La Selva de Irati





Larraitz, lunes, 27 de octubre de 2014


La madrugada de hoy era como de un mundo viejo y ya sabido. Ni siquiera la niebla que raleaba en los bajíos cubriendo con su tul brumoso un par de pueblos que encontré en la carretera hacía que yo encontrara el antiguo gozo que me producían los paisajes del norte al amanecer. Quizás mi memoria embellezca un paisaje otoñal recorrido en mi tardía adolescencia cuando estrenaba aquel modo barato de viajar que era el auto-stop, un otoño de vagar por Asturias y Cantabria durmiendo en prados que amanecían ya llenos del blanco rocío y con la tienda de campaña como sacada de la bañera; mañanas espléndidas en las que, entonces sí, pareciera que el mundo se estuviera inventando. Jodía esta cosa que hace que lo ya visto o muy visto se nos vaya apareciendo poco a poco carente de la gracia que tuvo cuando lo descubrimos. Algo, imagino, contra lo que hay que luchar para que algún día no nos veamos sofocados por eso que le acometió a Churchill cuando pasó de los ochenta y se encontró de repente viudo: “Yo ya lo he visto todo, no necesito ver más”. El otro día venía a decir, más o menos, que andaba tras el rastro de llegar a cierto estado de gracia que me permitiera ver, sentir, escribir de esa peculiar manera en que la intuición o alguno de esos enanitos interiores que andan correteando por nuestro interior son tocados por el halo de alguna clarividencia, una gracia, una inspiración, una manera nueva y renovada de ver el mundo, en fin. El resto es envejecer sin remedio.


Hay lugares cuya nombradía les viene grande, es el caso de la Selva de Irati. Estuve por allí varias veces, la primera de ellas hace más de cuarenta años y es la única que recuerdo con especial cariño. Quizás la circunstancia de que se tratara de una estadía familiar y no una salida a la montaña propiamente dicha y el hecho de que viviéramos allí como robinsones en una naturaleza que no estaba acotada por las regulaciones que ahora caen sobre ellas; por el hecho, claro está, también, de que entonces fuera posible vivir allí como pioneros en un medio salvaje y poco frecuentado. En aquella ocasión quisimos rememorar durante una o dos semanas la vida que habíamos hecho a las orillas del río Alberche cuando yo y mis hermanos éramos niños, un tiempo en que vivíamos todo el verano en una tienda de campaña que había confeccionado mi madre; unas pocas familias se aglutinaban a la orilla del río a unos kilómetros de Aldea del Fresno y pasaban allí toda la temporada veraniega en parecidas condiciones que los pioneros de América. Recordando aquello quise llevar a mis padres junto al pantano de Irati para hacer memoria de aquellos viejos tiempos. Acampamos junto al lago y llevamos allí la misma vida que quince, veinte años atrás; pescábamos, recogíamos leña, hacíamos la comida sobre el fuego de cuatro piedras, caminábamos por los alrededores y yo, además, me dedicaba a pintar al óleo aquel entorno. Recuerdo muy vivamente nuestras fogatas junto al lago cuando caía la tarde, mi padre, mi madre, Victoria y yo charlando sobre los asuntos baladíes del día, pero sobre todo recuerdo a mi madre echando palito tras palito al fuego, con un trozo de rama ordenando el fuego, apilando leña, con los codos sobre las rodillas ramita va y ramita viene; todas las noches el mismo ritual hasta que se hacía tarde y llegaba la hora de acostarse. Creo que debo de alguna manera a mis padres, a aquellos veranos pasados junto al río, esta pasión por vivir a toda costa en los rincones más dispares de la naturaleza. Mi primera infancia debió de absorber todo aquello en lo más hondo de su tegumento interior. La segunda vez que pasé por Irati fue también con la familia, en esta ocasión con nuestra propia familia, había transcurrido acaso más de una década y durante ese tiempo hubo importantes novedades, nacieron, primero Guillermo, y después, de un golpe Lucía y Mario. Los tres anduvieron por las montañas tan pronto como el pediatra dio permiso para ello, muy pronto. Cuando vinimos a Irati eran ya mayorcitos, habíamos dejado el coche en Isaba y, en una excursión de dos días atravesamos hasta Orbaizeta. También aquella excursión fue una notabilísima salida que todos recordamos. Habíamos pasado unos días por el Rincón de Belagua desentumeciendo el cuerpo y habituándonos a las grandes caminatas pero todos estábamos faltos de entrenamiento, así que después de dejar Isaba y alcanzar el puerto de Larrau bajo la cumbre del Orhi, a punto de entrar en los dominios de Irati, sucedió algo muy curioso, paramos en un pequeño prado a descansar y los cinco, visto y no visto quedamos profundamente dormidos durante más de tres horas, nos despertó el fresco que se levantaba antes del crepúsculo. Mientras un espléndido atardecer caía sobre nosotros montamos entumecidos de cansancio las tiendas. No podíamos con nuestros cuerpos. Recuerdo que hice unas fotos muy bonitas aquella tarde.



