Lacs de
Chéserys, 17 de junio de 2017
Hace un frío
que pela, especialmente por el viento que azota la zona. Me he cobijado entre
unas piedras esperando que el Mont Blanc se vista de caramelo. Espero resistir.
La combinación de autobuses desde el aeropuerto de Ginebra me llevaba todo el
día para llegar a Trient desde donde quería partir y al final me subí en el
primer autobús que partía, precisamente hacia Chamonix. Desde Chamonix tomé
otro autobús hasta Argentiere, comí y enseguida eché camino arriba por el
contrafuerte de montañas que se yerguen junto enfrente del Mont Blanc al otro
lado del valle de Chamonix. Había localizado unos lago a dos mil y pico metros
y me hice a la idea de montar a su orilla mi vivac.
Una subida de
más de mil metros me dejó en el patio de butacas que yo esperaba para
contemplar el crepúsculo. Monta la tienda, haz los ejercicio de rehabilitación
de espalda, obligación que me propondré a diario para intentar que la espalda
me dure hasta el final de la travesía, coge agua y, por último, sube a ese
altillo no muy lejos de la tienda en donde contemplar el atardecer sobre lo
glaciares, el Dru, los Grandes Jorasses, el Diente del Gigante, l’Aiguille de
Requin, l’Aiguille Midi, todo el olímpo erguido allí enfrente para recreo del
caminante.
No está nada
mal para ser el primer día. Un espectáculo que no se ve todo a los días porque
no es fácil encontrar estas montañas tan despejadas. La última vez, que caminé
por aquí, bajando a Chamonix, me cayó una de las chupas de agua más grandes que
he soportado, un día despejado pero que después de comer se lio de tormenta
dejando lo caminos y las laderas como auténticos ríos. Hoy no me viene la
añoranza de tiempo pasados pero sí cruzan mi memoria algunas de las hermosas
ascensiones de aquellos tiempos como la subida a l’aiguille de Requin con su
fisura Knubel en el largo que precede a la cumbre y que me hizo sudar tinta en
una ascensión que hice con Fulgencio Casado, o la travesía del Mont Blanc con
Javier Mayayo, o también la ascensión por el espolón de la Brenva con Piero, un amigo
de Pisa; un día descendiendo por la
Mer de Glace con Moisés y Manolo el Dientes en que a este
último se le hundió un puente de nieve sobre una grieta respetable quedando
colgado de la cuerda en un vacío que encogía el estómago. Un puñado de
recuerdos para rememorarlos en este excepcional balcón desde los lagos de
Chéserys, casi cincuenta años después. Como para darse con un canto en los
dientes y quedar contento del todo. Recorro con la vista el macizo y vaya que
me place hilvanar aquel tiempo de los veinte años con este de los setenta en
ciernes. Se me ocurre que con tal cosido se puede hacer un buen trabajo de
punto de cruz para adornar las paredes de mi casa.
Ahora el
viento ha cesado y bajo el techo de mi tienda se respira una grata calma. La
noche está al caer.
Cercanías del Refugio de Moede Anterne
Macizo de les
Aiguilles Rojas. Lacs de Chéserys-Refugio de Moede Anterne
A la vera de
un riachuelo que me va a hacer de sonaja esta noche. Todavía no he cogido calor
como para darme madrugones. Mis hábitos de caminante de sendas de nuestro país
me van a tener que esperar hasta que le coja el pulso a esto. No vaya ser que
madrugar por madrugar se convierta en norma. De momento me acojo a la
suposición de que durante el día no va a hacer calor que es un supuesto que mi
tendencia a la comodidad acepta sin rechistar… como debe ser que para eso el
que manda aquí soy yo. El caso es que sí, que amaneció (que no es poco, como
decía el título de la peli, pero como se estaba tan bien en la cama, ni caso.
Hubo de llegar el sol hasta mis propias narices para que terminara de
despertarme y decidirme a salir del saco; que por cierto tampoco era tan tarde,
las siete de la mañana. El sol asomaba a la izquierda de la Aiguille Verte
sobre un cielo increíblemente azul.
La mitad del
recorrido de hoy iba a ser discurrir por el balcón que se abre constantemente
frente a los cuatro miles del Mont Blanc. La mañana era bonita y templada y el
recorrido un lujo que sin remedio evocaba todo una época. Primero fue
haciéndose más notable el Dru, que me recordó al memorable Bonatti y a los
huevos que le echó en aquel pasaje donde continuar supuso lanzar la cuerda con
un nudo en la punta una docena de veces hasta que ésta encalló. El siguiente
paso correspondía a las cosas más memorables de la historia de la montaña.
