En el Mount Aspiring National Park

Lago Paringa, junto a Haast, 10 de febrero de 2016
Lo más llamativo de nuestro caminata de ayer fue la travesía del río Makarora a pie enjuto. A cien metros en la orilla opuesta una señal naranja indicaba el lugar de paso con el lacónico aserto de, lo veríamos más tarde, usted cruza el río bajo su propia responsabilidad. Para mayor información se indicaba que el río podía ser peligroso de atravesar y que cinco kilómetros más arriba había un puente. Tres neozelandeses de edad y una pareja joven de israelitas miraban la corriente del río cuando llegamos; tenían el aspecto de hacer tiempo para ver si había alguien que atravesara primero. No es que seamos expertos en cruzar ríos pero después de atravesar algunos en el Pamir aquello no parecía excesivamente complicado pese a que la corriente era respetable. Victoria y yo nos quedamos en paños menores, metimos nuestras cosas en el macuto y nos echamos al río mientras los neozelandeses y los israelitas nos observaban. Cuando el agua me llegó allí mismo tuve una pequeña duda porque la corriente venía fuerte pero seguí adelante. En el centro del río me volví a Victoria para recordarle que no moviera un pie sin tener firmemente asentados los bastones y el otro pie. Cuando yo estaba llegando a la otra orilla a ella el agua le llegaba casi al ombligo. Mi chica es una valiente. Una vez fuera del agua tuve que darme prisa porque si no no iba a llegar a hacer la obligada foto atravesando el río. En nuestra larga "vida conyugal" hemos atravesado ya ríos de todos los colores (algunos metafísicos y otros menos etéreos), caudalosos ríos en Alaska, Canadá, Kirguistán y Nepal que siempre dan un poco canguelo, pero que después de alcanzar la otra orilla te hacen sentirte de pm. De todos ellos los más empeñativos fueron uno en Nepal en el que nos metimos con mucho miedo a ver qué pasaba después de comprobar cómo la corriente arrastraba a un alemán doscientos metros río abajo cerca de la otra orilla. En aquella ocasión Victoria, el porteador y yo, agarrados unos a otros de los hombros, mientras Quique y Lucía nos observaban desde la orilla, formamos una piña con la convicción de que no había otro modo de atravesar aquello. Luego volvería el porteador a hacer la misma operación con Qique y Lucía. Fue duro aquello, la corriente era muy fuerte y las piedras irregulares amenazaban con que aquello terminara mal al primer descuido. Cuando el agua había sobrepasado los genitales, andábamos cerca de la mitad del río y la corriente era impetuosa, oímos unas voces que nos alertaban desde el camino. Tardamos en comprender que unos kilómetros más arriba había un puente colgante. Nos volvimos de inmediato. Niman, nuestro novato porteador se disculpó un tanto corrido. Era la primera vez que hacía aquella ruta. Nuestra otra riesgosa aventura fluvial fue en Pirineos, en el valle de Eriste. Allí el río no era ancho pero sí de corriente muy violenta. Usamos para atravesarlo la misma técnica que se usa para escalar. Sacamos la cuerda y en un largo de cuarenta metros salvamos aquella corriente que pocos metros más allá se precipitaba como una fiera ladera abajo.
Esta bien esto de la concomitancia de los recuerdos. Empiezas a narrar tu pequeña aventura matinal y de repente te encuentras en Alaska, Nepal o cualquier otra parte del mundo. La memoria es un extraordinario vehículo que te lleva de acá para allá del espacio y del tiempo sin pagar, además, un duro. La memoria como instrumento de placer es una maravilla. ¿Qué si no fuéramos capaces de recordar todas estas historias pasadas? Quizás algo de nuestra consistencia como personas venga sustentada precisamente por esta cosa de haber sido, haber estado, haber vivido. Un individuo sin memoria sólo tiene la tierra que pisa bajo sus pies, muy poca cosa.
El Young Valley forma parte de un conocido recorrido de tres días. De él solo haríamos la cuarta parte. El camino es una mullida alfombra de hojas que sortea un frondoso bosque de robustos árboles; acompaña la senda el cántico armonioso de algunos pájaros que fuimos incapaces de localizar en los diez minutos que dedicamos a inspeccionar las alturas. Atravesamos tres grandes praderías donde el viento agitaba el alto pasto convirtiéndolo en bellas olas de amarillo pálido. Nuestra ruta de hoy terminaría cuatro horas más tarde después de atravesar un espectacular puente colgante que cruzaba las aguas del río Young. Tras la comida rehicimos el camino. En su final el río Makarora bajaba algo más crecido que por la mañana pero se dejó cruzar sin dificultad.
Ayer no pude dormirme hasta que terminé con el libro de Conrad. Recuerdo su título: "Victoria". La imprevista apoteosis final y los últimos capítulos me tuvieron con el alma en un puño durante horas. No hubiera esperado yo que a estas altura un libro pudiera agarrarme de esta manera. Tenía el cuerpo cansado después de nuestra  caminata y fue un placer leer tumbado primero sobre un prado mientras la tarde desvanecía y después en la tienda durante toda la tarde y parte de la noche.
Encontrar tras la aparente simplicidad de las relaciones entre un hombre y una mujer, el insólito nudo de complejidades de la mano de una prosa que precisamente  parece recrearse ralentizando en los gestos, las miradas o en el brillo inteligente de una idea todavía sin desbrozar en alguna parte del alma, aparece como el divertimento más querido de Conrad, al que vemos entregarse de continuo con el placer de la demora. Ver, descubrir lo que puede haber de escondido en la aparente sencillez del encuentro se convierte para Conrad, parece, en la razón de ser del trabajo literario. Lo suyo es atravesar por caminos inesperados, lo que otros no dudarían en resolver en un par de páginas Conrad lo alarga, lo complejiza, le da nuevos impulsos y matices a través de esos sentimientos soterrados que uno casi ignora y que en el transcurso del relato crecen, se hinchan hasta convertirse en protagonistas de la historia. En esas condiciones, una mujer de aspecto corriente, como es el caso en la novela, puede servirle para hacer de ella, por el procedimiento de ir mostrándonosla poco a poco  ante dilemas difíciles de resolver, como una amante heroina en quien en un principio solo vimos a alguien capaz de rascar las cuerdas de un violín. Hacer de una mujer corriente un bello complejo de pasiones, de fortaleza, de una feminidad profunda, es en esta obra de Conrad uno de sus mejores logros que en la apoteosis final no duda en sacrificar a los imperativos de una tragedia inesperada para hacer de la novela una gran obra de arte dejando al lector sumido en la inquietud de los  grandes finales donde el ánimo consternado del lector pierde la posibilidad de conciliar el sueño en las horas siguientes.
Cuando apagué mi Kindle todavía me quedé un largo rato mirando el cielo profundamente estrellado. A través del mosquitero de la puerta de la tienda se veía espléndido y enorme a Orión, aunque en posición invertida, ya que viajamos por el hemisferio sur. A su derecha, siguiendo la línea del cinturón de Orión, brillaba como un cacho de luna Sirio.

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