El Kings Canyon y la Ayer';s Rock (Uluru)

Junto a Yulara, Australia Central, 24 de marzo de 2016
Las cinco de la mañana. Amanece pasadas las siete pero todavía nos separan más de cien kilómetros del Kings Canyon, así que arriba. Además si se nos hace tarde el calor nos asfixiaría. En el cielo una luna gorda como un queso nos acompañará en la solitaria carretera. Hoy disminuidos la velocidad, no pasamos de ochenta, tenemos miedo de que se nos atraviese en la carretera uno de esos enormes canguros rojos que hemos visto estos días espachurraos en el asfalto cada pocos kilómetros.
Estamos en uno de los lugares señeros del turismo de este país. Los turistas llegan desde Sydney a Alice Springs en avión, los recoge un autobús y los lleva al Kings Canyon y a la Ayer's Rock
el Urulu de los aborígenes, la gran roca roja que yace en el centro del desierto como reclamo teológico para que cada cual haga de la misma la representación mistérica de una creencia que para unos puede ser la llegada de las lluvias en años de hambruna y para otros la reencarnación del espíritu de algún remoto dios. Consecuencia: cuando llegamos al final de la pista, con el cielo rosado del amanecer apuntando en el horizonte el aparcamiento ya está copado de turistas y autobuses.
Apenas empleamos unos minutos en desayunar. Ahora el objetivo es dejar atrás de inmediato toda la barahunda internacional que ya ha empezado a escalar las primeras pendientes del desfiladero. Llegar al silencio. Es una lástima pero es así, no hay manera de disfrutar de la naturaleza si te ves atrapado en la masa de los grupos que los tours organizados pasean por todos los rincones del planeta dignos de ser visitados. Así que una vez más pies para qué os quiero, que decía aquella mi novia de metro y medio. Cuando llegamos al labio superior, después de adelantar acaso un centenar y medio de turistas de todas las edades y de todos los continentes de este mundo, ya podemos respirar tranquilos. El sol ha levantado de la ardiente llanura y dora la piedra roja de los acantilados que sobresalen de la negrura del cañón.
El paisaje es espectacular, una joya en un desierto en donde apenas algún cerro perdido sobresale de la inmensa llanura. Grandes bloques de compacta arenisca roja que desgajados por una enorme hendidura central se asoman a las oscuras fauces en cuyo fondo el agua negra empieza a reflejar trazos de ese fuego con que las altas peñas han empezado a iluminarse.
Los días no dan para mucho. La excursión de la mañana se prolongó hasta el mediodía, un largo recorrido por todo el cañón. Después volvimos a la carretera, el deposito de la gasolina amagó durante más de veinte kilómetros con quedar exhausto en mitad de este desierto, nos vimos poniendo velas a todas las vírgenes que recordábamos de nuestra infancia, y por fin, no sabemos si por gracia de una virgen o por puñetera casualidad llegamos incólumes al oasis en donde una vieja gasolinera de hace medio siglo gurjitó suficiente gasolina para llenar nuestro deposito. Ya sólo nos quedaba encontrar una sombra para comer y echar la obligada siesta. Por cierto, ole con el nene, ¡logré dormir la siesta en medio de un mosqueo considerable!, eso sí, con el mosquitero de cabeza en su sitio.
Como todavía teníamos que hacer casi un centenar de kilómetros rumbo al oeste y el sol empezaba a declinar no hubo más remedio que echarse a la carretera de nuevo antes de que aquel nos hiciera la puñeta a ras del horizonte. Además, teníamos una cita obligada para aquella misma tarde, estaba despejado y no nos queríamos perder el crepúsculo sobre el motivo de nuestra peregrinación, el Ayer's Rock.
El tiempo empezó a arreciar cuando vimos que el sol hoy corría más deprisa de lo esperado y nos íbamos a quedar sin el gran espectáculo. Hicimos los y últimos kilómetros con el bofe fuera. El Uluru había aparecido ante nuestra vista tras las colinas hermoso y señorial con sus mejores ropas para la fiesta del crepúsculo y nosotros no llegábamos. Dale, corre, coño que no llegamos; al fin embocamos en el aparcamiento de la contemplación. No pude aparcar el coche, lo dejé en cualquier sitio, había una pequeña multitud cámara en mano asistiendo al pleno del momento. Tuve que volver, no había apagado el motor. Trepé a una mesa donde había otro contemplador-fotógrafo cosiendo el atardecer sobre el Uluru y al fin mi cámara y yo pudimos dar rienda suelta a nuestro gozo de dejar testimonio del momento en el recinto oscuro de la reflex. Tengo la sensación de que muchas veces cuenta tanto más que el espectáculo al que queremos asistir el deseo de realizar cierta fotografía, captar cierto ambiente, ciertos colores que sólo aparecen en la escasa brevedad de unos minutos, como fue el caso hoy. Creo que tendremos que volver un día de estos, esta vez algo más ungidos por el encanto, el misterio, la historia del lugar. Hoy no hubo manera. De golpe nos encontramos en medio de un numerisísimo grupo de turistas ante un espectáculo que requería cuanto menos un poco de soledad. Volveremos
En el Parque Nacional está taxativamente prohibido dormir y se estaba haciendo de noche, así que tuvimos que apresurarnos a buscar un sitio tranquilo. Habíamos sondeado la posibilidad de un camping de pago cercano, pero: ¡horror!, nosotros somos gente salvaje y chapada a la antigua y no gustamos de tanto pedigrí como pudimos contemplar desde el coche. Largo, fuera, a buscar un lugar junto a los canguros, los cuervos, los lagartos o las culebras. Estas son nuestras mejores compañías, y la soledad y las estrellas y la luna y los grillos cantando alrededor de nuestro campamento sobre la tierra roja. Dimos con un lugar precioso alejado de la carretera diez o quince kilómetros de camino en dirección levante.
Cenamos, leemos, escribimos, hacemos algunas fotos nocturnas bajo la luz de la luna lunera cascabelera. Es tiempo de irse a la cama. 

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