¿Caminar sin destino?


 

  
Cercanías de playa de Samoqueira, 22 de febrero de 2019

Ruta Vicentina/E9.  Playa do Canal – Playa de Samoqueira.


Uno de los inconvenientes que tiene este amante de los caminos es el hecho que implica dirigirse a un lugar concreto. Lo mediatizados que estamos por tener que ir de A a B, por la hora y los destinos, cuando en realidad ni la hora ni el destino son relevantes para el caminante, hace que en ocasiones la cosa sea fastidiosa. Metidos en la camisa tiempo-espacio, pareciera que, habituados por esa manera de concebir la vida en donde todo tiene su espacio y su tiempo, no pudiéramos movernos gratuitamente sin más, sin destino.

Ese condicionamiento que nos lleva a concluir recorridos, asuntos, tareas, da la impresión de que estuviera enquistado en nuestra naturaleza al punto de dominar nuestro comportamiento sin que seamos conscientes de ello más que a medias. Este verano, que recorría lo Alpes sin rumbo fijo, vagando de un valle de a otro, de un país a otro, sin destino preciso, después de un mes de caminar por las montañas de Alemania, Austria, Italia y Suiza, llegó un momento en que mi habitual ánimo, empeñado en tres años anteriores en recorrer los Alpes de punta a punta aunque por rutas diferentes, se vio en algún momento desorientado cuando a mitad del verano noté que me faltaban fuerzas, ganas, fuelle, o como se lo quiera llamar, para seguir caminando. Sentado en el col Theodulo, entre Zermat y Cervinia durante un largo rato descubrí simplemente que ya no tenía ganas de seguir y que por tanto me marchaba a casa. Esa era la razón real, pese a otras explicaciones que me di entonces.

A diferencia del pasado verano el año anterior, que tenía un objetivo muy preciso, atravesar desde las orillas del mar Adriático hasta Niza, no solamente no cejé en el empeño hasta el final sino que todavía me quedaron fuerzas para cumplir otro objetivo que se fraguó en mi cabeza a última hora, atravesar Cerdeña de norte a sur por el tortuoso GR-20.

Hoy recordé esa circunstancia reflexionando sobre la razón de por qué coño tenía yo que tener en la cabeza la idea de llegar a no sé dónde con lo agradable que era caminar sin más por esta mañana de un invierno tan templado y agradable. ¿Será necesario siempre tener un proyecto que cumplir? ¿No nos podremos abandonar a la gratuidad de caminar simplemente? En la psicología de la Gestall parece que se especula sobre esta tendencia que necesita de tareas terminadas, de percepciones concluidas como algo inherente a nuestro modo de ver la realidad. Para mí que estamos condicionados por un tipo de cultura cuyas peculiaridades probablemente no coincidan con otras alejadas en el espacio o en el tiempo. Nuestro concepto del tiempo, por ejemplo, cuando yo empecé a trabajar en un pueblecito de Asturias y pedía una cerveza en el bar y tardaban en traérmela un cuarto de hora, cosa corriente en aquel mundo rural de entonces donde el tiempo apenas parece existir, ese concepto se daba de bruces con el de aquel pueblo. Tampoco lo que había que hacer o no en el lugar tenía mucha importancia; a fin de cuentas llevaban siglos viviendo de aquella manera. Allí nadie a quien se le hubiera propuesto dar un paseo por el monte habría aceptado subir a determinado pico.

Caminar sin más para ensimismamarse con el paisaje o con los propios pensamientos parece que está de más hoy por mucho que quiera imponérmelo… entre otras cosas, hoy mismo, porque se me acabó la jala, jeje.

Me he enrollado tanto con eso de querer caminar sin tener que ir a un lugar preciso, que se ha echado la tarde encima con este asunto.


