Laugavegur trail



 Cercanías del lago Álftavatn, 12 de septiembre de 2018. 

Laugavegur trail, Islandia: Landmannalaugar – Cercanías del lago Álftavatn. 


Lo de hoy era uno de esos paisajes y situaciones a los que no llegaba a hacerme una idea. Había visto, imagino que como todo el mundo, imágenes de Islandia, los glaciares, la fumarolas, una tierra inhóspita de los páramos volcánicos, quizás me imaginaba Timanfaya, Taburiente o los alrededores del Teide que ya recorrí caminando en alguna ocasión, poco más. Recuerdo que cuando viajamos al desierto tenía una sensación parecida. No servía haber visto Lawrence de Arabia o leído libros de viajes que transcurrían por desiertos pedregosos o doradas y armoniosas dunas. Era imaginarse más que nada como sería la vida cotidiana de un largo verano en un medio tan inhóspito, en aquella ocasión nuestros hijos mellizos tenían un año y Guille iba camino de los tres; era imposible, por ejemplo, imaginarse un sol redondo y enorme cayendo como una bola de fuego allá a lo lejos entre las dunas, si soportaríamos bien el calor o no, si las dunas barrerían la carretera, si sería posible después de viajar medio día jugar con los niños, leer, disfrutar de largas horas de ocio. Una familia con tres criajos pequeños que gustaba viajar necesitaba tomarse el viaje con calma y dedicar largas horas al ocio y la contemplación. Mi afición de aquellos tiempos a la fotografía había sido uno de los alicientes para emprender el viaje. Bueno, pues resultó, el desierto fue un descubrimiento en muchos aspectos, y el estético fue uno de los mejores. Descubrir los colores, las texturas, las armonías que nacen de la simple arena y cómo éstas cambiaban a lo largo del día; vivir el infinito silencio bajo el infinito firmamento cuajado de estrellas sin luz alguna que amortiguara su brillo; disfrutar de la suavidad del atardecer después de un caluroso día; cosas así que no estaban en los libros ni podíamos experimentar con las películas fueron las que hicieron de aquel largo viaje una de esas vivencias que uno recuerda toda la vida.


Hoy resultó algo parecido, quitando, claro está, que uno está muy viajado y las cosas ya no le sorprenden con la frescura de los primeros viajes. Primero fue ayer, dando un paseo junto al mar, la agradable sensación de haber saltado en cuatro horas a un agradable invierno, frío, pero grato, donde los recuerdos me llevaban a otro invierno improvisado en Tierra del Fuego y la Patagonia de hace un par de décadas. Hay sensaciones a las que les basta un vientecillo o un repentino frío en las mejillas para salir de lo profundo y proporcionarnos un súbito placer. El fresco repentino era también el fresco de algunas mañanas del mes de julio en las calles al norte de Johannesburgo, o el de un paseo por la calle Recoletos de Madrid.


En estas primeras impresiones en la isla voy a tener que meter también las de la noche pasada. De hecho los sueños sufren del contagio de lo que a uno le pasa por la cabeza y así con tanto darle a lo libros de montaña y a lo que sucede por las alturas, está noche apareció por mis sueños un ángel precisamente de las alturas, su nombre, Catherine Destivelle. Esta vez no andaba por los Devils Tower de Utha como en mi último post, en esta ocasión Catherine había terminado su último largo en alguna pared bajo la cual corría un río caudaloso entre un frondoso bosque y parsimoniosamente recogía la cuerda mientras un par de pezones bailaban felices como unas castañuelas bajo un liviano suéter que no parecía albergar en su interior ningún tipo de sujetador. No sé si llegué a despertarme ni sé lo que pasó después, pero en todo caso el agraciado desasosiego a que suelen dar lugar esta clase de sueños me consuela.  Recuerdo precisamente esto a raíz de que el pasado mes de junio y julio, mientras pateaba los valles y las montañas de los Alpes llegó un momento en que me mosqueé porque después de dos o tres semanas ni siquiera una tarde noche o una noche madrugada se me llegó a aparecer ninguna virgen ni tuve sueño erótico que viniera a paliar mis días de ayuno y soledad, cosa grave en mi situación porque si además de hacerte mayor, cumplir un pegote de años, empezar a sufrir dolencias y padecer de vértigo cuando un sendero se asoma a los abismos, además, digo, se te acaban las apariciones feminiles que tanto ayudan a dar color a los días, pues apaga y vámonos. No se piense que uno por gustar de la soledad pueda llegar a estar tan en las nubes como para no apreciar de tanto en tanto alguna que otra aparición.