Tirarse al vacío describiendo un gran péndulo que lo llevaría a alcanzar el
otro lado de una pared impracticable… y ello sin saber si al otro lado del
péndulo había continuidad. Los cojones de Bonatti, seguro que más grandes que
los de Esparteros haciendo aquello, todavía me pone nervioso hoy cuando lo
recuerdo. También pasando el Dru tuve un recuerdo para Carlos Soria, otro tipo
extraordinario del que sabía que había escalado aquella pared Oeste. Siguiendo la
hondura de la Mer
de Glace, de la que parecía haber desaparecido ya el hielo, al fondo se erguían
los Grandes Jorasses donde quebró la vida José Ángel Lucas. Yo voy a trabajar
por ser un fueraserie, me decía él una noche de invierno mientras vivaqueábamos
al pie del Veleta cierto invierno. Descansa en paz, amigo. La vida no te duró
mucho, pero fue tan apasionante, tan hermoso el modo con que decidiste
afrontarla…
También se irguió
enseguida frente a mí la
Aiguille de Requin de la que recordaba más arriba mi
ascensión. Sin embargo no mencioné para no poner en evidencia mi falta de
memoria el hecho de que éramos dos cordadas y que los compañeros que nos
seguían tuvieron un accidente. Imposible recordar sus nombres, uno de ellos
¿Pata Escombro, creo que lo llamábamos cariñosamente? Descendimos a toda leche
hasta Montervere donde dimos el aviso. Hubo suerte y al día siguiente unos
socorristas franceses con la ayuda de un helicóptero los sacaron de la pared.
Lo siento, pero mi memoria no tiene arreglo… que se te olviden estas cosas me
ponen a las puertas del alzheimer. Tampoco recuerdo apenas nada de mi ascensión
del espolón de la Brenva ,
el hecho anecdótico de que tuvimos que usar los estribos para pasar una pequeña
pared de hielo y un rapel que se hace directamente desde el refugio de no me
acuerdo, para acercarse al espolón. Y, otro hecho curioso, del descenso a
Courmayeur por la Aguja
de tampoco me acuerdo, sin embargo, eso sí, quedó en mi cabeza como la
cabalgada más hermosa que nunca haya hecho por una cresta de hielo. También fue
hermoso el descenso con Javier Mayayo desde la cumbre del Mont Blanc, siguiendo
por la aguja de tampoco me acuerdo para terminar en l’Aguille de Midi. Mayayo
también era un purista con esto de lo teleféricos (de no usarlos, quiero decir),
pero en aquella ocasión, después de la paliza que no habíamos dado, sí que
consintió.
¿De quien más
me acordé mientras contemplaba a ratos este magnífico farallón de glaciares? De
una peli extraordinaria de los años treinta, creo que era de Rienfestal, y,
como no, del maratoniano Kilian Jornet. Por cierto, que cuando te tropiezas con
alguien en los Alpes con quien pegas la hebra y se entera de que eres español,
es fácil que salga a colación este maravilloso y sencillo personaje que sube y
baja de las montañas más notorias del planeta como si llevara un cohete en el
culo. En los Alpes Italianos se deshacían en alabanzas por él.
Pues con todos estos cuentos y otros más hice la travesía hasta llegar al col du Brevent,
momento en que es necesario dar la espalda a este magnífico espectáculo de los
grandes señores de los Alpes para adentrarse en otro universo. Entre otras
cosas era domingo, razón por la cual los caminos estaban bastante concurridos,
los caminos y los cielos con los parapentes que bailaban al son de las
corrientes térmicas ofreciendo un atractivo plástico que armonizan a buen con
los glaciares y los picos. A partir de col de Brevent desaparece la gente,
estamos en otro universo, solitario, agreste, cubierto de neveros, ese tipo de
paisaje que recordándolo días atrás me ha decidido a volver a los Alpes. Si al
aspecto salvaje y agreste le añades la poca gente que lo transita para mí que
es lo ideal.
