Amanece camino de Islandia



Barajas – Reikiavik, 11 de septiembre de 2018. 


El suelo de la terminal 2 de Barajas no era precisamente el mejor colchón para echar un sueño, ello sin contar con que a las dos de la madrugada una máquina percutora y una radial empezaron a zumbar cerca de mis oídos. Terminé por levantarme y buscar un lugar más acogedor. Los mostradores de Norwegian Air Lines estaban todavía cerrados. Busqué refugio lejos de los ruidos de aquel martillo pilón que no me había dejado pegar ojo.

Realmente estoy algo despistado, Islandia había sido hasta ahora un lugar inasequible para un vagabundo reacio a cargar con mucho peso y lo poco que sabía de este país es que tendría que caminar durante muchos días sin posibilidad de abastecimiento. El frío y el tiempo generalmente muy ventoso acompañado de nieblas y agua tampoco me animaron a probar. Mi afición a la soledad sin embargo pujaba por perderme en los campos de lava y en los alrededores de los glaciares. Las fotografías  que había visto de esta isla tenían también una calidad de colores y texturas lo suficientemente atractivas como para que despertara la veta estética que tantas veces rige mis proyectos, vivaquear en lugares especialmente bellos, contar con la cualidad de los colores, las formas o las texturas, asumir la importancia del silencio y la soledad de un paisaje, ese tipo de tontunas eran muchas veces suficientes para despabilarme y sacarme de la modorra de la vida cotidiana y embarcarme en alguna larga caminata o en un viaje inesperado.


Preparados para despegar. El avión toma carrerilla y se lanza a toda hostia hacia adelante. Estamos en el aire. La iluminación color ámbar de los pueblos, una larguísima forma de luces generadas por los faros de los coches culebrea en medio de la oscuridad mate de la tierra que acabamos de dejar. Por levante hay una débil claridad que anuncia la proximidad del día. ¡Cuántas formas diferentes de ver amanecer! Desde un avión; desde un improvisado y helado vivac a ocho mil metros; a la orilla del mar esperando que “la aurora de rosados dedos” asome allá por dónde el infinito mar se comba hacia oriente; sobre una pared, por ejemplo sobre la vía Murciana al Naranjo cuya descripción leía ayer de la mano de Víctor Sánchez en FB; y por cierto, dichosos ellos Víctor y su compañero Guillem bailando en la oscuridad durante los primeros largos de la Oeste del Picu, dichosos ellos porque serán salvos, que dice el Evangelio; mejor todavía, libres como pájaros. Dos hombres jóvenes escalando una pared de extrema dificultad, que disfrutan, que se divierten y que además tienen tiempo para contemplar el amanecer sobre las encendidas cumbres de Picos de Europa: ¡Ah, esta generación de visionarios que se ponen el mundo por montera bailando entre el vacío y la cálida roca del Picu y que parecen hacerlo como quien se toma un aperitivo entre cerveza y cerveza!

Cortesía de Víctor Sánchez

Ese temblor que recorre el firmamento cuando peregrinando el pasado invierno por algún Camino de Santiago bajo las estrellas voy viendo desvanecerse poco a poco la constelación de Orión, Casiopea, el carro de la Osa Mayor… para dejar paso al nacimiento de un nuevo día. Esa luz que se va haciendo más lentamente que en el Génesis con la leche de la mañana sacando de su sueño a las colinas sobre las que volamos. A mi izquierda ahora las sombras de Picos de Europa emergiendo de un sueño profundo de entre las sombras.

Y dejando Picos atrás, sobre un mar dormido de un negro desteñido, la franja del alba llama a las puertas del día perezosamente.


