Arenha do Mar, 23 de febrero de
2019
Ruta Vicentina/E9. Playa
Samoqueira – Azenha do Mar.
Me despierto con las primeras luces
del alba. El viento agita la tienda, el ruido del mar pone un punto de
inquietud en mi ánimo, así de horrísono suena esta mañana el estrépito de las
olas, tanto que me siento sobre un buque en trance de naufragar. Rememoro un
viaje por el mar de Java en una frágil embarcación que brincaba entre las olas
alarmantemente. Entonces se me iba el tiempo en escrutar el rostro de los
marineros y el mar, considerando por sus gestos, tranquilos o inquietos, la
posibilidad de una situación de peligro. No parecían alterados, esto es el pan
de cada día, decían sus miradas. Como se ve, se puede ser un miedoso y un
amante a la vez. Hoy esta soledad y este impetuoso bramar me inquieta. Ha
sonado el despertador, pero no me levanto como de costumbre. Me bebo a sorbitos
cortos este ambiente en la tenue luz del amanecer. Sensaciones. Graznidos de
gaviotas. Una pausa, un breve silencio y de nuevo el mar, volcando toneladas de
agua bajo mis pies sobre las rocas del acantilado, semeja un enorme animal
antediluviano embistiendo con su testuz contra la solidez de la costa. Ahora
son unos pequeños pajarillos los que intervienen en este concierto matinal con
la delicadeza de su canto. Abro la cremallera de mi tienda por un momento, me
asomo, está cubierto. Acaso el mar está enfurruñado por esta razón. Del doble
techo de mi tienda cuelgan, agitadas como banderolas budistas, las cintas que
sellaban las costuras del techo. Se han desprendido ya la mitad de ellas. El
primer día que llueva voy a estar con la duda permanente de si se colará o no
el agua por ellas. Una pena de tienda, porque me gusta, es confortable, puedo estar
sentado cómodamente en ella, pero tiene defectos que no sé si podré solucionar.
Estoy perezoso. También una pizca
inquieto por tan abultado ruido del mar, apenas mi tienda en caída libre sobre
él a pocos metros del labio del acantilado. Odeceixe debe de estar a un par de
horas siguiendo la línea de los acantilados y de momento no quiero molestarme
en pensar cómo es la continuación. Soy consciente de esta pequeña situación
excepcional en la que mi ánimo, el mar, el viento y las gaviotas y pajaritos
confluyen. En ocasiones, del confluir de circunstancias dispares puede nacer,
de hecho ha nacido, un especial estado de conciencia que merece la pena mimar.
A ver qué sucede. Espero sugerencias del mar, acaso espero esa frase del
clarinete que aparece inesperadamente entre la música repentinamente atenuada
de violines, violoncelos y el trepidar de los timbales, aquella música que nace
dulce y meliflua tras la tormenta en La
Pastoral de Beethoven como un
alivio. Qué sé yo, esperar algo. Por aquí no va a pasar ni Dios, no tengo ni
prisa ni destino esta madrugada. Estoy a gusto en el saco de dormir, ¿por qué
no tomarme un respiro? Quizás salga del mar una sirena y venga a hacerme
compañía. Mi tienda es sumamente estrecha pero tratándose de una sirena seguro
que hasta en mi saco cabría. Uhmmm. “Era un niño que soñaba /un caballo de
cartón /abrió los ojos el niño/ y el caballito no vio”. Lo cantaba en clase con
mis alumnos de ocho años. Tiempos aquellos en que la inocencia de los Reyes
Magos acariciaba los deseos y les daba cumplimiento en determinados días.
Ahora, aunque ya soy un poco grande, me hago el tonto y espero a que esa música
penetre de delicias mis sentidos y que al instante siguiente ésta se transforme
en sirena. Así que a la espera de la sirena ando. No sólo de pan vive el
hombre...
