Ascensión al Mount Bogong

Mount Beauty, Estado de Victoria, Australia, 17 de marzo de 2016

Esta mañana el silencio es total, ni pájaros ni cacatúas, nada. de madrugada sólo me tropiezo con un canguro que andaba despistado por el bosque y que no se ha dado cuenta de mi presencia hasta el último momento, lo que le ha obligado a darse una carrerita precipitada para encontrar refugio entre los helechos. También se cruzó en mi camino una culebra color ceniza. De vez en cuando el perfume de los eucaliptos levanta en alguna revuelta por unos minutos.
Estamos en el estado de Victoria, en los llamados Alpes Australianos, el Alpine National Park, un no muy extenso conjunto de montañas, montañas de vacas como las llamábamos nosotros en los tiempos heroicos cuando con cierto sentido de arrogancia nos referíamos a estas montañas como el lugar adecuado para los domingueros. Montañas de vacas con extensos bosques donde los eucaliptos crecen como espectaculares señores por todos los lados. Paréntesis. Le pregunto a Victoria por cuántos hombres con los brazos extendidos serán necesarios para abrazar el árbol junto al que estamos sentados. Y me levanto y voy a medirlo: cinco hombres, o mujeres que pal caso lo mismo da, que no nos vamos a pegar por eso. Fin del paréntesis.
La montaña que he elegido para mi excursión de hoy se llama Mount Bogong y es la más alta del Estado. No es una gran montaña pero el desnivel que hay que superar no es para desdeñarlo, mil quinientos metros, una buena pateada, que diría el amigo Manuel Coronado desde Merida. Hoy la hortelana se ha quedado en el campamento base, quizás anda a la caza de simpatizar con algún compi yogui, como su prima Leticia, que ronde por el campamento. Por este país aparecen tantas Victorias, empezando por el nombre del Estado que visitamos, que no me extrañaría que se sintiese identificada con alguno de esos personajes que en algún momento rodearon a la Corona Británica, no en vano alguno de sus antepasados recalaron durante mucho tiempo en la isla de Jersey. Su hermano Kike anda indagando en el árbol genealógico de la familia y de momento ya ha encontrado un diputado; lo mismo en el futuro descubre que mi señora esposa tiene sangre azul. Esa si que iba a ser gorda y no como la Leticia, por cierto que sería interesante saber cómo y en que circunstancias se encontró con ese su compi yogui López Madrid, y no como la Leticia, que de simple pareja del que fue profe de literatura de mi hijo Guille, pasó como si fuera un acto de transustanciación de bóbilis bóbilis a tener la sangre azul.
Bien, sigamos con la cuesta que si no a este paso no llego a la cumbre. A mitad de camino, los australianos, que son muy cucos, aunque hicieran unas extraordinarias matanzas entre los aborígenes cuando invadieron esta tierra, se han hecho, imitando a sus antepasados, los súbditos de las Corona Británica, tan finos que no hay lugar donde puedas tomarte una tortilla que no tenga unos servicios al lado. Y en este caso no sólo, también un pequeño refugio, que ellos llaman cabañas, hut en inglés, habilitado con estufa y combustible. Por cierto que hay que recordar que ser finos no quita para que esta gente, ingleses y australianos, fueran unos auténticos salvajes; los ingleses acabaron con la revolución de los Cipayos en la India, atando a las bocas de sus cañones a una buena cantidad de revolucionarios y prendiendo después la mecha. Quien tenga imaginación que trate de pensar qué pudo resultar de aquello. A mí me suele hacer mucha gracia la gente fina, gente de corbata y chaqueta que se puede poner ciega a mariscos sin mancharse la punta de los dedos pero que puede inundar el mundo de sangre con la misma indiferencia con que se cepilla los dientes. Olvidamos con mucha frecuencia que estos finolis y sus adláteres, llegado el caso, pueden segar la vida de millón y medio de iraníes, hacer jabón con dos millones de judíos o fumigar Vietnam con napalm. La facilidad con que consiguen hacer olvidar a los habitantes de este planeta sus crímenes es tan asombrosa que uno duda de que la historia sea tan sólo un sueño. Así que atentos cuando os encontraréis con respetables señores de gobiernos de ahora o del pasado a los que vuestra inclinación de buenos ciudadanos puede confundir con gente honorable. Ahí tenemos en España al señor Aznar coautor del genocidio iraní fresco como una lechuga, gran señor de la política, pero con las manos llenas de sangre, u otros que las tienen manchadas de cal viva, como recordaba Iglesias hace días.
Pues eso, que estos mismos señores que pudifican el país montando estos lugares de acampada libre, este refugio con el que me he tropezado, tan majos ellos , que reciban un aplauso; pero que quede también claro cuáles fueron sus principios. Quien usurpa tierras y asesina debe cargar con el estigma durante cientos de años. Ahí tenemos también a Alemania, la educada e higiénica Alemania y sus cien millones de muertos con la apariencia de civilización última versión y además tocándole los huevos a los griegos y la resto de Europa.
Jo, gran esfuerzo el mío, a este paso no llego a la cumbre. Recuerdo que lo que estoy tratando de hacer es llegar a la cumbre de Mount Bogong. Ayer, mientras conducía, Victoria me leyó un fragmento del libro de Kerouac en el que a Sal, el protagonista, que no se corta un pelo para meterse en fregaos, en determinado momento le regalan una entrada para ir a la ópera. Se representaba Fidelio, la obra de Beethoven. Nuestro protagonista, de apariencia ruda, trotamundos y catador no habitual de drogas, llora durante la representación, la emoción le deja el alma semilicuada. Total, que enseguida quise yo escuchar Fidelio, por ver si me alcanzaba también un poco de esa emoción. Ya se sabe que la emoción ni se compra ni se vende, pero se le puede allanar el camino, así que dicho y hecho, sacó el ipod, lo conectó al dispositivo de música del coche y dio al play. Pero no, no funcionó, la obertura tiene unos altibajos tan fuertes que era imposible seguir la obra; para oír las partes más bajas tenías que poner a tope el volumen y de golpe aquello subía por las nubes, ya se sabe como las juega Beethoven cuando pone a trabajar a toda la orquesta a pleno pulmón, y había que bajar el volumen. Tarea imposible. Así que mientras superaba el final del bosque de eucaliptos pensé en escuchar Fidelio. No me duró cinco minutos la audición. Estaba claro que no era una música para oír caminando tampoco.
Como la música no funcionaba sustituí ésta con la cámara fotográfica. Los últimos eucaliptos y la desnuda blancura de unos árboles pequeños y secos que cubrían la ladera me sirvieron de motivo. Después me crucé con un numeroso grupo de chicos y chicas que bajaban de la cumbre. El cielo, que hasta ese momento despejado con una azul de esos que gusta a Tiépolo pintar sobre las cabezas de sus vírgenes, se empezó a llenar de bellas nubes blancas, que también fue necesario fotografiar.
Quince minutos más tarde remontaba la última parte de la pendiente cuando una voz femenina rompió el silencio con su voz atiplada: ¡Setenta metros a la cumbre del Mount Bogong! Ja, la lista... La aplicación de OruxMaps que uso para caminar por el mundo es tan educada que tenía la amabilidad de anunciarme que ya estaba a tiro de piedra de la cumbre. Todavía siguió dándome el parte cada diez metros, hasta que llegamos a la mismísima cumbre. Entonces se calló.

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