El descubrimiento de la lentitud




Caillou de Soques, 21 de agosto de 2018

Siguiendo la Alta Ruta Pirenaica. Astún - Caillou de Soques


El descubrimiento de la lentitud es el título de un libro que vengo leyendo desde una semana atrás. Fue una sugerencia de un compañero del FB que atendía a mi afición por los libros de aventuras. En honor a la verdad la sugerencia real que me llevó a indagar si ese libro estaba en mi biblioteca digital, tan prolija en toda clase de lecturas, fue el título. Guardaba muy buen recuerdo de la lectura de La lentitud, de Kundera y ello me llevó a sondear qué se cocía tras tan sugestivo título. “¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud?, escribe Kundera, Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso?” Y más adelante afirma: “En la matemática existencial, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido”. En el libro de Sten Nadolny (El descubrimiento de la lentitud), que narra la vida del aventurero John Franklin (1786-1847), la lentitud es casi una anécdota que sirve al autor para dar cierto ritmo a la narración. Para Kundera, sin embargo, constituye un elemento de análisis que se extiende a lo largo del libro bañando el relato de interrogantes y de una llamada inequívoca a hacer de la vida un sosegado caminar que haga posible, como afirmaba Gaston Rebuffat en Estrellas y borrascas, que el amante de la naturaleza pueda llegar a ver cómo crece la hierba. 


Ah, este plácido caminar por el Pirineo, por ejemplo, hoy mismo ya a la altura de Calliou de Soques después de la caminata desde Astún, tumbado a la vera de un riachuelo apenas pasadas las cuatro de la tarde. Tumbado, contemplando en lo alto el Midi d'Ossau envuelto en su fular de nubes cenicientas, oyendo la sonatina del agua del arroyo tras un amago de lluvia que me obligó a poner la tienda. Poner la tienda un centenar de metros más allá del consabido cartelito que dice que no se puede… eso mismo. Oiga, señor guarda, es que estaba lloviendo y… pero no hay temor, se trata de un pradito muy chulo a donde no puede llegar la vista de los guardadores del parque… o al menos eso espero .


Ah, decía, la lentitud, la carencia de prisas, el tiempo para la contemplación y el recuerdo. Hoy mismo, desde que de mañana temprano avisté desde el col la hermosa y erguida elegancia de este señor de las alturas, modesto primo hermano del Cervino, paseando entre prados que bajaban hacia los pies del Midi recreándose, el caminante envuelto en sus recuerdos de viejas rutas cumplidas décadas atrás, la imagen de la montaña reflejada en los lagos de Anayet, cierto invierno de travesía de esquí, en algún momento también la lectura, la historia de John Franklin y su barco abriéndose paso camino del Polo Norte, el barco apresado entre los hielos. Lo único que no me gustaba es que tanto prado bucólico me llevaba muy abajo del valle, mucho más abajo de lo que yo deseaba que, puestos a saborear la placidez de la mañana, hubiera preferido un puente colgante que me llevara directamente a la otra ladera. Pero bueno, la cosa no fue para tanto y los setecientos metros de desnivel, que habrían de llevarme hasta el col de Peyreget, cogiéndolo con calma tampoco eran algo del otro mundo.


