Girasole, Cerdeña, 11 de junio de 2015

Mirando el Mediterráneo a la sombra de un quejigo, azul, diluido en una calina de calor, inmenso hacia levante, es fácil pensar en sus primeros navegantes y sus ires y venires por sus aguas. Virgilio y Homero se encargaron en sus obras de dejarnos una mezcla de realidad y ficción que ha entusiasmado a lo largo de los siglos a millones de lectores, las comilonas con sus monstruosas barbacoas en cualquier playa que les pillara a mano, las competiciones atléticas, los apasionados amores, como los de Dido y Eneas, las innumerables aventuras de Odiseo, las trampas del mar y sus habitantes a la vuelta a de cualquier esquina, el canto de las sirenas camuflando la muerte entre los acantilados para los incautos que se dejaran seducir por su canto, la guerra de Troya que Homero imaginó como una ciudad enorme y que cuando estuvimos allí, sobre la costa oriental turca, resultó una ridícula fortaleza poco más grande que el salón de mi casa. Que los dioses fueran propicios para alimentar la imaginación de Homero es una de las grandes suertes que nos cupo a las generaciones futuras. Ahora, frente al mar de una mañana de primavera, junto al cantarín chapoteo de una fuente es agradable recordar todo aquello, todos los esfuerzos por liberar a Helena de las manos de Príamo, el ir y venir de los dioses y sus juergas eróticas sobre nubes en donde crecían el jacinto y la fresca hierba mientras Héctor, Aquiles, Patroclo, Paris se partían la crisma sobre los campos de Troya donde los caballos lloraban; ah, que bellos aquellos versos que describen el llanto de los caballos. ¿Quien podía imaginar llorando a los caballos que no fueran extremosos amantes de ellos? Y recuerdo sin más a mi amiga Montse de Barcelona o a Ramón cuando dábamos la vuelta a España, ese momento en que Vermell no podía ya más con una artrosis de caballo, naturalmente, viejo y cansado, y en cuya circunstancia, sobre los molinos de viento de Sos del Rey Católico, Ramón a toda costa se prometía, aunque tuviera que esperar un mes a que se repusiera, terminar su vuelta a la Península; recuerdo en mí entonces, ante sus emotivas palabras, queriendo terminar su periplo a España con su perro y su caballo un grado de emoción que hacía que se me vidriaran los ojos. Antes de conocer a Ramón o a Montse nunca hubiera imaginado que un caballo pudiera suscitar sentimientos cercanos a los que se tienen por una amante. Así que ¿cómo no comprender a Homero ante el espectáculo de sus dueños muertos en el campo de batalla de Troya?
No, no me voy del tema, el espléndido mar que tengo ante mi vista después de una discreta marcha no sólo es enorme acumulación de agua, es sobre todo esta mañana la vida y las aventuras de los primitivos griegos y la voz de sus poetas, acaso aventuras menos dolorosas y difíciles que lo que tiene ante sí actualmente Alexis Tsipras frente a la Troika. De parecida manera a cómo años atrás la cercanía del estrecho de Magallanes me sugirió un emotivo homenaje a aquellos navegantes extremeños en la soledad de los fiordos helados del sur de Chile, hoy, amén de un bello recorrido por la costa, tengo de propina el emotivo reencuentro con mis viejas lecturas de los clásicos.
Habíamos puesto el despertador a las cinco y media con la intención de empezar a caminar con las primeras luces del alba, pero no tuvimos en cuenta que nos habíamos desplazado hacia el este cientos de kilómetros, de lo que resultó que a esta hora ya casi apuntaban los rayos del sol frente al balcón de nuestra habitación. Después de Girasole una estrecha carretera trepa por las montañas para descender más tarde hasta las orillas del mar, un abrupto rincón presidido por un enorme peñasco que se hunde en el mar y que me sirve para hacer las primeras tomas del día. Un sendero bien atrezzado bordea una costa accidentada sobre la que se yerguen un par de montañas calcáreas con respetables paredes de color ferruginoso. A mitad de camino tropezamos con un abundante arroyo. La temperatura es agradable y el paseo resulta delicioso, no podíamos haber encontrado mejor sendero para este principio de viaje.
Una anécdota antes de cerrar la crónica de hoy. La imagen de nuestra gata en la ventana de Victoria esperando como Godot la llegada de alguien con quien arrumacarse es algo emocionante. A la gata, que acostumbraba a dormir en la cama de Victoria, la última noche le habíamos cerrado el acceso a la casa, así que a la mañana siguiente nos la encontramos haciendo guardia esperando a que su ama le abriera la ventana. En esa misma posición se la encontró la persona que cuida la casa día días después. ¡Pobre Bartola si supieras que su ama se ha ido de pingo por una larguísima temporada. Y es que ese amor es recíproco, no hay cosa que más le haya preocupado a Victoria cuando proyectábamos este viaje que la cercanía de su gata o su nieta Ainara. La imagen del gato sobre el alféizar de la ventana es recurrente hoy en nuestros pensamientos.
Un restaurante junto al mar y una larga siesta a la sombra de unos pinos cierran mi crónica de hoy.

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