En Avakas Gorge, Chipre


Polis Chrysochou, Chipre, 12 de julio de 2015

En Avakas Gorge.
Entramos en nuestro apartamento de hoy, una amplia sala con cocina y cuarto de baño; en la habitación reina una agradable media penumbra que corta la luz de sol con gruesas cortinas.  Y entonces va mi chica, después de trajinar por aquí y por allí como quien toma posesión de su nueva casa, y dice, después de andar probando todos los interruptores que encuentra: oye. ¿te has fijado que esto apenas tiene luz? Levanto la vista y me la encuentro como un ciego tras su bastón intentando no tropezar con las sillas, la mesa o la cama. La miro y descubro que lleva puestas sus oscurisimas gafas de sol. Pero, tía, ¿por qué no pruebas a quitarte las gafas de sol a ver si ves las cosas con más claridad? Y continuó con lo que estaba haciendo. Un rato más tarde va y me vuelve a hacer la misma pregunta en diferentes términos. La miro. Todavía lleva las gafas de sol puestas. Ha olvidado quitárselas. No sé si me está tomando el pelo. Pero no, habla en serio, sólo que cuando le hice la observación debía de estar pensando en el Aquiles con que se tropezó el otro día en uno de los hoteles y naturalmente no se enteró de nada. No sé yo, no sé yo si vamos a terminar juntos este largo viaje. Es lo primero que nos dijo la farmacéutica del pueblo cuando le hablamos de nuestro proyecto: ¿pero vais a resistir juntos tanto tiempo? Los clientes de la farmacia, que eran unos cuantos aquella mañana y seguían la conversación de nuestro periplo con interés, soltaron una carcajada. Es algo que uno que tenga mucha experiencia de años de convivencia con su pareja no dejará de hacer notar. Y en mi caso todavía más, un tío algo raro de aficiones solitarias no deja de ser un enigma para una larga convivencia en donde tu pareja casi nunca está lejos de ti más allá de dos o tres metros. Y es que el viajero ya no cree en esas amantísimas parejas en las que ni un miserable desencuentro se produce. Así que plenamente de acuerdo con la farmacéutica, jefe. En un libro que leí el pasado invierno, en donde un canadiense y un sueco pasan el invierno cazando en lugares remotos de río Mackenzie en el norte de Alaska, teniendo como hábitat una cabaña de pocos metros cuadrados, el autor habla del llamado mal de cabaña ampliamente, un mal conocido en aquellas latitudes y que cuando se manifiesta hace que la convivencia sea insoportable. Sin aparentes razones entonces todo lo que hace el otro se transforma en odioso para su compañero suscitando su ira. Los que se ven obligados a convivir en extremas condiciones de frío y soledad en reducidos espacios es una lección que tienen que llevar aprendida para prevenir cuando los síntomas se presentan. No creo que la vida en pareja este exenta, al menos en determinado grado, de esta suerte de "enfermedad", de ahí que uno tienda a curarse en salud cuidando los detalles, y si es posible utilizando el sentido del humor cuando empiezan los cucudrulos a asomar la cabeza en la superficie del río, generalmente con la primera bobada de turno. Anoche ya nos reímos montón cuando por enésima vez vino a decirme que los mosquitos, como nos había dicho determinada hotelera, sólo pican al atardecer, cuando todo el mundo sabe de noches en blanco por culpa de mosquitos mierderos que no han parado de picarnos durante horas o zumban a nuestro alrededor a lo largo de toda la noche; cosa que me repetía a diario sin que yo dijera ni mu hasta anoche, que tuve que decirle que era muy crédula y que cada tarde del viaje venía diciéndome lo mismo desde hacía dos semanas. Hasta ahora algo me fastidiaba pero guardaba silencio. Así que anoche se lo casqué. Pensé que se iba a enfadar, pero no, fue brava y consecuente, actuó inteligentemente e hizo lo que tenía que hacer, contestar con humor; actuó como antídoto. Ahora desde anoche ya lo decimos los dos: "no, no hace falta repelente porque como ha dicho la señora de aquel hotel...", etc, y ello aunque haya mogollón de mosquitos. Y nos reímos un tanto de nuestras respectivas manías. El mal de cabaña no va a poder con nosotros y por lo tanto pensamos salir indemnes de esta prueba, pese a los ronquidos de ella, claro, porque yo no ronco, aunque ella, no faltaría más, dice que ronco como un toro.  