Mundo caótico de granito, en absoluto la belleza de la montaña vista en la lejanía, el que se erguía desde el collado. Merecía la pena sentarse un rato, carajo. Antes de salir de casa Victoria me había pasado unos apuntes sobre alimentación que he empezado a tener presente habida cuenta de que soy un desastre y cuando me paso por el supermercado para proveerme de comida, más que atento a las calorías y esas cosas, lo que hago es arramplar con lo primero que pillo y en tal cantidad que después no hay quien tire de mi macuto. Así que estoy poniendo un poco de orden en mi alimentación y, aunque todavía no me decido a traerme el infiernillo porque añade casi un kilo entre unas cosas y otras a mi equipaje, voy a tratar de hacer caso a mi chica en lo de desayunar como es debido, que siempre lo hago después de dos horas de marcha o más, y voy a tratar de hacer paraditas como ésta del col de Peyreget para comer algo y contemplar el paisaje debidamente, por cierto en esta ocasión también de excepción, allí al fondo la cumbre del Bailaitus, la regular forma del Palas, la esbelta cima del Arrious. Y todo ello al final, como una gran eclosión de fuerzas teutónicas, columbrando el larguísimo y desolado valle de Arrious. (Y ahora, acompañando mi tac tac de los dedos sobre la pantalla del teléfono, una musiquilla que le he puesto que me recuerda el golpear de una vieja Remington, la lluvia. La lluvia, inevitable amiga de salidas que parece no querer abandonarme allá donde me marche a caminar, dos semanas de lluvia este invierno por lo Caminos de Santiago, días y días en los Alpes este verano y ahora, como si me echara de menos, aquí la tengo de nuevo. De momento tengo la puerta abierta. Me encanta el repiqueteo, pero también me gusta montón mirarla, contemplar esa agua amiga que tanto recuerdo de este invierno cuando abandonaba los albergues a las seis de la mañana en medio de la oscuridad y que al final tanto placer me deparaba. Recogimiento, aislamiento, sensaciones intensas de vida, de la comunión con los elementos. Solo, metido en la noche mientras en los lejanos pueblos las luces públicas alumbraban la noche como si de constelaciones se tratara, mi pecho se hinchaba de emoción bajo la lluvia interminable y monótona resbalando por mi capa de agua. Era una magnífica experiencia que no empecé a saborear hasta después de una semana de no parar de llover. Buscar los caminos bajo la lluvia con el haz luminoso de mi linterna no era sencillo a veces. En ocasiones sucedía que siguiendo una trocha me tropezaba de repente con un riachuelo que ante la constancia de las precipitaciones bajaba ancho y ruidoso como un río de montaña, lo que me obligaba a dar un largo rodeo). Pero bueno, volvamos al col de Peyreget, donde si mal no recuerdo hablaba de alimentación y de lo que veía al fondo del valle de Arrious mientras ponía en práctica mis apuntes degustando unos cacahuetes, un buen puñado de avellanas, mis notas dicen que tienen un montón de calorías, un par de barritas y algo de pan con chocolate. Ahora mi duda era qué coño iba a comer yo después de esto cuando llegara al refugio de Pombie, del que no me separaba más de una hora. Bueno, de momento la cerveza de siempre, me dije; pero enseguida me acordé de que días atrás me volvió a subir la tensión… ¡coño! ¿Me puede decir alguien para qué leches sirve llegar a un refugio después de una larga caminata, si no te puedes tomar medio litro de cerveza?

Bueno, cuando entré en el refugio me conté el cuento a mí mismo de que como iba a seguir caminando hasta Calliou de Soques total la iba a eliminar de inmediato. La cosa coló, me lo creí y por tanto lo primero que hice nada más llegar fue eso, echarme una cerveza pa el cuerpo.


La mole de la pared este del Midi, ahí, frente a mí, fue testigo de lo deliciosa que estaba la cerveza. 















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2 comentarios:

Anónimo dijo...

NO ME PARECE NADA BIEN QUE FOMENTES LA ACAMPADA ILEGAL, Y DADO QUE ESTÁS RECONOCIENDO UN DELITO POR ESCRITO AUN SE TE PUEDE DENUNCIAR. TAMBIEN. LO DEMÁS MUY BIEN ESCRITO Y MUY BONITO. ADIOS.

Alberto de la Madrid dijo...

Jajaja... Queridísimo anónimo, gracias por lo de bien escrito. Del resto no digo nada, no merece la pena. Salud, república y que a los ineptos políticos que prohíben sin más la acampada libre Dios les de luces suficientes y entendimiento para comprender las cosas de la vida.