En el Ku-Ring-Gay National Park

Blue Mountain National Park, Sydney, 14 de marzo de 2016


Yo pensaba que un ecalipto era un eucalipto y basta; eso hasta hoy. Hoy puedo decir que entre los más bellos ejemplares de árboles que conozco sin lugar a duda voy a tener que colocar a los eucaliptos; que no son uno como antes pensaba sino una buena familia. Nos habíamos sumergido en los bosques de Ku-Ring-Gay Chase National Park temprano después de hacer un centenar de kilómetros junto a la costa más al norte, y nada más caminar unos centenares de metros ya hubo que sacar precipitadamente la cámara. La niebla subía lentamente hacia las alturas pero aún así dejaba en los bajíos una luz intemporal por medio de la cual discurría una senda que descendía hacía uno de los fiordos del parque. La humedad hace de estos lugares un magnífico escenario de apretada vegetación donde grandes y musculosos ejemplares de eucaliptos aparecen como distinguidos señores del bosque que lucieran con su elegancia y robustez una especie de aristocracia arbórea entre sus congéneres. Sus arrugas, la textura de su piel rojiza, gris o azulina, su porte descomunal, el modo como se aferran a la vida creciendo sobre las rocas, engulléndolas a veces, la caprichosa forma de sus corpulentas ramas, sus sangriento cuerpo a veces supurando esencias ocres que resbalan por su corteza componiendo un lienzo de tonalidades violentas, son hoy nuestro motivo de atención. Hay que pararse cada dos por tres para contemplar aquellos hermosos ejemplares que se elevan por encima del bosque con la arrogancia de quien se siente por encima del resto de los seres vivos del lugar. El uña y carne que debería dar título a este post y que más tarde cambié, se lo debo a uno de esos enormes ejemplares que no pudiendo largarse a otro sitio para crecer un día decide hacerse uña y carne con las rocas, se acerca a ella, la abraza, se funde con la roca hasta el punto en que uno no sabe dónde comienzan y terminan los límites de ambos. Seres vivos e inertes aparecen como ejemplares únicos en el paisaje de piedra y bosque. Algunos ejemplares de eucaliptos muestran una desproporcionada musculatura que desde el cielo de sus ramas semejan el cuerpo desproporcionado del Saturno devorando a su hijo, de Goya.

Fue una caminata de cuatro o cinco horas que mantuvo muy activa a mi cámara fotográfica. Por el camino, viendo la cantidad de motivos cuya armonía, color, textura, belleza, llamaban a cada momento mi atención, y la sensación de agrado que ello me producía, me preguntaba si no debería hablarse de un nexo importante entre lo que llamamos arte y algunas manifestaciones de la naturaleza. Atribuimos el hecho artístico a la creación del hombre y le atribuimos en sustancia magnitud artística cuando la obra es capaz de producir en nosotros alguna clase de emoción. Si yo me hubiera dedicado esta mañana a recolectar todos aquellos motivos que por una razón u otra me gustaban, o incluso me llegaban a emocionar, y los hubiera aislado de manera independiente en forma de cuadros, esculturas, composiciones, de modo que otras personas pudieran contemplarlos ¿no tendríamos un muestrario extraordinario de obras de arte?

Que los críticos y los especialistas en la materia digan esto o lo otro y establezcan delimitaciones y salvedades para hacer del arte solamente eso que cualquiera entiende por arte, no debería preocuparnos en exceso. Todo amante de la naturaleza sabe que la Naturaleza, entre otras muchas cosas, es el mayor y más espléndido museo que existe. Por otra parte quizás una de las cosas que tenga de buena la educación artística sea precisamente la capacidad que tiene de sensibilizar nuestros sentidos para captar las armonías y la belleza del entorno natural más fácilmente. Trasladar del arte a la Naturaleza los conceptos de armonía, composición, textura, forma, color, fondo, motivo principal, ayudan a disfrutarla de una manera mucho más consciente tanto en los grandes detalles como en aquellos otros que yacen semiocultos entre musgos, líquenes, rocas o las luces y las sombras de un bosque que despereza en la calina de la madrugada. Y recuerdo aquí lo obtuso que era yo en mis primeros años de actividad montañera cuando todo paisaje que no fueran montañas hacía imposible una emoción en mí, y cómo con el tiempo, y acaso de la mano de escritores como Machado y también con lo que fui aprendiendo mirando a través del objetivo de una reflex y sus resultados sobre las películas de Kodakcrome, lentamente fui descubriendo los colores de Castilla, la adustez de nuestras tierras, las tonalidades del mar, las acuarelas que se escondían delicadas y frágiles en los líquenes que poblaban las rocas, en las venteadas olas de los trigales que agitaban el llano castellano.

Hace un momento mi chica, la hortelana, me leyó su último post que escribiera ayer tarde mientras yo me dedicaba a un larguísimo diálogo con las estrellas de este país, que muchas son las nuestras, pero que aparecen bocabajo y brillan endemoniadamente cada noche alrededor del ancho camino de leche que cruza el cielo. Mi chica me leyó, decía, y resulta que lo que oigo me suena a material robado, algo así como si yo tuviera la disposición a escribir sobre algo y me encontrara que alguien me está pisando el terreno, siendo que hasta ahora pareciera que estuviera pensando que yo tenía la exclusiva. Paréntesis. Guauu, cuán gritan estos malditos. Sí, atardece y después de ver jugar durante un rato a los canguros, que no lo hacen muy diferentemente a nosotros, por cierto, ahora le toca el turno a las aves que están llenando el aire con tantos gritos y graznidos de hacer pensar que si no se callan un poco esta noche no va a haber quien duerma ni siquiera con tapones. Así de escandalosas son. De armonioso nada que chillan como un centenar de niños berreando  agarrados al carrito de Alcampo porque su mami no les compra alguno de los antojos. Cierro paréntesis. Sí, a nuestro itinerar por Australia, que ya había bien comenzado de la experta mano del escritor y viajero Bruce Chatwin, ayer mismo se le ha añadido Jack Kerouac que Victoria con la voz cálida de la amante de los libros lee en alto mientras nuestro automóvil devora kilómetros a lo largo de la Costa Este. Ella lo cuenta en su blog Noches de luna. Y yo por tanto deberé hacerlo en otro instante. Sólo señalar que esta parte de nuestro viaje se está convirtiendo en otra cosa, que los muchos kilómetros por delante nos van a obligar a largas horas de coche y que acaso podamos hacer de ese entorno algo nuevo y atractivo. De momento ya alternamos la lectura de Kerouac con el jazz de aquella época, los años cincuenta, cuando el saxo de Charlie Parker y la trompeta de Mille Davis volvían locos a todo el mundo.

La noche se cierne sobre el lugar, un camping estatal a una treintena de kilómetros de Sydney en el Blue Mountain National Park que será nuestro campamento base para acceder a las montañas y a la ciudad. El ensordecedor canto de las aves da al entorno el aspecto de una lejana selva.

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