Golega, 16 de febrero de 2018
Etapa Santarém – Golega.
Esta mañana siento extrañeza por este curioso deporte que
consiste en cansarse y hacer incluso algo que no te apetece. Por ejemplo ahora
mismo esto de escribir con el cuerpo cansado en un bar de un pequeño pueblo
portugués. Por ejemplo esta caminata de esta mañana que vuelve a ser ejercicio
de puro cansancio. Pessoa, que no creo que viviera estas cosas, seguro que me
hubiera soltado ese “pazzo” que me soltó un peregrino italiano ayer en el
albergue cuando le dije que había caminado treinta y tres kilómetros. Pazzo,
loco de atar eso de echarse en la oscuridad de lo noche, hoy peinada y
ensortijada por una espesa niebla que en cierto momento aparecía como un túnel
de cuento dibujado por el haz luminoso de mi linterna. Loco, me digo a mí mismo
mientras me lamo las heridas de mi cansancio. Queda muy poético cuando uno
defiende que hay que superar retos y pasar por malos ratos para poder vivir
pequeños estados de gracia, esa breve felicidad que proporcionan los esfuerzos
del camino, o cuando se defiende que hay que superar la sequedad de la
escritura escribiendo aunque cueste, por aquello de la cita de Bataille del
otro día (escribir para no volverse loco), pero la realidad es que, como
siempre todas las ideas están hechas de verdades a medias; como le sucede
frecuentemente a nuestro estimado Pessoa, nos movemos desde las impresiones del
momento, un primerísimo plano que desde luego impide ver lo que hay detrás en
el espacio y en el tiempo. Le oigo tantas veces elogiar la monotonía de la vida
cotidiana que casi empiezo a sospechar que lo que tenía Pessoa encima era una
pereza de mil demonios. ¡Vamos, que ni un amor, ni una curiosidad más allá de
la omnipresente presencia del patrón Galbes o de su compañero el contable
Moreiras, sus paseos de casa al trabajo, del trabajo a casa! Exagero, claro,
estaba la pasión de libros, la comunión con los autores clásicos, la exquisita
sensibilidad que le llevaba a sacar tajada de todas las minucias de la vida.
Él, que a los viajeros o caminantes de grandes distancias atribuía una corta
imaginación porque para viajar no era necesarios moverse más allá de la mesa
camilla de la propia casa donde sólo el calor del brasero le podía proporcionar
el mayor de los placeres junto a su ardiente imaginación, se hubiera admirado
esta mañana viéndome abrirme paso en la noche entre la niebla para dirigirme a
ninguna parte. Porque a ninguna parte voy, seguro estoy de ello, aunque
aparentemente me dirija a Santiago de Compostela. En fin, eso, que me admiro
por el hecho de estar aquí cuando tan ricamente podría estar en mi casa junto
al fuego de la chimenea.
Embozado hasta las orejas, más vale humo que escarcha hasta
no saber qué tiempo hace fuera, abro la puerta del albergue, me asomo. Guau: la
niebla lo invade todo. Por los alrededores rondan los fantasmas como en un
castillo abandonado. Cuando voy a salir del castillo, date, la gran cancela,
hecha de lanzas de acero está cerrada a cal y canto. Monjas y guardeses duermen
el sueño de los justos. ¡Ah, del castillo! ¡Ah, del castillo! Nada, ni flores,
todo a mi alrededor aparece envuelto en el ambiente nocturno de una película
ambientada en las callejas londinenses por donde Humphrey Bogart vuelve
envuelto en su gabardina después de que algún amoroso falso cliente le haya
puesto un ojo a la virulé. ¡Ah, del castillo! Y ¡ay! bendita ilusión, bajo el
arco apuntado de un pasillo lateral terminan apareciendo dos doncellas con
sendas cofias sobre sus menudas cabezas y que como salidas de un cuadro de
Vermeer atienden solícitas los deseos del peregrino de salir del castillo. El
peregrino, muy agradecido por no haber tenido que velar armas hasta la salida
del sol en las almenas del castillo, se despide con muito obrigado e tenha um bom dia.