Tuve que hacer un paréntesis porque estaba encerrado en la tienda con estas notas y de repente ésta se iluminó con una luz muy especial. El crepúsculo estaba en pleno apogeo. Hacía frío pero vencí la pereza y salí. Hoy, como tantas veces, mi tienda ha encontrado un lugar privilegiado sobre la mórbida lava, un balcón frente al que se extienden las montañas que rodean el lago Alftavatn y a la izquierda de las cuales asoman los hielos de un enorme glaciar, el Myrdalsjökull que cubre al volcán Katla.


Cuando salí del hostel lloviznaba ligeramente. El minibús, un trasto 4x4 que parecía un tanque preparado para atravesar cualquier río o cuesta que se pusiera por delante, llegó puntualmente. Ya en las dos primeras horas fui tomando contacto con este nuevo paisaje; pequeñas cortinas de humo empezaron a surgir a los lados de la carretera. Un paisaje verdoso de pequeñas plantas que poblaban los campos de lava apareció enseguida cuando nos internamos en la carretera secundaria que nos llevaba a Landmannalaugar. Al poco rato desapareció el asfalto, continuamos por una estrecha pista y poco a poco la paleta de colores empezó a enriquecerse de una manera proverbial. Hablaba más arriba del desierto y de sus posibilidades fotográficas, aquí sucedía lo mismo. La gama de colores de Los girasoles de Van Gogh se extendía a ambos lados de la pista como un regalo para los ojos. El tanque se metió de cabeza en dos ríos, y cruzó como un pachá sin arrugarse la línea de los pantalones por otros dos.


En realidad el recorrido de hoy era materia para la paleta cálida de un pintor, un plácido caminar que mis ojos disfrutaban con parecido gusto al que me producen los cuadros de los pintores que más aprecio. Las montañas romas, pero cuyos colores, café con leche, tabaco, una extensa gama de sienas, armonizaban entre sí como si previamente a su composición hubieran hecho un cursillo en armonía para quedar bonitas y presentables como una moza que espera alguna de las primeras visitas de su novio. Aquí y allá, en los lugares más húmedos, una mancha de verde brillante e intenso corría en la hondonada poniendo su bella nota discrepante en el conjunto de los ocres.


El tiempo se puso frío enseguida. Las fumarolas por todos los lados y el olor a azufre que corría por las laderas eran una nota exótica más. Al principio había gente en el camino, los que llegan en 4x4 y se dan una vuelta, mucha gente de Barcelona que habían llegado todos juntos en el avión de la tarde anterior, pero después de una hora de camino el sendero quedó deliciosamente solitario. Sólo una pareja que me adelantó y un pequeño grupo con el que me crucé encontré en todo el recorrido. En el primer refugio, el Hrafntinnusker, me hice un par de sopas de fideos chinos y continué el camino. Me tuve que poner el pluma y los guantes. Dos horas más tardes, cuando la senda se asomó a un extenso valle frente a los glaciares y al lago de Álftavatn, encontré el lugar idóneo para mi tienda. En previsión de que los vientos fueran excesivos, algo corriente en la zona, en esta ocasión opté por traerme una tienda algo más pesada y baja, mi antigua compañera del pasado año en mi recorrido alpino. Entre que la tienda es mucho más amplia y que he decidido traerme un hornillo parece que hubiera subido de la categoría de vagabundo a la de pequeño burgués de las alturas.


Y termino, porque las manos se me están quedando tiesas. Hace frío, sí, en este país. Me parece que me va a tocar dormir vestido.

Por cierto, el que quiera disfrutar de las fotos, que las hay muy buenas en esta ocasión, que se busque un medio para apreciarlas. Hoy me acordé de los amigos Antonio Creus y Fernando Ruiz, del Navi. Habrían disfrutado en un escenario como éste hecho a la medida de los fotógrafos amantes del monte y sus afines.







 















2 comentarios:

Unknown dijo...

Me he puesto al día de tus andanzas entre nieve, ceniza, montañas, rios.....y fresco. Besos y feliz soledad, caminante.

Alberto de la Madrid dijo...

Un besazo, Ana.