Ascensión al volcán Taranaki

Egmont National Park, Nueva Zelanda isla norte, 21 de febrero de 2016

Hoy tuve una ininterrumpida charla llegándome a los oídos durante una parte de nuestra ascensión al volcán Taranaki. La charla provenía de tres jóvenes neozelandesas que pese a lo empinado del camino, los requiebros, los grandes pedruscos que subir, no dejaron de hablar ni un solo minuto. No, no era molesto, todo lo contrario. La charla era en un inglés un tanto cerrado del que apenas podía sacar nada en limpio, así que lo que realmente me llegaba era la sonoridad de una desenfadada charla femenina que mis oídos recibían con parecido gusto al parloteo que se traen varios instrumentos en un cuarteto para cuerda con el añadido que lo femenino aportaba a mis sentidos, abiertos esta mañana a una contemplación que desde poco después de las cuatro de la mañana se hallaba dispuesta y sensibilizada a recibir ese puñado de impresiones que llegan al caminante procedentes del silencio, la noche,  un magnífico cielo estrellado, la espesura del bosque, y cuando ya hubo amanecido y el mar de nubes a nuestros pies había colmado de bienestar mi ánimo y mis ojos, fue cuando la charla de ese trío femenino que nos seguía ocupó mi atención. Muchachas en flor más o menos. No entendía yo bien por qué me deleitaba tanto el sonido de aquella cháchara. Y recordaba a Proust, ese permanente enamorado de lo femenino que durante cientos de páginas no hace otra cosa que explorar y dar forma a sensaciones e impresiones que desde su temprana adolescencia ocuparon su atención con una penetración y una fuerza tal de llegar a hacer con ellas una de las más grandes obras de la literatura universal. Hablo, claro está, de En busca del tiempo perdido. Pero como no creo que Proust escribiera todo aquello en tiempo real sino que imagino que lo haría décadas después de los hechos, lo que me preguntaba era cómo alguien en quien se secaron tiempo atrás impresiones y sentimientos era capaz de hacer revivir un mundo con esa fuerza, las muchachas en flor, el sabor de la magdalena, cierta cantante, su estancia de Belvez, y especialmente su relación con Albertina y la señora de Guermantes.

Lo que me sugería la charla de estas tres muchachas, que tan gustosamente recibían mis oídos durante la ascensión al volcán Taranaki, mientras el cielo se llenaba con el bello espectáculo del amanecer, era la posibilidad de que las sensaciones, a diferencia de los hechos de la memoria, son muy reacias a desaparecer de nuestro espíritu, y la sensaciones relacionadas con la feminidad todavía menos, que pareciera que vivieran en nosotros durantes décadas y décadas sin perder un ápice de su primer momento en que empezamos a fijarnos en la mujer como un ser destinado a ocupar nuestros sueños y nuestros anhelos por el resto de nuestros días. ¿Quién no recuerda con especial devoción el primer roce con un cuerpo femenino, los primeros encuentros, los sueños imposibles, el temblor de nuestras manos acercándose al fruto prohibido, las cándidas caricias de la adolescencia?

El poder que tiene lo femenino, y dejando aparte por una vez todo lo relacionado con el sexo y su capacidad de suscitar alucinaciones, es algo difícil de explicar incluso teniendo en cuenta a Darwin y al imperativo que persigue a todo ser vivo de reproducirse, es de una fuerza tan, cómo decir, ¿no sería adecuado emplear la palabra sobrenatural?, tan profundamente persistente que cuesta ordenar su idea dentro de un ordenamiento racional. Quizás por ello más valdría olvidarse de los porqués y atenerse a los hechos, seguir enamorándose, seguir haciendo poesía y música, o sencillamente, como esta madrugada, no perder oportunidad para seguir deleitándose con el sonido de las voces o el perfume que viene de todo aquello que la feminidad es capaz de suscitar en la hipófisis y en los sentidos.

