Cine, cine, cine, más cine por favor…





 Cercanías de Cavaleiro, 24 de febrero de 2019


Ruta Vicentina/E9. Azenha do Mar – Cavaleiro.


Es una mañana bonita, tranquila, apacible, con el mar relativamente calmo, relativamente porque el Atlántico, a diferencia del Mediterráneo, es imposible no recordar cuando años atrás lo recorrí entre el Cabo de Creus y Málaga, cómo tantas mañanas el mar despertaba calmo como una balsa de aceite, a diferencia, decía, siempre parece tener la inquietud dentro del cuerpo. Sobre la playa dos Machados, encajada entre acantilados y acaso relativamente inaccesible, contemplo cómo la línea de las olas, formando un amplio arco, avanzan ceremoniosas como un ejército disciplinado, hasta depositar sobre la arena la espuma de su encaje.

Un invierno que más parece primavera avanzada que otra cosa, visita esta magnífica costa limpia y arreglada a donde todavía no ha llegado la fatuidad de los políticos para prohibir todo lo que sea posible prohibir. Dice mucho de un país donde se han hecho grandes inversiones en acondicionar caminos y señalarlos, el que en dos semanas largas que llevo caminando por sus espacios naturales ni en una sola ocasión me haya encontrado con un letrero que prohíba acampar, ese manía persecutoria que las necias administraciones de nuestro país usan con tanta prodigalidad hasta el punto de que en Aragón te pueda despertar de madrugada la guardia civil para decirte que en esta comunidad no se permite dormir en un vehículo. La pareja que nos despertó en las cercanías de Broto no sé si se habían tomado una copa de más, pero eso dijeron.

Magnífico Portugal donde se puede comer tan bien, y tan económico, si quieres –7,5€ el plato del día en muchos restaurantes- y en donde no hay temor de que te acosen con prohibiciones, donde el invierno es tan templado y la luz es tan bonita en esta época.


Dos cigüeñas vuelan parsimoniosas sobre mi cabeza compartiendo la tibieza del aire con las gaviotas. Las sigo a través del zoom de la cámara. Sin meta, sin prisas, ellas sin el apremio de la comida o la necesidad de fabricar un nido. Volar por volar, no más, ese placer que yo nunca probé, en otra reencarnación será, y que amigos del FB practican y hacen compatible con la escalada. Dichosos ellos. Me senté a media mañana a contemplar el mar, la vida, la blancura de las olas y ganas me dan de quedarme aquí todo el día. Venía leyendo a Ortega que desarrollaba la idea de la imposibilidad de la traducción basada en la diferencia de los mundos tan diferentes, cultura, historia  que sustentan los lenguajes particulares, y tropecé con este balcón donde acaso cumplir mis rutinas diarias. Sacar unas barritas de muesli y chocolate, unas almendras y dedicarse a contemplar esas enormes olas que se forman unos centenares de metros frente a mí, termina siendo el motivo esencial de este trozo de mañana.


Anoche la desbordada cinefilia de Truffaut ocupó mi hora de cine. Sí, La noche americana, donde Truffaut, como ya lo hiciera Aute

“Cine, cine, cine,
más cine por favor,
que todo en la vida es cine
y los sueños,
cine son… “

aparte de mostrarse como amante incondicional del cine nos muestra el apasionante trabajo que se hace tras las bambalinas de los estudios o en exteriores para conseguir encandilar al público con su arte y su magia. Un homenaje al cine y a todo su mundo y complejidad del que Truffaut, con pequeñas tramas internas entre actores y técnicos, hace una buena película que mantiene la atención de un espectador encantado del espectáculo hasta el último momento.


Tras la comida hablo con Victoria que me preguntó el día anterior si estaría en casa en una semana. Una fiesta familiar que nos reúne de vez en cuando en torno a la una barbacoa a mallorquines, villalvienses y acaso murcianos. Y yo, que había mirado perezosamente el mapa para calcular sui generis la cosa, le digo que bueno, que intentaré apretar, o termino antes de llegar a Lisboa y el próximo viernes cojo el Alsa nocturno y… ufff (ya me veo corriendo y poniendo hora y fecha a mi  caminar, que tan poco me gusta). Vamos, que por teléfono se ha apiadado de mí y ahora, que ya me he quitado el susto del cuerpo, puedo recuperar de nuevo mi ritmo, que es un ritmo que a estas alturas se ha ajustado como zapato al pie con tal suavidad y morbidez que hacen de mi caminar una delicia en medio de este templadísimo invierno atlántico.


Es lindo eso de despertar por la mañana y tener todo el día el mar ahí a mi vera. Una vez escribí un libro titulado España a pie. Las rías gallegas, fue un hermoso recorrido marino a través de todas las Rías Gallegas. Era la primera vez y aquello me dejó una impronta que de vez en cuando despierta en mí la añoranza de extender cada noche mi saco de dormir a la orilla de las olas. Después vinieron todas las islas del Mediterráneo occidental, las Canarias, el Cantábrico, el Mediterráneo. Tiene un no sé qué el caminar junto al mar, algo, no sé, las olas, su inmensidad, su belleza, que deja en el ánimo una apaciguada sensación de bienestar. Hoy, sin más, que volví a encontrar otro coqueto balcón sobre el atardecer. Ese tiempo de paz para sentarte y contemplar las olas o las gaviotas en soledad, siempre rodeado por el oleaje, hoy tranquilo, imperturbable, compañero de mi ánimo y sonajero dentro de un rato de mi sueño.

Le decía hoy a mi amiga de Levante que un día de estos voy a elegir un miradero tranquilo para escuchar durante un par de horas a Debussy, La mer, Preludio a la siesta de un fauno... una música que evocando el mar multiplique las resonancias que éste y la propia música sugieren. Es cosa de encontrar el momento propicio, esa conjunción necesaria de los planetas en que acaso surjan, eso, nuevas sensaciones. Un ramillete de ellas con que llenar una mañana en alguna balconada frente al Atlántico.


















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