Cambio de planes. Camino del mar.






Entre Bensafrim y la Costa Atlántica, 20 de febrero de 2019

Via Algarviana. Vale de Lobos – Bensafrim – Algún cerro camino del Atlántico.


El rocío de la noche ha dejado sobre las hierbas y los arbustos una capa de agua que brilla desperezada con los primeros rayos del sol. De las diminutas campanillas rosas y blancas de los brezos se desprendían pequeñas lágrimas por el borde de sus pétalos. Las inhiestas hojas nuevas de las jaras extendían sus brazos como quien abre las ventanas de par en par para saludar al nuevo día. Por el sendero, junto al río, pasaba embozado un caminante que miraba abstraído a su alrededor pensando en una lejana mañana, muy parecida a ésta, en que una gruesa capa de escarcha tapizaba algún camino de Las Hurdes, unas Navidades que decidieron comprobar qué quedaba de esa Tierra sin pan del Buñuel de los años treinta. Por entonces, cada mañana, cuando comenzaban a caminar, un día hospedados en la casa del alcalde de Castillo, otros acampados a la orilla de un riachuelo o alojados en alguna escasa pensión del camino, el frío mordía en la carne y el campo aparecía como si despertara bajo una reciente nevada. De las chimeneas de las aldeas, El Gasco, Aldehuela del Camino, tantos pequeños pueblos miserables, se elevaba el humo ceremonioso de un mundo en donde todavía escaseaba el pan. Una mañana, cuando el sol ya había calentado la tierra y entraban en una de aquellas aldeas, se encontraron con una niña vestida de andrajos que les miraba desde la orilla de la carretera con la mirada recelosa de los desheredados de este mundo. Magdalena, se llamaba aquella chiquilla. La invitaron a tomar algo en un chiringuito de mala muerte que encontraron a la entrada del pueblo. Magdalena debió ser atendida en un centro especializado pero los padres habían optado por recibir una subvención en su lugar. La niña vagaba durante todo el día por las calles del pueblo como un perro tiñoso abandonado a su suerte.

El caminante va pensando en Magdalena y en el paisaje invernal de Las Hurdes, en los borrachos, tantos, de Navidad, en la falsa euforia con que les acogieron los vecinos de un pueblo en donde no había nadie sobrio y en cómo durmieron aquella noche entre la nieve de un paso de montaña, huidos a última hora de unas gentes con aspecto enajenado. Viajes a pie en invierno que quedaron grabados a fuego en la memoria como testimonio de un pedazo de España abandonada a su suerte. No eran lo tiempos de Buñuel pero no andaban lejos.



Las Hurdes. Invierno de 1975

El caminante, que esta mañana prescinde de los palos de caminar, va ricamente tranquilo con las manos en los bolsillos que es como andar paseando por la vida sin rumbo fijo. Saluda a las mimosas, henchidas de delicadas flores amarillas, redondas como brillantes uvas colgando entre las ramas, da los buenos días a una diminuta flor azul a la que hay que aproximarse mucho para admirar su belleza, en fin mira distraído a su alrededor como admirado de la vida que se muestra ante sus ojos.


En algún momento siente, él que es tan guarreras cuando se mete a patear los caminos del mundo, tanto de no probar su cuerpo el agua en una semana, que debe dedicar un rato a su higiene mental. Es la hora, de la misma manera que está la hora del té para los ingleses o la siesta para los españoles, de leer cosas que despabilen el espíritu, rato de gimnasia de otro tipo, religión, política, filosofía, algo con que pagar el débito que el caminante siente por la historia, por los hombres y mujeres que contribuyeron a mejorar el mundo. Recuerda aquello que leyó el pasado año de Ortega y Gasset, mientras caminaba por los Alpes, de que los bienes culturales y de todo tipo que disfrutamos en la actualidad no son bienes gratuitos, el hombre debe esforzarse por profundizar en las ideas y en la conciencia de sí si no quiere volver poco a poco sobre su condición de troglodita. El caminante termina recordando que lleva en su teléfono un viejo volumen de Ortega que leyó en su juventud titulado Ideas y creencias y sin pensárselo dos veces abandona cierto libro de política comenzado días atrás y “abre” el libro de Ortega con el gusto de quien se va a encontrar en él muchas referencias útiles de las que acaso ya se sirvió con anterioridad. “Las ideas se tienen; en las creencias se está”.

Las creencias, a diferencia de las ideas, no surgen en tal día y hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos, son nuestro mundo y nuestro ser. La particular curiosidad del caminante esta mañana está precisamente en saber, siendo las creencias algo propio que asumimos con la misma certeza de que tras la siguiente curva no se va a acabar el mundo, en saber, decía, cómo se “instalan” esas creencias en el individuo.

El defecto más grave del hombre es la ingratitud, encuentra que escribe Ortega apenas comenzada la lectura. “El ingrato olvida que la mayor parte de lo que tiene no es obra suya, sino que le vino regalado de otros, los cuales se esforzaron en crearlo u obtenerlo. Ahora bien, al olvidarlo desconoce radicalmente la verdadera condición de eso que tiene. Cree que es don espontáneo de la naturaleza”, lo que evidentemente es falso.


En los montes próximos los molinos de viento dan vueltas lentas y parsimoniosas como condenados en pena. A la izquierda aparecen las aguas de un embalse que se pierde entre los entrantes y salientes de las montañas. Pasan dos horas. Ahora el caminante ha cambiado de tercio y está de nuevo en el siglo XIX de la mano de Eça de Queirós. El primo Basilio ha logrado levantar los ardores de su prima Luisa y ésta, una vez ha bebido el mágico y dulce brebaje de la seducción, ha perdido el norte y se encuentra ya entre las redes de Basilio, en el que a estas alturas ya vemos a un tenorio sin escrúpulos dispuesto a jugarse la honra de su prima a los dados. Bueno, aquí digamos que el caminante echa de menos ya mismo las sutilezas de Proust. Eça de Queirós convierte en un canalla a Basilio de una manera tan rápida y vil que el viajero se siente molesto porque encuentra que el lujo de lo detalles a que se dedica de lleno el autor en modos, vestidos y hábitos burgueses habría necesitado también una buena cantidad de ese perfume romántico para convertir en un canalla al primo.


En fin, sobre las once encuentra el caminante un alcornoque sobre el que descansar su espalda y allí se queda a tomar un piscolabis y a secar como siempre la tienda de campaña. Pasa en un todoterreno una amable patrulla de polis, o algo así, que se interesan por su bienestar y que tras un breve intercambio de palabras ofreciéndose por si necesita algo, se despiden con un que pase un buen día.

Ufff. Esto se está haciendo muy largo, así que abreviemos que si no a nuestro caminante no le va a dar tiempo está noche a ver una peli.


La siguiente vez encontramos al caminante en un restaurante de Bensafrim. Mientras espera la sopa, ha sacado el teléfono y ha sondeado el terreno que queda por recorrer. Y en esto anda cuando siente curiosidad por ver el trazado de la Vía Vicentina, la ruta que, desde el cabo de San Vicente va costa arriba hasta Lisboa, y encuentra que si quiere seguir pateando Portugal y llegar al cabo San Vicente, tendrá que hacer de ida y vuelta un tramo común. Y naturalmente aquello no le gusta, así que se pone a indagar en los mapas y al final renuncia a llegar hasta el cabo y decide atajar desde Bensafrim directamente para alcanzar la ruta Vicentina al día siguiente.

Cuando sale del restaurante deja pues el GR15 que había llevado desde Odeleite y se dirige al mar por senderos que resultan muy agradables de caminar después de la comida.

Y bueno, se acabó, que ya está bien.

 










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