“En sus senos repletos me amamanto de vida”




En sus senos repletos me amamanto de vida. (Novalis. Introducción a Enrique
 de Ofterdingen). No dice Novalis a quién se refiere: ¿la naturaleza, la belleza,
 el amor…?


Entre Almograve y Vila Nova de Milfontes, 25 de febrero de 2019

Ruta Vicentina / E9.


Es difícil no sucumbir al argumentario de un intelectual conocido, en este caso Ortega y Gasset, que con tanta frecuencia se nos muestra brillante hasta no poder seguirle en sus pesquisas porque uno se siente disminuido por la contundencia de la claridad de sus ideas. Es difícil, sí, pero hoy, que caminar por el esplendor austero de las dunas y la humilde y sencilla flora me transmiten también su influjo, influjo no sólo estético sino también intelectual, me voy a atrever a decir que en esta ocasión Ortega yerra en sus argumentos sobre la mística a la que sitúa como si ésta se moviera en un quimérico engaño prometiendo permanentemente el descubrimiento de algo profundo y mistérico pero que al final se queda en agua de borrajas. Naturalmente ante la ambigüedad de la mística y sus promesas Ortega antepone la firmeza de la filosofía como para de algún modo poner en evidencia la firmeza de la mística, si no para ridiculizarla; Ortega recurre a una imagen un tanto grotesca propia de quien está tan asumido de la verdad que predica y bromea dueño él de la audiencia. Así, cuenta que, “cuando Teófilo Gautier volvió a París de su viaje por España, todo el mundo se lo conoció en la cara, porque la traía tostada por el sol transpirenaico. Según la leyenda bretona, los que bajaban al Purgatorio de San Patricio no volvían a reír nunca. La rigidez de los músculos cigomáticos, solícitos obreros de la sonrisa, servía de «auténtica» a su excursión subterránea”. El místico, por el contrario, según él, vuelve intacto, impermeable a la materia soberana que durante un rato le ha bañado. En este punto pareciera que Ortega fuera ciego y no recordara a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa, arrebolados y sumidos en una transcendencia cuando inspirados por los momentos de profundo misticismo escribían versos inolvidables. Días atrás Quique, el chico de mi hija Lucía, haciendo elogio de la cocina portuguesa decía que si para Eliot San Juan de la Cruz no era un poeta sino el poeta, para él en Portugal no se come bien, en Portugal se come. Añado que si paradójicamente Quique, un gourmet enterado tanto de poesía como de gastronomía, mezcla carnes con pescados, bien puedo decir yo que Ortega se equivoca anteponiendo la teología y la filosofía a la mística, o lo que es lo mismo situando a esta última como ilusoria pretensión de conocimiento. En realidad es ello un ejemplo de la óptica que aplicamos al conocimiento en Occidente en contraposición a Oriente donde la intuición y la mística adquieren un rango que se acerca más a un conocimiento íntimo y esencial de la realidad.


Hubo un desayuno un poco raro esta mañana, unos fideos chinos apretados y espesos, entre otras cosas porque ayer tarde no cargué con suficiente agua pensando, claro está, que ya encontraría por el camino… cosa que pienso muchas veces consciente de que el agua pesa en exceso para mi gusto. Tampoco la cena fue muy allá, algún mendrugo de pan y unas pocas almendras. Después de Cavaleiro, donde me detengo a desayunar, los colores se convierten en sujeto admirado de la mañana, las dunas, las rocas color canela, las pequeñas flores creciendo solitarias en la arena, el mar al fondo tras un cuajado de flores.

Me salgo del camino y trepo la pendiente abrupta de unas dunas a la búsqueda de alguna fotografía. Esta mañana parezco un entomólogo yendo a la caza de ejemplares raros, un fotógrafo a la caza de colores y texturas. El sendero se mete momentáneamente en una cárcava y entonces aparece un apretado bosquecillo de cuento que atraviesa un riachuelo cuyas orillas están cubiertas de juncales y de una apretada vegetación.