Después del
largo descenso del col de Brevent, hacia las dos de la tarde encontré un
pequeño riachuelo y no me resistí a la tentación de usar un prado cercano para
comer y hacer un siestecita. Me despertó Kilan, un norteamericano de Florida
que llevaba en la cara la certeza de que se había metido en un lío sin
proponérselo. Le veía muy despistado, tenía miedo de no llegar al refugio antes
de hacerse de noche con el añadido de que no le veía tampoco muy bien
orientado. Me decidí a acompañarle, así que recogí lis cosas y nos pusimos en
camino. No habíamos andado diez minutos cuando date, da un tropezón, una vuelta
en el aire y queda boca arriba sobre unas matas de… y estamos, se me olvidó…
sí, de rododendros. Le ayudo a levantarse, de milagro no se ha roto nada,
arañazos y algunas magulladuras, es todo. Kilan tiene setenta y cinco años. A
partir de aquí tengo la sensación de que he adquirido la obligación de
acompañarlo y cuidar que llegue sano y salvo al refugio. El camino es muy
accidentado y con unos cortados respetables a nuestra izquierda. Be careful,
please, le voy diciendo de continuo desde mi silencio. Cuando llegamos al fondo
del valle y cruzamos el puente que salva el río, y dado que ahora ya el camino
es ancho y sin peligro alguno y estamos a una hora del refugio, dejó de
esperarle y subo pausadamente. En las cercanías del refugio me desvío del
camino y busco un prado junto al rio para instalar mi vivac. Me acomodo, paso
un rato contemplando el paisaje y a continuación me pongo con mis ejercicios de
rehabilitación. En mi pensamiento no hay otro que Kilan, que no aparece. Quizás
ha pasado ya una hora desde que llegué, se está haciendo tarde y el sol se ha
ocultado tras las montañas próximas. Cuando he terminado con mis ejercicios,
cojo el jersey, busco la linterna, tomo los bastones y pongo en funcionamiento
la grabación de un track en el gps que me ayude a localizar en la noche, si
llega el caso, el lugar en donde dejo el macuto y me lanzo en una corta carrera
valle abajo a la busca de Kilan. Voy con las mallas, quizás debería haberme
puesto los pantalones y haber cogido más ropa de abrigo, me digo, pero no
vuelvo, continuo mi cuesta abajo con la idea de alcanzar un altillo desde el
que posiblemente avise la parte inferior del valle. En quince minutos lo
alcanzo. Me costó un rato dar con la figura cansina que cada dos pasos se detenía
a tomar aliento en la parte media del valle. Cuando Kilan me descubrió pareció
írsele el cansancio de golpe, agitaba los brazos en alto con cierto entusiasmo.
Bajé hasta donde estaba él. No sé, quizás se había caído otra vez. Me dijo que
no, que estaba muy cansado. Me ofrecí a llevarle el macuto pero se negó. Tenía
aspecto de jodido, se ve que había subestimado el recorrido. Cuando llegamos a
la altura de mi vivac, que quedaba a quince minutos del refugio le dije que
desde abajo le estaría viendo como subía hasta el refugio. Allí quise
despedirme de él pero me fue imposible. Quería hacerme un regalo. Estaba
sumamente nervioso. Deshizo su macuto, sacó unos tomates y un cerveza y me los
dio, luego una bolsa de plástico, etc. Le cogí los tomates para que no se
sintiera ofendido y comenté que no veríamos mañana por la mañana en el desayuno
en el refugio. Le metí prisa, temía que al paso que iba no llegará al refugio
de día. Por fin volvió a meter sus cosas en el macuto y no despedimos. Lo vi
alejarse; cada cien metros se volvía y levantando los dos brazos agitaba las
manos saludándome. Era una escena muy tierna.
4 comentarios:
Muy bien Alberto , otra vez poniendonos los dientes largos con tu sobervia narrativa y con esas fotos impresionantes.
Muchas gracias por publicar, te seguiré todos los dias
Qué fotos!!! Y qué trabajo con Kilan, pobrecito...
Me gustó mucho tu relato
YA TE SIGO, YA. 50 AÑOS HACE QUE PASE ALLI. SIGUE RECORDANDOME LOS PAISAJES, TE AGRADEZCO LOS RECUERDOS.
Antes de partir, José Luis, estuve ojeando los post del la travesía anterior y allí te encontré haciéndome compañia con frecuencia. Lo recordé con cariño.
Esta mañana al remontar el primer collado me encontré con la inconfundible silueta del Eiger y el Cervino a lo lejos.
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