Llevo semanas colgado de la lectura de libros de montaña. Esa debe de ser la razón de que mis pensamientos recalen con frecuencia en el paisaje de paredes y crestas que se levantan al norte de la India. Ahora el mar se ve cubierto por un gran rebaño de corderos lanudos que pacen silenciosos apelotonados unos con otros, nubes pacientes, esperando acaso la definitiva llegada del sol para hacerse vellocino de oro. Sin embargo a quien veo ahora es a Catherine Destivelle ascendiendo a la hora del alba por unos empinados neveros que llevan a la Aiguille Verte. O amanecido escalando, y excitados mis nervios, la veo subir los magníficos diedros rojos de Devils Tower de Utha. Ayer tarde había estado leyendo los relatos de Simón Elías Barasoain, que no terminan de entusiasmarme, y a continuación vi algunos vídeos de Catherine Destivelle. Ese tipo de cosas son las que danzan por mis pensamientos mientras veo amanecer sobre el Cantábrico, ahora una inmensa laguna sembrada de islas, rebaños de corderos convertidos en islas y que acaso para el iluminado don Quijote se tratara de un ejército de bribones contra los que arremeter lanza en ristre. Atravesamos junto a la costa de Normandía. En lo alto de los diedros, un tortazo de mil demonios por abajo, a Catherine se le atasca la cuerda con la que se autoasegura y no se lo piensa dos veces, la desata de su arnés y la deja caer en el vacío. Las piernas me flaquean. Ahora se abre de piernas en una chimenea imposible y cuando los pies ya no le llegan a las dos paredes, de un brinco se aferra al diedro de la izquierda y continúa subiendo con elegancia por una bavaresa vertical que cae a plomo cientos de metros sobre la base de la Devils Tower. Mientras Catherine superaba los diedros el sol de ayer tarde caía frente a la ventana de mi cabaña como una enorme bola de fuego tras las montañas de Gredos.

Necesito ir baño pero el tío que viaja a mi izquierda está totalmente sopa, tiene el rostro feliz de quien está soñando con su novia (dichosos, también, aquellos a los que la próstata no da la lata). Así que nada que hacer. El Laugavegur trail, que pretendo hacer, no es algo complejo, aunque la presencia de nieve en esta época y el mal tiempo lo mismo ponen la cosa un poco complicada. Ayer se me ocurrió darme una vuelta por el Wikiloc y me encontré con una gente que se las había visto moradas para vadear el río Grashagakvísl, así que pese a los buenos y optimistas consejos del amigo David de Esteban Resino, que me ha proporcionado todo tipo de información, estoy con la mosca tras la oreja con eso de los ríos. Me tocó ya vadear unos cuantos por diversas partes del mundo, pero con aguas crecidas, veinte kilos a la espalda y temperaturas de cero grados la verdad es que no me hace ninguna gracia. También me asusta un poco la posibilidad de que tuviera que abrir huella en la nieve en la desolación de ese paisaje. La méteo no lo descarta. El día 15 cierran todos los refugios y lo mismo a estas alturas no hay ni dios por esos parajes. Volando al este de Plymouth, el aspecto del paisaje es similar al que debe atravesar alguien que se dirige sobre los hielos de la Antártida al Polo Sur.


Volando sobre Escocia, y ya con la vejiga relajada, tuve que despertar de su angelical sueño a mi compañero de vuelo, me relajo con la lectura las aventuras de Dersú Uzalá y sus compañeros, a los que una imprevista riada provocada por las lluvias torrenciales de tres días, ha estado a punto de llevarse caballos, impedimenta y a la expedición entera río abajo. Ellos también vadean ríos. Aprendo del libro de Vladimir Arseniev: Vadear por lo más ancho; hacerlo ligeramente contra la corriente y calzado; palpar el terreno con un bastón antes de avanzar; apoyarse en él; si la corriente es fuerte pasar en grupo agarrados de los brazos formando una línea con la corriente. Sin quererlo he recibido, volando ya cerca de las islas Feroe, un cursillo práctico que puede servirme en estos días. Mi única duda es que yendo solo si la corriente es fuerte y mucho el caudal no sé si a falta de otros compañeros a los que agarrarme será útil asirme a mis propios pelos. Estoy tan entusiasmado con el libro de Arseniev, que me lo bebo como si de ascensiones de Kurtyka o Kukuczka se tratara.


Me adormilo, me despierta la megafonía. Por la ventanilla, entre nubes, aparece un extenso glaciar. Una nubosidad baja cubre gran parte de la isla. Ocho grados centígrados en destino. No está mal. 









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