El mar…




Playa do Canal, 21 de febrero de 2019

Ruta Vicentina/E9. 


La noche cae sobre un Berlín en ruinas tras la derrota de Hitler. Mientras se suceden los títulos de crédito la cámara se pasea por una ciudad totalmente destruida donde la gente trata de rehacer su vida en medio de la miseria. Se trata de Alemania año cero, de Rosellini. En seguida me molestan algunas cosas de la película, un maestro en el que asoman sus tendencias pederastas, una puesta en escena poco convincente, actuaciones faltas de naturalidad. Me sucede algo parecido a lo que me pasaba días atrás con Pasolini, algo así como si estuviera viendo la cocina con que está fraguando el film y que no alcanza a meterme del todo en la trama de la historia. Me siento incómodo. Abandono. 



A través de la tela de mi tienda llega la luz de la luna. Ladran lejos unos perros y pienso ahora en la improcedencia de ese proyecto de días atrás de caminar por la noche a la luz de la luna. En esta parte de Portugal los perros y sus ladridos son tan abundantes por todos los lados que sería inquietante encontrarse con sus ladridos y la posibilidad de tropezarme con perros sueltos cada vez que atravesara junto a una casa aislada. Aldeanos que se despiertan de madrugada ante inusitados ladridos. No.

Cuando amanece no necesito asomarme al exterior para saber qué tiempo hace, el color del techo de la tienda y cierto quejumbroso gemido que viene de los eucaliptos de los alrededores, un ruido demorado como de madera sometida a la tensión del viento, me dice que hoy no veré el sol.


Seguir una traza del mapa en una aplicación siempre es como echar los dados a ver si tienes suerte. El mapa nunca dice si los caminos son de propiedad privada, si están cortados por alambradas o si hay leones rondando por el territorio. Pequeñas rayitas hoy que, día de suerte, van a ser una sorpresa para el caminante que, poco después de echarse a andar se encuentra con un pequeño y encantador sendero que corre por medio de una apretada vegetación y a donde llega el rumor de un arroyo. Las mimosas, los eucaliptos, los cantuesos, flores amarillas diversas, jaras, todo denso e intransitable más allá del camino.

Después de dos horas el valle se abre y de repente me encuentro ante unas flechas que indican que estoy en el E9, GR11 en Portugal, es decir el sendero que recorre toda la costa occidental de Europa y que viene a concluir en Estonia, eso me dice por FB Manuel Coronado momento después cuando se lo comento. Se trata de un itinerario que he recorrido en gran parte al norte de Lisboa, las rías gallegas y la costa cantábrica. Estos caminos que atraviesan humildemente un puñado de países, indiferentes siempre a la velocidad y recreándose en lo parajes naturales más notables, son realmente las venas limpias de una Europa que necesita preservar a toda costa de la barbarie los espacios naturales. Es de alabar el cariño y el empeño que ponen en Portugal para preservar y fomentar el uso de estos caminos que atraviesan miles de kilómetros del país y que las autoridades responsables han señalizado y acondicionado de manera impecable.

No era mi camino propuesto el día anterior, pero ante la sugestiva señalización me decido a seguir el E9 que todavía no sé si se corresponde con la ruta Vicentina que me propongo tomar. Ambas rutas pasan por Lisboa así que tanto monta. De ellas elegiré después, en el caso de que difieran, la que más cercana al mar discurra.


Después del mediodía en algún lugar me separé de la ruta con intención de encontrar un restaurante. Hubo suerte. Un asado cocinado a conciencia, un sofisticado postre muy apetecible y dos cervezas me dejaron en condiciones de continuar de inmediato mi camino. Me encontré con la Ruta Vicentina enseguida. Mi destino para hoy era la playa do Canal, al sur de la famosa de Arrifana. No tardé en divisar el mar. Un gran monolito de roca se alzaba frente a los acantilados de la costa. El camino que traía descendió en algunas lazadas y pronto se remansó junto a una playa de rocas. Un grupo de jóvenes alemanes compartían un par de furgonetas que estaban aparcadas en el prado junto al agua.

Era pronto, me senté junto a la orilla del mar.


El mar, descanso para el alma, fragor de olas, un sol como de nieve cayendo su estela agitada sobre un mar de espumas; y el romper imperturbable contra los acantilados, contra el brillo metálico de las rocas romas que cubren la playa, negras, como bruñidas, el tiempo y el agua dándoles forma, rompiendo sus aristas acaso agudas en otro tiempo. El mar, tosco y encrespado con el flequillo de sus olas levantado por el viento. El mar, siempre tan infinito y misterioso en su inmensidad. Imperturbablemente ruidoso y agitado. Ah, el mar al que el caminante nunca deja de acercarse con una pequeña inquietud en el alma. El ejemplo, con el cielo, de esa idea de infinito que el alma trata de comprender inútilmente. Lo infinito en el tiempo y en el espacio frente a la temporalidad y nuestra limitada existencia agita con su bramar el ánimo de quien lo contempla. Lo agita primero, pero enseguida lo disuelve en la paz de la contemplación, el sol cayendo, las olas amansándose, el viento frío recordando al fin que estamos a mitad del invierno.

Hora de poner la tienda frente al crepúsculo que empieza a vestir de ámbar el horizonte. Primer día junto a la orilla del mar: un privilegio que el caminante agradece poco después mirando desde su saco de dormir los últimos fulgores del día.
























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