¿Por qué no aceptar que toda experiencia vital puede tener tantos componentes, estar hecha de elementos concomitantes que sea prácticamente imposible dar cuenta de ella sin perder una parte sustancial de la misma? Ahora, después de llevar un rato escribiendo voy y digo: venga, escribamos la crónica del día. Como ya he dicho tantas veces que este blog no es específicamente un diario de viaje, ni yo mismo sé lo que es, no tendría por qué estar obligado a contar nada en especial; sin embargo voy a hacer el esfuerzo, aunque sólo sea para que cuando lea estas líneas dentro de unos años sepa localizar en un paisaje a esos sueños de mujer que me persiguen de por vida. Así que empiezo: Eran cerca de las cinco de la mañana cuando sonó el despertador. Como teníamos vecinos cerca de nuestra tienda ni siquiera encendimos la linterna para recoger nuestro campamento; sólo el suave ronronear de nuestro coche durante un par de minutos pudo perturbar el sueño de los otros acampados. Diez minutos de coche nos dejaron a pie del camino. El cielo era un hermoso escenario donde las estrellas brillaban intensamente. La luna se había ocultado hacía un rato y fue imposible caminar la primera media hora sin linterna. Teníamos por delante mil cuatrocientos metros de desnivel y no sabíamos lo que nos encontraríamos antes de llegar a la cumbre. Cuando empezó a amanecer una pequeña fila de montañas se perfiló por levante sobre un extensísimo mar de nubes. Fue poco después que oímos voces y se unió a nuestro grupo aquel divertido trío de muchachas que no paraban de hablar en ningún momento. Después de los primeros quinientos metros lo que era una cómoda senda se convierte en un estrecho sendero que poco a poco cogerá inclinación hasta tropezarse con las primeras laderas de pedreras que se convertirán más tarde en lo más trabajoso de la ascensión, uno de esos lugares en que das un paso para adelante y dos para atrás. Para entonces los caminantes, hoy es domingo, empezaron a aparecer por todos los lados. Había algunos que debían de haber comemzado su ascensión a las doce de la noche. Desde el principio del camino podíamos ver las luces de sus linternas evolucionando en la cercanía de la cumbre. En el final de las pedreras ya nos cruzamos con los más madrugadores que venían de vuelta. A Victoria se le había empezado a atragantar ese continuo dar con la nariz en el suelo como consecuencia de los resbalones. Poco después de llegar a la roca firme se encontraba muy cansada, quizás le dolía la rodilla más de lo debido, no lo sé; el caso es que decidió que de allí no pasaba. Me lo tomé a mal, pese a los resbalones había superado los mil metros de desnivel con mucha soltura, la veía bastante entera, pero… en fin, allí se quedó, fue imposible convencerla.

Lo que siguió fueron pequeñas trepadas sobre roca firme amenizadas con bancos de niebla que empezaban a ocupar toda la ladera. Más arriba arreció el viento, la niebla ocupó definitivamente la ladera y ya fue un aislamiento total. Separado de otros grupos por una considerable distancia quedé aislado en medio de la nada. En algún momento perdí de vista los palos que señalizaban la ruta; me costó volver a encontrarlos. Cercano a la cumbre me encontré con un grupo que me advirtió de que al doblar el espolón que precedía la cumbre, después de atravesar un nevero, el viento soplaba muy fuerte y el frío era considerable. Después de un pasaje un tanto expuesto bajé al nevero y me encontré con grandes bloques de roca entre la niebla, sobre los cuales debía de estar la cumbre. Nadie por aquí, nadie por allá y los palos habían desaparecido. Consideré la situación, estar solo en situaciones así a mi no me invita precisamente a crearme complicaciones. Decidí dar por terminada mi ascensión cincuenta metros bajo la cumbre. Cuando ya regresaba oí voces, se abrió la niebla algo y vi a tres que bajaban de la cima, pero ya no me animé a dar la vuelta para pisar la cumbre. Tampoco me hacía gracia que Victoria se hubiera quedado sola en un lugar que con niebla podría ser complicado encontrar.

Llegamos muy cansados abajo. Hoy haremos la noche en el mismo lugar, un recoleto prado rodeado por uno de esos bellos y apretados bosques que pueblan estas islas.

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