Cuando salgo del bar la niebla ha remitido, la luz se ha
hecho de suave plata y el paisaje se ha vestido con el suave celaje de un
pintura de Rafael. ¿Quién se atrevería a decir que la constancia de los estados
de ánimo es poca cosa? Que si hace un rato antes de desayunar te sentías ya
derrengao sea posible que media hora después te asomes optimista al campo da fe
de la liviandad de estos estados de ánimo y disposiciones. Y es que, además, el
campo se pone bonito y surgen a ambos lados del camino grandes extensiones,
como una alfombra que ajardinara la mañana, de jaramagos en flor que se pierden
en el horizonte o que adornan aquí o allá las apretadas filas de esa soldadesca
que son los viñedos a esta hora ya templados por el sol, mañanitas de niebla y
tardes de paseo.
Como esto del Facebook con todo lo insano que pueda ser a
veces es en esta ocasión mi única comunicación con el mundo de más allá, éste,
mi camino, mi patria y mi hogar en estos días echa mano de él y en él encuentra
materia con que glosar este diario de un peregrino. Hace un rato, mientras me
acercaba a Pombalinho, por ejemplo, una peregrina de algún lugar de España,
imagino, me invitaba a dejar mi ruta a Santiago para experimentar un bello
trayecto a Fátima que partía precisamente de Santarem. Llegó tarde porque a esa
hora ya había dejado yo atrás la desviación, aunque confieso que en algún
momento me pasó por la cabeza la idea de acercarme a dar una vuelta a esta
ciudad de los milagros. Un asunto casi de curiosidad sociológica, ya que el
peregrino, que pernocta en conventos y visita los monasterios cistercienses
con que se tropieza en el camino, ha de confesar, para desencanto de algunos,
que es ateo desde su lejana adolescencia, cuando el uso de la razón le llevó a
cuestionar toda la tostada mental que le metieron en la cabeza ocho años de
escolarización en un colegio de los Salesianos. Fátima como fenómeno
sociológico me habría obligado a una larga reflexión para la que ahora no estoy
preparado, más ahora que me voy haciendo mayor y que siento que más allá del
calor del cuerpo de una mujer no existe un paraíso más deseable. Los católicos
con su eufemístico modo de complicar la vida no entendieron jamás que los
únicos milagros que nos son dados a vivir son los que provienen de nuestra
propia ternura, de nuestra capacidad para acurrucarnos en el regazo y sentir el
pálpito de nuestro anhelo en todos lo poros de nuestro cuerpo. Bienvenidos los
santos como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús que, confundiendo el fulgor de sus neuronas con el aburrido Dios de las alturas,
fueron capaces de llenar de dicha nuestra alma anhelante.
Pero este Facebook matinal también tiene sus referencias a
otro tipo de poetas. Mi amiga de Mérida, que gusta las delicias de Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, y
que lee en portugués a este autor, cruza casi sus líneas con mi otra amiga
desconocida de tierras levantinas que me cuenta a continuación su encuentro con
él un aeropuerto y recuerda: “me lo encontré solo, en el café del hotel, y me
invitó a compartir mesa. No recuerdo lo que hablamos. Solo recuerdo una
sensibilidad y una humildad fuera de lo común y su capacidad de hacer que te
sintieras bien en su presencia”. Mi amiga habla también del sorpresivo
descubrimiento de T. S. Eliot, que ya me recordaba mi reciente propósito de
leer su difícil Tierra baldía, un
libro con el que luché muchas veces con la sensación de que nunca llegaría mi
sensibilidad a captar la entera lucidez de este poeta. Ah, no sabía Pessoa, que
posiblemente habría odiado las redes sociales, lo que se perdía, con este
continuo aliciente de hablar y entender sobre nuestros seres queridos, no
precisamente esos seres queridos de la irónica novela de Evelyn Vaugh, todos
aquellos que nos han acompañado durante largos momentos de nuestra vida a
través de alguna lectura.
Y bien comido y bien bebido pienso que es hora de echarme de
nuevo al camino. Me quedan ocho kilómetros para dar por finalizada mi etapa,
pero imagino que será un liviano caminar hasta Golega.
Por cierto, curioso que tanto Elliot como Pessoa hubieran
empleado su vida en un trabajo tan oscuro, entre comillas, cómo las dependencias
de una oficina.
Nota: el título de este post me ha planteado alguna duda
porque no me cuadraba ni como interjección ni como verbo haber. Después de
visitar algunos foros donde las cosas no quedaban tampoco claras me inclino por
seguir la grafía de Quevedo en un famoso poema en donde se exclama: “«¡Ah de la
vida!»... ¿Nadie me responde?”. Total, pijotadas gramaticales de esas que
debían de encantar a Pessoa.
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