En el volcán Cawah Ijen, Java

En el volcán Cawah Ijen, Java, Indonesia, 12 de enero de 2016

Se parecía a una de mis habituales noches de caminar en la oscuridad para llegar a alguna cumbre al amanecer, se parecía, pero no era lo mismo, la acumulación de gente, y cuando se camina de noche tres son multitud, un nutrido grupo de gente procedente de todo el mundo, apaga los ruidos de la noche y espanta a los enanitos o cualseanse los seres oníricos que pueblan los montes o las fauces de los volcanes, aunque aun así no habría sido difícil que apareciera por allí Belcebú, tan endemoniadamente olía a azufre por los alrededores. De haber subido solo las laderas del volcán seguro que me había montado una película de miedo con aquella escenografía de humos y llamas que envolvía la profundidad del cráter. Pero no había manera, una veintena de bullangueros madrugadores impedían imaginarse tras las rendijas de la noche un infierno siquiera como el de Wody Allen en Todo lo que tenías que saber sobre el sexo. Cuán gritan esos malditos, leche. Demasiado ruido en aquella plena oscuridad, incluido el mercadeo del alquiler de máscaras de gas, que no sabíamos si era una de tantas cosas que venden en este país, poco les falta para vender el puro aire, o si iban de coña y nos tomaban el pelo, pero que dada la situación, el humo que inundaba el interior del cráter, las llamas azules del fondo, mejor era alquilarlarla, a fin de cuenta cinco euritos podían hacernos un buen apaño allá abajo. No era cosa de bajar a los infiernos a pelo, y menos sin una atractiva compañía como la de un Virgilio, como le sucediera a Dante en la Divina Comedia cuando descendiera a los infiernos.

Ahora mejor comenzar por el principio. La primera sorpresa nada más bajarnos del coche poco antes de las dos de la mañan fue encontrarnos un cielo estrellado como no lo habíamos visto en mucho tiempo. Las constelaciones estaban algo descolocadas como consecuencia de nuestro desplazamiento al sur del planeta, pero totalmente reconocibles. Orión brillaba intensísimo, pero en vez de estar en posición erguida como debe estarlo cualquier cazador de arco que se preste, se encontraba tumbado como una parturienta a punto de parir, el carcaj apuntaba al cielo como una picha en erección y uno de los canes había desaparecido bajo el horizonte. Aldebarán en el lado opuesto ocupaba el frente del camino, mientras que la Osa Mayor, también un tanto vagoneta ella, se encontraba repantigada sobre el horizonte como sumida en un profundo sueño. En la oscuridad se nos había presentado “el guía”, que respondía al nombre de Alí. No se veía ni pijo así que no llegamos a ver su rostro. No le volveríamos a “ver” hasta un par de horas después, un rato que se ocupó personalmente de nosotros llamándonos papi y mami, cuando ya descendíamos al fondo del cráter. Nada más comenzar a caminar aparecíamos como un grupo coherente subiendo unos junto a otros como escolares de excursión cogiditos de la mano, pero aquello no duró más de un cuarto de hora, entre los que se quedaban atrás, los que se paraban a fumar y los que subían como quien se come el mundo, pero que minutos después te volvías a encontrar echando el bofe, terminamos entendiendo que mejor nos mimetizábamos en la noche y subíamos por nuestra cuenta lo más alejados posible del cotarro en que nos habíamos vistos obligados a insertarnos. 

La noche estaba cojonudamente bonita, un cielo de cuento por arriba y, por abajo, un mar de estrellas que se extendían hasta el océano, todas las luces de los pueblos de los alrededores sembrando el llano que poco a poco fue alejándose mientras nosotros ganábamos altura. Algo parecido a cuando subes a la Maliciosa o la Peñota de noche para ver amanecer en la cumbre. Magnifico silencio, magnífica oscuridad que, subiendo por un camino de lava negra, acrecentaba una extraña sensación de estar ascendiendo por medio de una nada de brea. Porque sí, la linterna, salvo raras excepciones, estaba totalmente prohibida. Cosa de jugar a darse un porrazo de muerte y de romperse los dientes contra una roca, pero es que uno es así de gilipollas, le gusta estar continuamente a punto de pegarse un gran porrazo o caer rodando por el abismo. ¡Pobre Victoria!, cuánto tiene que aguantar las excentricidades de este lunático. 
Bueno, pues el lunático y la hortelana, y pese a la oscuridad de betún, superaron los casi ochocientos metros de desnivel que les separaba del labio del cráter en un periquete.  En este tipo de excursiones nunca puedes estar seguro de qué quieren hacer contigo, dónde pretenden llevarte o cómo coño se va a desarrollar la jornada. Así que bajamos unos pocos metros por la otra ladera, donde había alguna gente del país y miramos. El panorama: Todo tan oscuro como dos horas atrás, bajo nosotros, en lo hondo, lucecitas que se movían como en un belén navideño, más allá, llamas azules y verdes y sobre todo una espesa humareda que subía hacia el cielo. No sabíamos cómo continuaba la película, pero aquello imponía un poco porque la pendiente era respetable. Nos iríamos enterando poco a poco. Todo aquel follón de luces procedían de trabajadores que extraían grandes bloques de azufre de las profundidades; la línea de hormigas que subían hacia donde nosotros estábamos eran porteadores que cargaban el azufre para sacarlo del cráter. Después de un buen rato llegó Alí y nos indicó que deberíamos alquilar una máscara de gas, porque abajo podían ser peligrosas las emanaciones. Él no llevaba ninguna, ni tampoco los trabajadores. Se lo dije. Es que ellos estaban acostumbrados. Ya habíamos tenído la noche anterior y la mañana siguiente algún altercado a raíz del precio de las cosas con el conductor del grupo y, como no queríamos seguir dando la nota aceptamos alquilar las dichosas máscaras. Yo soy muy burro para estas cosas, a veces basta que me digan que tengo que hacer esto para que yo haga lo contrario, más o menos como contaba aquel navarrico que para meter a trescientos navarricos en un seiscientos lo que hacía era arengarlos diciéndoles que ni se les ocurriera meterse allí, que el espacio no era suficiente; lo que provocaba que el seiscientos estuviera al completo con los trescientos en un santiamén. Mami, papi, everything okay?, decía Alí de tanto en tanto en las revueltas de un estrecho sendero que descendía a pico en la oscuridad. Al poco empezamos a cruzarnos con los porteadores del azufre que subían cargando sobre las espaldas dos grandes cestos unidos por una ancha plancha de bambú. Esas eran las luciérnagas. 