Como es moneda común que los tíos tengamos siempre razón, algo que confirma la historia de la humanidad, incluyendo al misógino San Pablo al que por cierto echaron a patadas de esta isla; pues eso, que tenga yo razón o no la cosa marcha gracias al sentido del humor, a la experiencia y a otras muchas razones que no es procedente reseñar aquí; cuarenta años de buena convivencia son muchos años. Mi hortelana se ha convertido desde hace mucho en mi compañera de viaje, no en exclusividad, claro, que eso de la exclusividad es una enfermedad contra la que estamos vacunados en nuestra casa, y pensamos llegar sanos y salvos al final del mismo se prolongue éste uno, dos años o el tiempo que sea.
Parece que hoy la hubiera tomado con la hortelana. Pues razones haylas como para casi todas las cosas, y es que la hortelana cumplió ayer años y algo la tenía que regalar y no se me ocurrió otra cosa que escribir algunas líneas sobre nosotros en vez de relatar nuestra magnífica caminata de hoy por Avakas Gorge; decidí hablar de esa proeza que estamos cumpliendo ambos de haber emprendido tan larga aventura atados el uno al otro por una presencia ininterrumpida. Hay gente que no sabe vivir sin la presencia continuada de otros, de su pareja. No es nuestro caso, las personas nos podemos querer sin vivir la empalagosa y continuada presencia del otro. Creo además que es algo favorable; pequeñas separaciones ayudan a crear también la expectativa del reencuentro. La amistad, el cariño, el amor necesitan de la distancia para renovarse y profundizarse.
Si algún día aterrizáis por Chipre no dejéis de incluir la travesía de Avakas Gorge en vuestro itinerario. De nuevo aparece aquí el E4, ese itinerario europeo del que ya he hablado otras veces, que nace en el sur de España y atraviesa Europa hasta Creta; eso creía, que sucede que tras recorrer esta última isla el E4 se sumerge cual Poseidón en el Egeo para salir a tierra en la lejana Chipre, que también atravesará. Hoy recorría el magnífico barranco de Avakas. Y si podéis dormir en una playa cercana para poder empezar a caminar antes del alba, mejor; os ahorraréis un calor fenomenal y os podréis deleitar caminando entre los farallones siempre cubiertos de grandes ejemplares de adelfas, lentiscos, cipreses y, en lo más profundo, pequeños helechos que buscan el agua en los esquivos y umbríos rincones. Siete horas nos llevó atravesar la garganta y alcanzar el pequeño pueblo de Pano Arodes, donde por ser domingo no había ningún autobús que nos devolviera a Paphos. Pero ah, la hospitalidad y la amabilidad chipriota estaban velando por nosotros como aquellos dioses que en el Olimpo se hacían cargo de argivos, aqueos o troyanos según sus personajes gustos. No habían pasado más de unos minutos que anduviéramos indagando por el paradero del autobús cuando tropezamos con un amabilísimo vecino que antes de seguir adelante con lo del autobús nos sirvió grandes cantidades de agua fresquita en las crateras con que se saciaba la sed de los atrevidos peregrinos del pasado. Y más conociendo que llevábamos desde las cinco de la mañana caminando desde la orilla del mar. Allí estaba ya el vecino comunicándose por teléfono con el alcalde para averiguar el asunto del autobús, que realmente no había por ser domingo. Lo que no fue problema porque Christo, nuestro anfitrión, se ofreció de inmediato a llevarnos en su coche a un pueblo cercano donde sí pasaba el bus. "Aquí mi esposa", una norteamericana que conoció en Londres, "aquí (el nombre del perro en griego, que no pudimos retener)" . En fin, como amigos de toda la vida. Y en el trayecto hablar de Europa: "Grecia caput, España caput, Portugal caput, Europe caput, Alemania, pam, pam, pam...". En castellano: Alemania: cabrones. Nos despedimos efusivamente en la parada del autobús. 

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