Creo que voy a abandonar mis
sueños que amenazan traspasar las almenas de mi palacio con sus dulces
requerimientos y me voy a poner en marcha. Un caminante debe ser serio y por
tanto eso… caminar, que para eso ha venido a Portugal; así que arriba, basta de
cuentos de inquietudes y sueños que a punto están de traspasar, previa la
nostalgia, un momento poco oportuno a esta hora de la mañana. Voy a hacerme mi
muesli con capuchino, desayunaré y levantaré el campamento. Además, un rayo de
sol está empezando a llegar a mi tienda por encima de las dunas.
Hoy me siento como en mi casa, esta mañana sí
que no necesito dirigirme a ningún sitio. Caminar, sólo caminar y el placer de
descansar los ojos en el mar.
Estoy en el climax ese añorado de vivir el momento, copa de dulce vino frente al esplendor de la
naturaleza. Algunos lo llaman plenitud.
Hoy sí que no hay prisa estoy
yendo por los más bellos litorales que conozco, los colores, las flores, el mar,
la luz suave del invierno.
Y dormirás en un lecho de flores
con cuatro montañeros que te hablarán de amores, eso cantábamos a veces de
regreso de los Galayos en el autocar de Goyo, eso y alguna barbaridad por la
que hoy las feministas pedirían la cabeza de algunos. Por cierto que hoy a Ortega
y Gasset se le escapó asegurar que las feministas eran como los machistas pero
con faldas. Yo no digo nada, sólo cito; quizás en algún rincón del feminismo
fundamentalista se encuentren retazos de este aserto. Un lecho de flores el que
he caído al final de la tarde frente al rumoroso mar. Perfecta jornada ésta de
caminar junto al Atlántico, un litoral que se encuentra entre los más hermosos
que conozco. Caminar hoy desde temprano por la costa es como hacerlo por el
interior de un templo. La magnífica grandiosidad que se respira junto a las
olas desde lo alto de los acantilados, donde una vegetación ubérrima cubre las
doradas dunas, y la absoluta soledad del lugar invitan al recogimiento
interior, tal como si la naturaleza fuera ese templo en el que dar gracias a un
posible creador. Transmite el aislamiento y la inmensidad del mar cierto
arrobamiento de devoto adicto a eso que sucintamente llamamos naturaleza pero
que a estas alturas forma con el caminante una suerte de comunión quasi
mística. Allá con los que piensen que exagero.
Es el caso que hasta el gesto
simple de hacer una fotografía se me aparece hoy como parte de un oficio
religioso cuando me arrodillo en la arena para fotografiar una flor, algo que
termina siendo un rito por las numerosas veces que me postro para hacer una
toma. Uno, que dejó de creer en Dios a las puertas de la adolescencia, piensa
perplejo en esta paradoja que hoy me convierte en feligrés de una religión en
donde a falta de dioses de carne y hueso o espíritu, el mar, el cielo y la
extraordinaria belleza de esta tierra, toman el relevo a cuantas deidades
queden sobre la tierra. La belleza, el amor, la naturaleza, el cielo tachonado
de estrellas, sustituyen con mucha más verdad y propiedad a todos los dioses
que hasta ahora inventó el hombre.
Camino hasta el mediodía, como en
Odeceixe y a las dos estoy de nuevo en marcha. El rito de arrodillarse a tomar
alguna foto de una flor, un trozo de mar, la playa de Odeceixe ahora ahí abajo
lamida por las olas. Incluso me tumbo un rato a la sombra. No hay prisa, llevo
agua y en las etapas de hoy y mañana el aprovisionamiento lo tengo asegurado.
Así que sentado frente al atardecer donde el sol va dejando ya su fulgurante
estela de luz sobre el mar, voy dando fin a mis anotaciones en este diario de
caminante. Todavía me quedan mis ejercicios de espalda y un rato de yoga frente
a ese sol trémulo que poco a poco se va acercando al horizonte.
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