El paisaje era un tanto dantesco, uno podía imaginarse cualquier cosa allí en lo hondo; esas llamas azules en mitad de la noche llamaban especialmente la atención. Más adelante cada poco teníamos que echarnos a un lado para dejar pasar a algunos de los porteadores que subían con cara de extenuación por las revueltas del camino. Tras un descenso de algo más de doscientos metros de desnivel el camino se remansó junto a una inmensa columna de humo. ¡Quién sabe a estas alturas dónde andaba nuestro guía! Se había esfumado. Decidimos explorar los alrededores de la columna de humo y echamos manos a las mascarillas de gas. Aquello realmente era espectacular pero nada agradable; atravesamos unos tablones que salvaban un río y en la otra parte intentamos acercanos a unas rocas tras las cuales parecían centellear las llamas azules. Una primera bocanada de humo, puro azufre, nos dio de golpe en el rostro y nos hizo entornar los ojos que acusaron el escozor de las emanaciones del ácido. No nos atrevimos a ir mucho más allá. Dos o tres operarios se ocupaban en las cercanías de romper con una maza en pedazos grandes rocas de azufre mientras tosían alarmantemente: no llevaban ningún tipo de mascarilla, uno se tapaba la boca con un pañuelo. En el camino de regreso  Victoria hablaría con uno de ellos, que se había parado junto al camino a aliviar su tos, y al preguntarle por la razón de no llevar mascarilla, la sencilla respuesta que dio es que si quería mascarilla tenía que comprársela y que no tenía dinero para ella. El trabajo de esta gente es subir haciendo viajes de cuarenta kilos o vaya usted a saber cuántos, aquello yo no era capaz de moverlo, hasta el labio del cráter para después, con unos pequeños carritos, bajar los ochocientos metros de desnivel hasta la entrada al parque. Eso es todo, llegar abajo, descargar las rocas y volver a subir los ochocientos metros, dejar el carrito, descender hasta el fondo del cráter, cargar otros cuarenta o cincuenta kilos, volver a subir los doscientos cincuenta metros de desnivel, bajar ochocientos con todas las rocas y tras un corto descanso vuelta a empezar. Por un sueldo de... ni idea, pero que no da para comprarse unas sencillas mascarillas de gas. ¡Joder!, lo dura que es la vida de cierta gente. 
Según fue avanzando la madrugada, ya con una línea crecida de luz sobre el borde del cráter, el espectáculo se fue haciendo más intenso. Subimos hacia una prominencia tras la cual la humareda era intensa y donde veíamos algún grupo de gente. Amanecía desganadamente cuando nos asomamos al promontorio. El espectáculo era totalmente nuevo para nosotros, lo más cercano que conocimos habían sido las fumarolas del desierto de Atacama,  a más de cuatro mil metros, una madrugada de muchos grados bajo cero, que paseamos por un valle en donde los géiseres aparecían por aquí y por allá formando una superficie lunar de pequeños pocillos donde el agua hervía y dejaba a su alrededor formas aleatorias de sales que podrían haber creado algún bello cuadro de Zóbel, por ejemplo. El color verde amarillento de las grandes rocas de donde se elevaba la masa de humo era de una belleza extraordinaria que mi cámara, sorprendida y deslumbrada por la excepcionalidad de la situación y las sutilezas de los tonos, no fue capaz de recoger. Quien mire las fotos que piense que todo era mucho más hermoso que los pixeles de mi Nikon pudieron plasmar. Aunque me peleé por un rato con los factores de la temperatura de color, fue imposible.

Las moles de verde fosforito humeantes hacían señales a mi cámara y cuando ésta ajustaba la exposición y el zoom, aquellas se reían de ella y sólo dejaban en el fondo de mi máquina un lejano destello de este somnoliento volcán, que pese a su actividad, parece roncar desde hace siglos, convertido así de gran y terrorífico señor de los infiernos a ser un pequeño pasatiempo de viajeros y un generoso abuelete que da de comer a unas cuantas familias de los alrededores que se dedican a rascarle la tripa sacándole las costras de su antiguo calor ahora convertidas en azufre. 

También encontraríamos más arriba, ahora con el sol dorando las cosas del mundo, bellos planos de colores esparcidos por las laderas, primero en nuestros ascenso, después durante el largo y tranquilo descenso por las laderas del volcán ahora dorado por la luz ambarina de las primeras luces de la mañana. 




















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