Tayikistán, atravesando la cordillera de Zerasfshan

Dushanbe, Tayikistán, 23 de septiembre de 2015

Las primeras nieves han dejado un manto blanco sobre las montañas que tenemos que atravesar. Saliendo de Istaravshan, al sur, nos sorprende el espectáculo de altas montañas bajo el algodonoso telaje de una reciente nevada. Hace tanto tiempo que no vemos montañas, las últimas fueron al otro lado del mar Caspio, que me siento como niño ante este novedoso espectáculo. Sí, ¿qué tendrán las montañas? En total son doscientos sesenta kilómetros pero se calcula un viaje para diez horas. Imaginamos qué vendrá más tarde tras esta carretera tan correctamente asfaltada frente a la cual desfila un tropel de montañas que presumo sobrepasan los cuatro mil metros. Viajamos en el mismo vehículo dos mujeres, una de ellas con un niño pequeño, dos hombres y Victoria y yo, a ello hay que sumar un abultado y heterogéneo equipaje, algunos melones, uno de los cuales ocupa la mitad de mi habitáculo de pasajero y un bien número de bolsas de manzanas que los viajeros irán comprando durante el camino a los vendedores apostados en la carretera, en este país una parte grande de los productos agrícolas que se venden en la cuneta. El viaje es agradable, éste es el tipo de trayectos que a mí me gusta, le comento a Victoria, el mundo, uno agreste y como en los confines del planeta, atravesando tras la ventanilla de un coche. Antes de introducirnos en los profundos valles de la cordillera de Zerafshan paramos a comer en un pequeño oasis donde es posible tomar una comida elemental a base de fideos, patatas, zanahorias y un poco carne. Un cuenco hasta el borde y el consabido té. Los cuartos de baño han desaparecido sustituidos por una pequeña habitación ubicada a un centenar de metros que esencialmente consiste en un agujero en el hormigón del suelo. Aquello algunos lo han dejado hecho una guarrería pero no parece la norma. Fuera, junto a un gran barreño donde corre el agua procedente de un manantial, hay media docena de pequeñas regaderas de plástico. Allí donde fueres haz lo que vieres. Cada paisano que se se dirigía al baño llenaba su regadera y desaparecía en su interior. No, no usan papel por aquí, en ese sentido son más limpios que nosotros, aunque también es cierto que dos días atrás buscando papel higiénico en el bazar no encontramos otra cosa que rollos de papel de "lija". Así que no me extraña, ante la opción de limpiarse el culo con papel de lija y usar el agua corriente como alternativa es lógico pensar que prefieran el agua al papel. Cuando salen les ves meticulosamente lavándose las manos y dejando la regadera llena para el siguiente viajero. Yo creo que una de las razones por la que algunos viajamos consiste en conocer cómo es la vida cotidiana de la gente, sus hábitos, sus costumbres sociales, las fiestas, las ceremonias, cómo y qué comen, en que emplean sus horas de ocio y desde luego sus hábitos higiénicos.

Tras la comida y ya bastante arriba de un desfiladero, a la salida de una curva nos topamos con el tráfico interrumpido, una larguísima cola de camiones y algunos coches cortaban el paso. Enfrente, al otro lado del río en un alto, todos los vecinos de un pequeña aldea se encontraban sentados contemplando un espectáculo que nosotros no alcanzábamos a ver. Un tumulto de gente ocupaba la calzada más adelante. Cuando abandonamos el coche enseguida apareció delante de nosotros a lo lejos la forma de una enorme grúa. Atravesando la carretera de parte a parte yacían patas arriba los restos de un camión. En aquel momento la grúa trabajaba intentando abrir un espacio en la cabina del camión para extraer el cadáver del conductor. Los rostros de los espectadores eran una mezcla de curiosidad y respeto. Tres o cuatro policías entre la concurrencia miraban el espectáculo como cualquier otro más. El cadáver fue metido en una manta y llevado por un grupo de hombres a uno de los coches. La grúa no tardó en echar a un lado los restos del camión. Tres o cuatro hombres de los viajeros asumieron totalmente la responsabilidad de arreglar todo aquello mientras un centenar de mirones, entre ellos los policías de un coche patrulla y tres uniformados, con las manos en los bolsillos se limitaban a mirar. Cuando se restableció el tráfico, algo bastante complicado porque se habían formado dos filas de vehículos enfrentados en sentido contrario, eran también tres o cuatro paisanos los que deshicieron aquel embrollo.

El poco asfalto que pudiera quedar en la carretera había desaparecido hacia rato y ahora rodábamos inmersos en una nube de polvo. El tráfico era intenso en ambos sentidos y mirando al fondo, sobre la falda de las montañas, en la línea de nieve podía seguirse el tránsito de los vehículos por las trazas de polvo que cortaban horizontalmente la ladera. Estábamos a dos mil seiscientos metros y la carretera subía y subía en largos bucles en medio de un paisaje agreste coronado de montañas nevadas. Al viajero esto es lo que le gusta, los renqueos del todo terreno, la hostia con el río corriendo al fondo y que te quita el hipo cuando no más te imaginas lo que puede suceder si esto o si lo otro. El borde de los precipicios más que otra cosa son lugares siempre muy propios para la meditación. Un pequeño deslizamiento, un reventón y kaput ya la palmaste, más o menos como el cadáver de media hora atrás, que dio un cabezazo de sueño y de golpe saltó de la vida a ser materia orgánica inerte. Tus proyectos, tus sueños, tus preocupaciones volaron todos de un golpe.

Más arriba, el camión que llevábamos delante parecía que fuera a explotar de un momento a otro, junto al polvo que levantaba, el humo que desprendía el motor y el ruido como aquejados los cilindros de una agonía pronto a fenemecer parecía que estuviéramos asistiendo al final de la vida de un monstruo hecho de hierros y rugir de motor. No parecía que el collado quedara lejos pero estaba seguro de que se camión, era chino, reventaría antes de llegar allí. Cuando le sobrepasamos, envueltos en una nube impenetrable, parecía un fantasma en pena.

Y de pronto... guauuu, el collado, otra enorme cordillera de cuatromiles se alzaba frente a nosotros. Y nuestro taxista que tenía prisa el tío, que parecía no querer parar a contemplar aquella maravilla. Stop, pictures, stop... la vehemencia con que se lo dije fue suficiente para que se resignara a parar el coche. Estábamos a tres mil trescientos metros. Aquello no podía ser otra cosa que los preliminares de las montañas del Pamir.

Había fotografiado todo el frente sur, esa magnífica ristra de cumbres heladas separadas por la entalladura del valle que habríamos de descender a continuación y me dirigía a la vertiente opuesta por la que habíamos ascendido para hacer algunas tomas, cuando un bocinazo me sacó del status de fotógrafo para alertarme dé que se me estaba viniendo un camión encima. Efectivamente, el elefante de hierro que habíamos dejado atrás y al que yo había condenado prematuramente al cementerio había tocado cumbre en el collado y se aprestaba con nueva fuerza a emprender un vertiginoso descenso envuelto en su nube de humo y polvo. Parecía un Prometeo emergiendo de una nube camino del Olimpo.

Alfred Hitchcock mantenía que una película no debía competir nunca con las premuras de la vejiga de la orina, que él situaba en torno a una hora y media. Algo parecido pasa con la escritura, no te pases de las mil palabras, y estas ya son muchas, que más allá de eso no te lee absolutamente nadie. Yo he pasado sobradamente las mil doscientas palabras, así que por hoy se acabó el cuento. Tres horas más y llegaríamos a destino, Dushanbe, la capital de Tayikistán.


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