Hoy eché de menos al caballero andante


Alpera - Alatoz, 27 de marzo de 2015

A las cuatro y media de la mañana ya estaba con los ojos de plato. Nada que ver con el camino o similar, simplemente había dejado un problema de fontanería sin resolver en casa y eso motivó, primero un sueño accidentado y después una larga conversación conmigo mismo en la que trataba de resolver el problema dejado a medias, unas conexiones de una pulgada que seguro reventarían e inundarán la parcela. Ya no pude dormirme. A las cinco y media ya estaba en disposición de salir a caminar. Me puse toda la ropa que tenía; el día anterior Pepe, el empleado del ayuntamiento que amablemente había venido a recogerme en su coche con su hijo Jorge, un espabilado criajo de cuatro años que ya se creía mayorcísimo, me había dicho que los charcos habían amanecido con un centímetro de hielo sobre su superficie. Así que con pasamontañas, guantes y todo lo demás me eché a la calle. No era tan feroz el lobo como lo pintan. Atravesé las calles silenciosas y me dirigí hacia el norte. Dos ruiseñores se interpelaban en las ramas de los árboles. 



Esta mañana echaba de menos al caballero andante. Para los que no habéis seguido este blog durante mi vuelta a España dos años atrás, recuerdo que cierto día de riguroso invierno me topé en el camino, las tierras salmantinas habían quedado cubiertas por una rigurosa nevada, con Ramón, un hombre con aspecto de cowboy de rostro enjuto y como salido de una de las películas de Clint Eastwood, con Ramón y su fiel caballo Vermell y Dop, su pastor alemán. Fue un encuentro agraciado. Con ellos recorrí la mitad de España a pie. En aquella época yo madrugaba exageradamente y empezaba mi camino mucho antes de que amaneciera mientras que Ramón lo hacía algo más tarde. Recuerdo ese invierno con agradecido cariño. Mi larga caminata matinal por las frías tierras de Zamora, las lluvias del camino Norte, casi siempre el mismo guión. Ramón o terminaba alcanzándome en algún recoveco del camino, o quedábamos en algún lugar para comer. La tarde ya la solíamos caminar juntos. Hoy eran unas condiciones muy parecidas a la de algunos días de aquellas caminatas de dos hombres, un caballo y un perro atravesando la hermosa y fría tierra de España. El telón de fondo de los molinos de viento, el fortísimo vendaval todo el camino que hacía imposible que oyera mi novela, y las lomas una tras otra atravesando los campos dormidos y solitarios. Sí, eché de menos su calurosa compañía. Uno es un hombre solitario pero aprecia la amistad y la compañía como una joya cuando éstas rozan la epidermis de su aislamiento. 




La amabilidad del camino es tan desbordante en ocasiones que llega a suceder, como hoy, que al caminante-peregrino se le ponga cara de idiota y no sepa qué decir en un par de minutos. Había llegado a Alatoz pasado el mediodía y, mientras me tomaba un par de tónicas y miraba distraído por la ventana del bar, oí al barman que decía a mis espaldas: mira, ahí lo tienes, y me señalaba a un hombre fornido con una chaqueta de lana que circulaba en el mercadillo junto al puesto de frutas. Era Pedro Antonio, el encargado y dueño del albergue de peregrinos de Alatoz. Dejé la tónica y salí a encontrarme con él. Por cordialidad que no falte. Cuando uno llega a estos pueblos, como abandonados en medio de, así lo siente el caminante, la ventosa soledad del campo, de la rigurosa formación de los pequeños ejércitos de almendros en flor que adornan el paisaje bajo la tutela, casi siempre muy cercana, de los parsimoniosos molinos de viento y, ya apenas entrado en el pueblo, se encuentra como recibido por un lejano primo que te hace los parabienes de rigor con los brazos abiertos y se constituye por arte de birlibirloque en la persona que puede atender cualquier necesidad que te pueda surgir ahora o en los días próximos; cuando pasan estas cosas uno se siente tan en su casa, tan reconfortado que le nace la tentación de abandonarla y dedicarse a vivir por los caminos del apóstol de la concha. Bueno, bueno, no exageremos, no vaya a ser que mi hortelana y madre de mis hijos se mosquee y le de un arranque de celos relacionado con los hospitaleros y hospitaleras que velan por el bienestar de los peregrinos. 



Después de una charleta con Pedro Antonio frente a unas cervezas donde hicimos honor al camino y a los peregrinos que lo recorren, nos despedimos, comí y poco más tarde, tras el turamisú y el café salí a la luz cegadora que vestía las fachadas encaladas de Alatoz. Debía llamar a Felisa, la hospitalera que me llevaría hasta el albergue, pero no podía hacerlo porque Orange no tenía cobertura en el pueblo, no importaba allí mismo estaba ella como caída del cielo esperándome, como si algún angelito se lo hubiera susurrado al oído. Cosa de magia. Subimos hacia la parte alta del pueblo, dejamos atrás la iglesia, entramos en el albergue. Todo muy excesivo para un rústico caminante como un servidor. Felisa es la cordialidad en persona. Gracias desde aquí a los dos, Pedro Antonio, por vuestra hospitalidad. 



Me adormecí después de la comida más que por efecto de la digestión por el sonsonete y cosquilleo del sillón de masaje que Pedro Antonio había instalado en el flamante salón de su albergue. Sí, me quedé sopa, nunca había probado un invento parecido, que yo desde mi idiota rusticidad había considerado una vez que lo vi en Ikea, como un moblaje un tanto pijo, pero, maravilla de las maravillas, cuando aquello empezó a masajearme los riñones, la espalda, las piernas, el gustirrinín y la sensación de bienestar fue tal de quedar profundamente dormido durante dos horas. Ayer mismo yo hacía defensa de mi ligero equipaje, seis kilos con los que andar por el mundo me parecía el no va más de mi atrevimiento. Hoy, después de sestear en el sillón masajeante de Pedro Antonio casi caigo en tentación de comprarme un sillón de esos y añadirlo a mi equipaje; lo podría colocar encima de mi mochila y llegar hasta Santiago con él. Sería un tantico pesado pero... joder, qué gusto terminar la jornada de peregrinaje y despacharme una siesta en el sillón mientras me masajea mi dolida espalda. Y como soy dado a los inventos caseros y me gusta dormir en el campo también podría aprovechar para echarme una de esas consabidas siestas que tanto me gustan bajo la sombra de un pino o un olivo; sólo tendría que cargar además con una alfombrilla solar que suministrarse energía a mi sillón de campaña. Si, un poco pesado sí podría a ser, pero ¿podéis imaginar lo que sería la siesta del peregrino en pleno campo con este invento? Y eso sin contar el cante que iba a dar el espectáculo de un peregrino cargando un sillón. Seguro que si propongo algo así a los fabricantes de estos artilugios seguro que aceptan promocionarme el entero peregrinaje. 

La noche se echó encima casi sin darme cuenta. Es hora de pasarme por el restaurante para dar cuenta de mi cena. 





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