de donde nuestro ser procede.






2 comentarios:

Ignatius dijo...

Efectivamente. Carlina Acaulis. Los rebecos y las cabras suelen comerse su yema...

Alberto de la Madrid dijo...

Es extraordinario que uno sienta o tenga el presentimiento cuando escribe de que alguien está ahí, mirando por encima del hombro lo que escribes. Me sucedió contigo cuando nombraba a este cardo, en otra ocasión fue con le lirio martagon que tu llamabas del Pirineo.