No quería dormir lejos del mar. Destino no tendré pero deseo de pasar la tarde y noche en un lugar hermoso es prioritario sobre todas las cosas. Me cuesta dar un gran rodeo fuera de la Ruta Vicentina, pero… Tras la comida, y después de llegar a Rogil, decido dirigirme directamente hacia el mar. En mi mapa toda la costa aparece recorrida por una pequeña senda que, después de llegar a la playa de Odeceixe, se vuelve varios kilómetros hacia el interior para alcanzar el pueblo del mismo nombre. La costa aparece despejada de casas o habitáculos que vayan a molestar mi soledad. En el camino, mientras comienzo un volumen titulado El hombre, la escritura y la muerte, una serie de conversaciones con el antropólogo Pierre-Emmanuel Dauzat, la luz es tan bonita que aprovecho para arrodillarme varias veces a tomar alguna fotografía de esas diminutas criaturas que crecen a la vera del camino; en otras ocasiones es el paisaje, llano, pero de un colorido que merece la pena probar a recoger con la cámara. Esta vez estoy dispuesto a sacarle mejor partido a mis fotografías y, aunque me sirvan para ilustrar los post pienso más en hacer una buena colección que después trabajaré en casa. Para ello hago las tomas en dos formatos JPG y RAW; este último permite hacer virguerías, son copias en bruto que con un software adecuado se tiene la posibilidad de mejorar y corregir las copias.


Mientras Dauzat cuenta la larga epopeya de su huida durante la Segunda Guerra Mundial de un campo de prisioneros alemán, mi sendero se va acercando al mar. Se ha hecho un poco tarde y el crepúsculo y el mar lucen ya sus mejores galas, lo que me va a privar de ese rato de contemplación que yo había esperado porque me apremia encontrar un lugar para poner la tienda. La playa está ahí mismo, solitaria y ensimismada con el atardecer pero necesito un lugar donde tenga la seguridad de que no voy a tener visitas. A la derecha sigo un caminillo entre las dunas que trepa sobre los acantilados. El atardecer está espléndido, el sendero zigzaguea entre plantas suculentas y pequeñas flores blancas y arracimadas que me detengo a fotografiar. El dibujo de la costa, un alto acantilado, es una línea quebrada que se pierde unos kilómetros más allá. El rizo longitudinal de las olas avanza en sucesivos embates creando una bella armonía de líneas claras y agitadas que contrasta con el oscuro perfil de la costa.

Después de caminar un cuarto de hora empiezo a ver que va a ser difícil encontrar ese anfiteatro en el que yo había pensado, así que termino improvisando mi campamento en el mismo camino cuando encuentro un trozo adecuado. Hace un viento considerable y las piquetas de mi tienda no servirán en absoluto, así que desmontando mis bastones, obtengo seis piezas sólidas, fijo la tienda con ellos. Una preocupación menos, porque no las tenía yo todas conmigo por razón del viento. Los trozos de bastón han entrado dos palmos en la arena.

 

Apenas tengo tiempo para disfrutar del atardecer, unas fotos cuando la tienda está puesta y san se acabó. Es de noche, resta un pequeño resplandor sobre el mar, la música de las olas me llega de unos cincuenta metros más abajo, es un ruido cavernoso que unido al del viento vapuleando la tela de la tienda me va a acunar durante toda la noche. La soledad del lugar, el mar ahí abajo sugerente de algo inaprensible y profundo imponen en mi ánimo una sensación de recogimiento y expectación. Lo digo a menudo en mis posts, a veces se me escapa, pongo un punto y a continuaciones escribo la palabras “sensaciones”. Sensaciones. A eso he venido aquí, me digo, a recolectar sensaciones. De parecida manera a como otros recolectan setas yo me empeño en recolectar sensaciones. Ya que estamos en Portugal me voy a permitir volver a repetir aquello que decía Fernando Pessoa, de que las sensaciones son lo mejor que tenemos.


Ayer, curando terminé la peli, al final volví sobre El Decamerón, abrí mi ventana un rato y estuve contemplando las estrellas. Orión aparecía con sus brazos estirados y su carcaj al cinto en mitad del firmamento como un gran señor que dominara la noche. Ninguna luz atenuaba el brillo de las estrellas. Las olas rompían impetuosas sobre los guijarros. Si a esta pasión cumplida de caminar le añado esta otra de mis noches junto al mar o entre las montañas siento como si no cupiera más en el recipiente de mis sensaciones.



 














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