Cerca de Almograve la costa repentinamente baja y se pone a la altura del mar. Es la hora de la comida. Apenas he abandonado la modalidad avión, que durante el día me ayuda a ahorrar considerable batería, cuando entra un email cuyo remitente de momento no cuadra en mi realidad inmediata. Se trata de una vieja amiga vasca a la que cuando conocí llamé enseguida Marichu en honor a la protagonista de una divertida novela que leía por entonces mientras hacía el Camino Norte de Santiago. Se trataba de El beso de la sirena, de Andrea Camilleri. Hacía casi un año que no sabía nada de ella. La razón que me daba para tan inesperada carta era que la noche anterior había soñado conmigo y que de inmediato había querido saber de mí. Como Marichu es tan enamoradiza como yo en seguida quiso saber si, además de estar caminando seguramente por algún lugar del planeta, estaba en fase de enamoramiento. Marichu, que se había reído mucho, una primera noche que compartimos una enorme cama en un hotel cuyos balcones daban al mar, al contarle lo fácilmente que me enamoraba cuando encontraba unas pupilas que sintonizaban con las mías, antes de nada quería saber en qué estado sentimental se encontraba el caminante.

Después del café, mientras me tomaba un chupito de orujo y tras darle noticias de que andaba recorriendo a pie la costa portuguesa, le contesté:

“No estoy en época de enamoramiento, quizás porque es invierno y todavía la sangre fluye con cierta calma, ¿o será la edad?, ¿o será que voy cumpliendo muchos años? ¿O será, Dios, quién sabe? El caso es que recordando las borracheras que me he pegado en otro tiempo a cargo de eso que llaman enamorarse, no estoy yo muy seguro si a estas alturas mi cuerpo resistiría tanto embate, embate como el de grandes olas sobre un barco que no sé yo, acaso, terminaría en deshacerse en un astillero disperso en ese mar que estos días me acompaña, me abraza, me arrulla, me canta nanas cuando me duermo acunado por las olas.

Dios santo, la verdad es que estaría otra vez dispuesto a probar a enamorarme, pero tendría que ser al modo en que Alan Watts se mete mescalina o LSD en el cuerpo, algo que no sea adictivo, experimentar la vida, probar lo que sucede en la cercanía de otro cuerpo, rozar con las yemas de mis dedos un pubis, unos pechos con lo ojos cerrados, sentirse entre lo brazos de una sirena. Un escenario ya, cada vez más improbable por razones cabronamente obvias, porque el mundo que veo a mi alrededor, o que me ha tocado en suerte vivir, es tan pragmático y sujeto a norma que es mejor soñar y atenerse a las delicias que el sueño y la imaginación, nada manca, me sirve en momentos de inspiración.
El mundo está un poco loco, hemos elegido soñar en vez de vivir porque vivir es algo en exceso ruidoso, algo que plantea inconvenientes en cuanto te descuides y así las cosas mejor repantigarse frente a la realidad y contentarse con las cosas bonitas con las que te cruzas, tantas, y beberlas, sirenas o no, como se bebe un copa de vino con lo ojos cerrados mientras se sueña con una vida que sí es posible en el ámbito de las sensaciones”.


Era la hora de ponerme en marcha, así que dejo a Marichu, pago la cuenta y me echo al camino. A esta hora parece como si estuviéramos en agosto. Me veo andando por la arena, en algún momento un desierto de tostada arena, pesadamente, feliz. A veces cruzo un bosquecillo, paso junto a una plantación, vuelve el desierto, el sendero se asoma a un abrupto acantilado, en fin, termino buscando la compañía de Eca de Queirós que disecciona el mundo interior de Luisa que, también enamoradiza ella, se ha metido en un laberinto cuando el amante, Basilio, que sólo quería divertirse un rato, antes de salir como gato escaldao del asunto, decide huir y la abandona en medio de un tema de cartas amorosas interceptadas por una criada que pretender hacerse rica con ellas.

Hoy no voy muy lejos, a las cuatro y media encuentro una bonita sombra y un prado frente al amanecer. Allí paro a concluir esta crónica y a pasar el resto de la tarde mirando el mar y la estela dorada que el sol va dejando sobre el agua.

























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