Ascensión al Tongariro

Parque Nacional de Tongariro, Nueva Zelanda,  25 de febrero de 2016
Me había despertado a las tres de la mañana y quedé desvelado; me sucede con frecuencia cuando la excursión que nos espera requiere levantarse pronto. Me asomé al ventanuco de nuestra tienda pero todo estaba oscuro, el cielo era una mancha de sucio negro que la luz de la luna llena no lograba alterar. A las cuatro y media sonó el despertador. Pensé que era inutil levantarse para caminar entre la niebla. Volvimos a poner el despertador, esta vez a las seis. No había cambios a esta hora. Sólo tuvimos que vestirnos y poner en marcha el coche. Empezó a clarear media hora más tarde mientras el coche ascendía en medio de la niebla por una pista de macadán. Y de repente, plas, el velo de la niebla se descorrió y frente a nosotros aparecieron las siluetas de las montañas como fantasmas que azuzaran a las nubes mientras se quitan las legañas de los ojos. Obviamente hubo que parar para tratar de recoger el instante en el cuarto oscuro de nuestras cámaras. Un largo fular de niebla recorría las laderas del volcán que teníamos delante, el monte Ngauruhoe; a su derecha, rodeado de neveros desperezaba el volcán Ruapehu que tiene una actividad discreta y que de vez en cuando suelta alguna sonora ventosidad acompañada de fuegos artificiales. Nadie se opone a que usted intente subir a su cima pero algunos cartelitos ya lo advierten, si le pilla a usted subiendo corra cuesta abajo todo lo que den de sí sus piernas. También su compañero, el Ngauruhoe tiene una discreta actividad. Nosotros, como somos ya añosos y no nos gustan los sustos excesivamente decidiríamos subir a la menos sospechosa de las tres montañas que se levantaban delante de nosotros, el monte Tongariro.
No tardaríamos en descubrir que estábamos en la ruta de montaña más popular de Nueva Zelanda, el Tongariro Alpine Crossing Track que atraviesa toda la zona volcánica del Parque Nacional descendiendo por un valle situado al norte del macizo. Una marcha de unas ocho horas. Apenas habíamos caminado media hora cuando la agitación del parking se hizo multitudinaria  con la concurrencia de un montón de autocares. Habíamos barajado la posibilidad de hacer este track en su totalidad pero nos encontramos con un problema de comunicación. No teníamos modo de volver de nuevo al parking donde habíamos dejado el coche. El misterio de los autocares nos lo aclararán más tarde dos mozas a las que preguntamos. Los autocares dejaban al personal en un valle y lo recogían en el otro extremo del recorrido.
La desolación de los paisajes volcánicos es uno de los grandes atractivos que ofrecen a los que los atraviesan. La ascensión, no obstante, después de que hubiera desaparecido la niebla y las nubes se hubieran retirado como en una resaca a formar parte del mar de nubes que dejábamos a nuestras espaldas, pasó, superado el gran repecho que nos dejaría junto a un lago pintado de delicados ocres al modo de algunas pinturas de Tapies, a convertirse en un delicado muestrario de formas, colores y luces que hacía brincar de placer a mi Nikon que, de yacer adormilada en el macuto después de que los volcanes se desvistieran de su pijama de leche, dio un respingo sobresaltada por lo que estaba viendo cuando asomó los ojos por uno de los bolsillos del macuto. Joder con la tía, para tío para, me gritaba a voz en grito, para y sácame de aquí mastuerzo, ¿no ves las mil maravillas que están despertando alrededor?
Mi querida Nikon, que ya me acompaña como si de un nuevo amor se tratara desde los tiempos de nuestro paso por Asia Central, la jodía se ha hecho tan sensible a la belleza que ya puedes ir en barco, avión o medio adormilado en un autobús o pensando en las musarañas o en alguna chica bonita con la que me tropecé días atrás, que cuando ella ve algo que le llama la atención se pone a vibrar como una loca y no queda tranquila hasta que le he abierto el diafragma una docena de veces. Hoy no será una docena, hoy serán centenares, tantas que la pobre quedó exhausta al final de la excursión al punto de acabar con la batería. De ahí ya no asomó la cabeza en todo el camino de vuelta, se durmió como una bendita en el bolsillo de mi macuto después del trabajo a que la sometí.