Hace una década volví a Irati en otoño y fue tan decepcionante como en éste. Es probable que tuviera que ver el hecho de que ayer mismo hubiera pasado por Ordesa en cuyo valle el otoño es tan maravillosamente hermoso, quizás, pero el caso es que apenas me decía nada durante mi excursión, un sendero que rodea el embalse, que además estaba bajísimo de caudal lo que ya de por sí quitaba mucho encanto al entorno, y un extenso hayedo sin, ni mucho menos, los múltiples y maravillosos rincones de Ordesa. Las hojas de las hayas estaban todavía verdes. De todos modos sigo pensando que hay en Pirineos lugares mucho más bellos si bien no gocen de la notoriedad de la Selva de Irati. Irati olía hoy a cieno, a montañas viejas y cansadas, lo que no quitaba que los responsables del parque exigieran un derecho de tránsito de cinco euros. Algunos administradores de estos lugares parecen extraterrestres, tengo verdadero pánico al ánimo regulador que corre por las venas de los responsables de medio ambiente. El día anterior, en el Nacedero del río Urederra, en lo alto del valle, unos alambres de espino cortaban el camino que llevaba a lo alto de los farallones. Ninguna explicación, un ostentoso cartel de prohibido el paso, porque sí, porque aquí mando yo, se me ocurre y ya está, algo hay que mandar. Nos tratan como borregos. Salté la alambrada y seguí el camino del track que había bajado de Wikiloc, un camino normalísimo, sin peligros, corriente, que llevaba a otra pista y… Hay que regular, sí señor. En la Pedriza, si quieres en verano darte un paseo tempranito tienes que esperar hasta las ocho de la mañana porque al señor regulador de turno, con pocos dedos en la frente y pocas ganas de prestar un servicio público, que es para lo que están, les debe de parecer muy temprano abrir aquello antes. La chica del chiringuito de Irati me explicó que es que era para mantenimiento, será verdad, pero no tengo idea de a qué mantenimiento se refería como no fuera que intenten socializar el trabajo a costa de los caminantes. Otro asunto de regulación es el de la sierra de Guadarrama; por favor, no digáis Parque Nacional de Guadarrama porque me da risa. Guadarrama a secas, como fue siempre y como la cantaron los poetas, entre ellos Antonio Machado. El pomposo nombre de Parque Nacional no le cuadra nada a nuestra sierra, que es sierra bonita y entrañable que nada tiene que ver con los calenturientos cerebros que a no más tardar empezarán a regularizar y a regularizar jodiendo a personal y propiciando de una manera u otra, ya lo veréis, beneficios a algún listillo y limitándonos el paso a los que siempre hemos amado y recorrido sus rincones, sus bosques, sus cumbres, sus ríos. ¡Cuidado con los de medio ambiente, sus centros de interpretación y sus regulaciones!, son un auténtico peligro para los amantes de la naturaleza. 




2 comentarios:

slechuga dijo...

Alberto, creo que toda la parte del Pirineo francés son auténticos Iratis, pero a lo bestia.
Igual te surge alguna idea, como recorrer todos los bosques del Pirineo francés, para otra ocasión y en primavera.

Alberto de la Madrid dijo...

Espero que no se me acaben las ideas en lo que queda de vida, si no estoy perdido