Ruta Vicentina/E9. Azenha do Mar –
Cavaleiro.
Es una mañana bonita, tranquila,
apacible, con el mar relativamente calmo, relativamente porque el Atlántico, a
diferencia del Mediterráneo, es imposible no recordar cuando años atrás lo
recorrí entre el Cabo de Creus y Málaga, cómo tantas mañanas el mar despertaba
calmo como una balsa de aceite, a diferencia, decía, siempre parece tener la
inquietud dentro del cuerpo. Sobre la playa dos Machados, encajada entre acantilados
y acaso relativamente inaccesible, contemplo cómo la línea de las olas, formando
un amplio arco, avanzan ceremoniosas como un ejército disciplinado, hasta
depositar sobre la arena la espuma de su encaje.
Un invierno que más parece
primavera avanzada que otra cosa, visita esta magnífica costa limpia y
arreglada a donde todavía no ha llegado la fatuidad de los políticos para
prohibir todo lo que sea posible prohibir. Dice mucho de un país donde se han
hecho grandes inversiones en acondicionar caminos y señalarlos, el que en dos
semanas largas que llevo caminando por sus espacios naturales ni en una sola
ocasión me haya encontrado con un letrero que prohíba acampar, ese manía
persecutoria que las necias administraciones de nuestro país usan con tanta prodigalidad
hasta el punto de que en Aragón te pueda despertar de madrugada la guardia
civil para decirte que en esta comunidad no se permite dormir en un vehículo.
La pareja que nos despertó en las cercanías de Broto no sé si se habían tomado
una copa de más, pero eso dijeron.
Magnífico Portugal donde se puede
comer tan bien, y tan económico, si quieres –7,5€ el plato del día en muchos
restaurantes- y en donde no hay temor de que te acosen con prohibiciones, donde
el invierno es tan templado y la luz es tan bonita en esta época.
Dos cigüeñas vuelan parsimoniosas
sobre mi cabeza compartiendo la tibieza del aire con las gaviotas. Las sigo a
través del zoom de la cámara. Sin meta, sin prisas, ellas sin el apremio de la
comida o la necesidad de fabricar un nido. Volar por volar, no más, ese placer
que yo nunca probé, en otra reencarnación será, y que amigos del FB practican y
hacen compatible con la escalada. Dichosos ellos. Me senté a media mañana a
contemplar el mar, la vida, la blancura de las olas y ganas me dan de quedarme
aquí todo el día. Venía leyendo a Ortega que desarrollaba la idea de la imposibilidad
de la traducción basada en la diferencia de los mundos tan diferentes, cultura,
historia que sustentan los lenguajes
particulares, y tropecé con este balcón donde acaso cumplir mis rutinas
diarias. Sacar unas barritas de muesli y chocolate, unas almendras y dedicarse
a contemplar esas enormes olas que se forman unos centenares de metros frente a
mí, termina siendo el motivo esencial de este trozo de mañana.
Anoche la desbordada cinefilia de
Truffaut ocupó mi hora de cine. Sí, La
noche americana, donde Truffaut, como ya lo hiciera Aute
“Cine, cine, cine,
más cine por favor,
que todo en la vida es cine
y los sueños,
cine son… “
aparte de mostrarse como amante
incondicional del cine nos muestra el apasionante trabajo que se hace tras las
bambalinas de los estudios o en exteriores para conseguir encandilar al público
con su arte y su magia. Un homenaje al cine y a todo su mundo y complejidad del
que Truffaut, con pequeñas tramas internas entre actores y técnicos, hace una
buena película que mantiene la atención de un espectador encantado del
espectáculo hasta el último momento.
Tras la comida hablo con Victoria
que me preguntó el día anterior si estaría en casa en una semana. Una fiesta
familiar que nos reúne de vez en cuando en torno a la una barbacoa a
mallorquines, villalvienses y acaso murcianos. Y yo, que había mirado
perezosamente el mapa para calcular sui
generis la cosa, le digo que bueno, que intentaré apretar, o termino antes
de llegar a Lisboa y el próximo viernes cojo el Alsa nocturno y… ufff (ya me
veo corriendo y poniendo hora y fecha a mi
caminar, que tan poco me gusta). Vamos, que por teléfono se ha apiadado
de mí y ahora, que ya me he quitado el susto del cuerpo, puedo recuperar de
nuevo mi ritmo, que es un ritmo que a estas alturas se ha ajustado como zapato
al pie con tal suavidad y morbidez que hacen de mi caminar una delicia en medio
de este templadísimo invierno atlántico.
Es lindo eso de despertar por la
mañana y tener todo el día el mar ahí a mi vera. Una vez escribí un libro
titulado España a pie. Las rías gallegas,
fue un hermoso recorrido marino a través de todas las Rías Gallegas. Era la
primera vez y aquello me dejó una impronta que de vez en cuando despierta en mí
la añoranza de extender cada noche mi saco de dormir a la orilla de las olas.
Después vinieron todas las islas del Mediterráneo occidental, las Canarias, el
Cantábrico, el Mediterráneo. Tiene un no sé qué el caminar junto al mar, algo,
no sé, las olas, su inmensidad, su belleza, que deja en el ánimo una apaciguada
sensación de bienestar. Hoy, sin más, que volví a encontrar otro coqueto balcón
sobre el atardecer. Ese tiempo de paz para sentarte y contemplar las olas o las
gaviotas en soledad, siempre rodeado por el oleaje, hoy tranquilo,
imperturbable, compañero de mi ánimo y sonajero dentro de un rato de mi sueño.
Le decía hoy a mi amiga de Levante
que un día de estos voy a elegir un miradero tranquilo para escuchar durante un
par de horas a Debussy, La mer, Preludio a
la siesta de un fauno... una música que evocando el mar multiplique las
resonancias que éste y la propia música sugieren. Es cosa de encontrar el
momento propicio, esa conjunción necesaria de los planetas en que acaso surjan,
eso, nuevas sensaciones. Un ramillete de ellas con que llenar una mañana en
alguna balconada frente al Atlántico.
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