Primero fue una especie de meseta de delicado color canela salpicada de rocas de colores cálidos, fuego, hierro, motas de carmín, destellos de azul, todo ello sobre el manto del barro café con leche que terminaba abruptamente contra la caprichosa anarquía de los oscuros bloques de lava. La luz también jugaba un papel importante, había asomado por el collado de enfrente y vestía todo aquel mundo con las primicias de los matices del alba.
Después fue ir recogiendo de aquí y allá detalles que andaban dispersos por el suelo y las laderas esperando que mi amiga se fijara en la combinación de sus colores, la profundidad de sus matices, el contraste de su luz o su forma, así hasta llegar al siguiente collado donde la desolación volvió a convertirse en señora de la mañana sólo aliviada por las encendidas formas de la lava del primer plano.
Desde el collado, allá abajo, junto al lago, podía verse una larguísima fila de hormigas multicolores. Una enorme masa humana que los autocares habían depositado entre los brezos como si aquello fuera el desembarco de Normandía. ¡Todos al asalto! De menuda nos habíamos librado. Si llegamos media hora más tarde nos traiga la multitud. De todo, niños, adolescentes y chillonas adolescentas, jóvenes, tipos despistados en calzón corto con un viento y un frío que pelaba, mujeres mayores, señoras gordas con aspecto de cajeras de supermercado, abuelas, de todo, hasta con un grupo del Navi nos encontramos en la bajada protegiendose del viento tras unas rocas, compartiendo peladillas y contando chascarrillos; allí andaba Martín organizando el cotarro y contando las peripecias hospitalarias de los últimos días mientras otros se metían con Podemos o miraban a su alrededor sin saber qué hacer con las mondas de las naranjas en un país donde hasta para hacer pipí en el monte tienen montados unos limpios e higiénicos servicios. Sí, señor, nada de ir dejando cagaditas por el monte, así de limpio es este país.
Mogollón de gente. Pero menos mal que hasta el collado y poco más. Más arriba, tras las cadenas y unos cables que ayudaban a superar algunos tramos delicados, la riada se dirigía al lago Esmeralda continuando el Crossing Alpine Track mientras nosotros tomábamos la dirección de la cumbre del Tongariro. El viento te tiraba y el frío era respetable pero como en este país cada uno va como quiere y a nadie llama la atención ningún tipo de lo que en el nuestro llamaríamos excentricidad, algunos paisanos más subían tranquilamente, más o menos, con camiseta de manga corta y las piernas al aire. Pasé junto a un señor de algo más de setenta años que vestía unos pantalones cortos y una camiseta celebrando cierta famosa carrera de veinticuatro horas. No pude resistir al pasar junto a él decirle algo parecido a: vaya calor que hace, ¿eh? Sonrió livianamente, me temo que no se lo tomó muy a bien.
Bueno, y más allá la concurrida cumbre y casi la dificultad para encontrar un sitio para sentarte. La niebla envolvía la cima, pero en algún momento tuvo la gentileza de retirarse un poco para que nos diera tiempo a hacernos la foto de rigor.
Por cierto, lo olvidaba. Tengo una deuda con Tolkien. Hace un par de docenas de años pasé una larga temporada totalmente atrapado entre alguno de sus libros; primero fue El Hobbit y más tarde El Señor de los anillos. Larga y dichosa temporada de la cual lo único que recuerdo precisamente es la lectura de esos libros. No he visto la película: pecata minuta. Hace semanas que me propongo verla a la primera oportunidad, y hoy con mucha más razón, ya que una parte de la película ha sido rodada precisamente en los parajes que hoy hemos recorrido.

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