El sabor de la cerveza

 Bangkok, Thailandia, 12 de mayo de 2016

Regalo este post a mi amigo Santiago Pino, en honor a nuestro mutuo amor por la montaña y a nuestra rigurosa afición por la cerveza.

Esto de que uno pueda admirarse de situaciones, de personas, de asuntos que se le cruzan por delante, ayer de una convergencia política, hoy de un hombre que escala en solitario paredes de setecientos metros rigurosamente verticales y sin ninguna clase de seguro, es una suerte de lotería que de una forma u otra no tienes más narices que celebrar. Uno, al que su propia mediocridad le espanta a veces, y por supuesto la de otros muchos con los que se tropieza aquí o allá, en la calle o en las redes sociales, se llena de sana envidia en estos casos. Cuando una profunda admiración me sorprende a mitad de camino de cualquier tarea, siempre noto que mi pecho rezuma bienestar; admirar a alguien o el cómo se ha resuelto un conflicto de intereses -en definitiva una admiración por las personas que consiguieron resolver el conflicto- puede llegar a producirme un vago placer no exento por añadidura de una pizca de sentimiento de minusvalía. En lo que me supera suele haber una altura de valores, capacidades o disponibilidad que están lejos de mi mano alcanzar, pero que me hubiera gustado tratar de conseguir.

Por el contrario, cuando me encuentro como ayer en las redes sociales un cartelito en letras de molde de varios centímetros de alto que dice: “A la mierda las segundas oportunidades, la gente no cambia ni cambiará…”, no tengo más remedio que sentirme un rey tuerto en un mundo de ciegos.

De mi admiración por la convergencia política ya hablé estos días. La de hoy está provocada por mi encuentro con la historia de un joven norteamericano, Alex Honnod, de treinta y un años. En los cientos de veces que he pasado bajo enormes paredes de granito o caliza en mis andanzas por los Alpes mirando hacia arriba e intentando trazar con la imaginación un fantástico itinerario de escalada, o queriendo descubrir esta o aquella conocida ruta, generalmente con los dientes largos, siempre me apremió un sentimiento de impotencia que aún sigue dando señales de vida en momentos como hoy. Aún recuerdo lleno de rubor algunas semanas que pasé en mis años de escalada dándole vueltas a la posibilidad de escalar en solitario la Sur y la Este de El Pájaro en la Pedriza. Tenía tantas ganas… pero cada vez que me ponía a ello de sólo pensarlo me temblaban las piernas. Leía en algunas revistas o libros cómo se comía aquello de escalar en solitario, llegué incluso a hacer un pequeño ensayo, pero… Cuando por entonces Gerardo Blázquez al que con tanto cariño recuerdo, uno de los pocos que escalaban en solitario en aquellos tiempos, nos explicaba cómo había escalado a pelo la pared de la Pique Longue, yo no daba crédito a mis oídos. Nada, decía, fui a cruzar la rimaya y se me cayó la maza al fondo de la grieta de hielo, así que no me quedó más remedio que seguir escalando con lo puesto y sin ninguna clase de seguro. Y lo contaba con tal naturalidad que hacía pensar en la poquita cosa que eras tú. De la misma manera flirteé en otras ocasiones con escalar el espolón central Croz de los Grandes Jorasses. Mis limitaciones como escalador tocaron techo superando la fisura Knubel de alguna de las agujas de Chamonix o el espolón de la Brenva en el Mont Blanc. Hice bonitas cosas en los Alpes con Mayayo, Moisés, Castaño o Fulgencio Casado y María López Carmona pero, como en tantas cosas mi mediocridad me dejó definitivamente fuera de juego para una de esas grandes o medianas aventuras. Por eso, cuando camino, miles de kilómetros bajo tantas montañas, siempre lo hago acompañado por un cierto sentimiento de medianía que pese a todo no me resulta del todo desagradable. Son cosas que incentivan la humildad.

Y está claro que no me preocupa en absoluto ningún tipo de notoriedad, es un asunto muy personal el que me aguijonea. Es el convencimiento de que más allá, en los pilares de las Dolomitas, en los couloirs, en los atrevidos itinerarios que recorren las paredes de los Alpes, se encuentra la vida más plena que uno puede desear. El reto, el desafío, la superación del miedo, el encuentro magnífico contigo mismo, la plenitud que da experimentar tu fuerza y tu capacidad de decisión en una aventura difícil es tan espléndida, tan hermosa, tan…  Razón de ello da un amigo de René Demaison. Lo he contado en otro lugar, lo vuelvo a relatar aquí. La cita es de uno de sus libros, “Le forze della montagna”. René Demaison y su compañero Jack Batkin se habían comprometido en escalar por primera vez en invierno el espolón Croz de las Grandes Jorasses un mes de febrero poco propicio. Una semana de intensa escalada, un enorme tormenta, sufrimientos incalculables, la pasión de escalar una gran pared en las peores condiciones. Llegaron a la cumbre. Después de aquello Jack Batkin dejó de escalar por una larga temporada. En el verano siguiente se encontraba sentado en una terraza de una cervecería de Chamonix bebiendo un vaso de agua y menta, cuando un amigo se le acercó; éste le pregunta: ¿No escalas más, Jack?. "No", responde. "Ho fatto un viaggio talmente grande alle Grandes Jorasses con René, quest'inverno adesso no faccio niente, lo rivivo". Ecco, ahora lo revivo. Actos de una vida cargados de belleza y plenitud que será propio revivirlos durante años. Ahora uno se puede beber una gran jarra de cerveza mientras contempla las aventuras de su vida, sin embargo el sabor de esa cerveza ciertamente no será el mismo si se la bebe Demaison, su amigo Batkin o Alex Honnod que si te la bebes tú, yo, quiero decir.

Subir una pared de extrema dificultad de setecientos metros con la sola compañía de una bolsa de magnesio en la cintura supera en tantas miles de veces cualquier hipotético sueño que pudiéramos haber tenido a nuestros veinte años, que no es posible otra cosa que rendir nuestra más sentida admiración a estos héroes modernos; igual que esas dos horas y veinticuatro minutos que empleó Ueli Steck en escalar en solitario la pared norte del Eiger. Igual que estos días atrás Carlos Soria alcanzando la cumbre del Annapurna a sus setenta y siete tacos. Ahí queda para nuestra admiración como ejemplo del arrojo de los hombres de hoy junto al de tiempos pasados el relato de la primera ascensión también del Annapurna en el inolvidable libro de Maurice Herzog, “Annapurna, primer ocho mil. La gran aventura”.


Por cierto, si tenéis interés podéis ver los videos de Alex Honnod y leer el artículo aquí
http://deportes.elpais.com/deportes/2016/05/11/actualidad/1462983680_997461.html


Carlos Soria en el Annapurna 

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