El mar ahuyenta el tiempo




Porto Covo, 26 de febrero de 2019

Ruta Vicentina / E9.

Debería mover el culo y fregar los cacharros, debería ponerme en movimiento, debería recoger, debería… Es como un día de playa e indolencia  tras la comida. Tumbarse frente al mar y dejar que pase el tiempo. El mar, lo mismo que las llamas de la chimenea, ahuyenta el tiempo. He cruzado las dunas después de estar en un restaurante que no me gustaba y he pensado que mejor comía en la playa. Me preparé una crema de mariscos y, con un poco de paté de atún y unas almendras más algunas golosinas y un capuchino me hice la comida. El mar, bajo la sombra clara de un cielo nublado benigno, tiene un bonito color gris perla en este momento.


Se me pierde la continuidad y las referencias de los lugares por los que paso. A mí esto me pasa siempre pero recorriendo esta costa me sucede con más razón. Hay una reiteración en el paisaje, bella reiteración, que me hace confundir los lugares y que hace que al final del día me sea difícil reconstruir mi itinerario. Ahora han desaparecido los acantilados y el sendero corre a la misma altura que el mar. Hay un tú a tú más cercano. Me descalzo, ese placer de abandonar las botas, camino por la playa, siento ese goce sencillo de las olas refrescando mis pies, aliviándolos de las largas jornadas de caminar. Este año, escarmentado con las botas nuevas que estrené en el Camino Portugués de Santiago y que me calaron el primer día de lluvia, hice una exhaustiva investigación, preocupado por que mis pies se mojaran, miedo me dan las ampollas, y me compré unas botas pensando casi exclusivamente en la lluvia. Pero no he podido probarlas, apenas llovió un poco durante el día una de las primeras jornadas. Creo que en el fondo echo algo de menos la lluvia, que casi siempre es fuente de sensaciones nuevas. De todos modos, aunque descartada de momento la lluvia, mis pies agradecen como un precioso regalo que los pasee desnudos en el ribete blanco de las olas.


Compruebo que cada vez tengo menos interés en publicar textos más allá del ámbito de personas que pueda reconocer por una u otra razón; no es una opinión, simplemente constato que es así. Tiempo atrás me dio por publicar en grupos de distinto cariz cuando los asuntos tenían que ver con algunos de ellos. Comprobé que las cientos, e incluso las miles de visitas en algunos momentos no me decían gran cosa y sin embargo me dejaban la incómoda sensación de estar incursionando en un terreno que no era el mío, que quiere ser más intimista y si se quiere no ir más allá del número de personas con las que alguien es capaz de relacionarse. Leí, creo que fue en Harari, que el límite de personas con los que uno puede interrelacionarse realmente estaba en torno al centenar. Cuando veo en el perfil de alguien que el número de sus “amigos” excede en muchos cientos esta cantidad me entra algo de vértigo ;) quizás sea mi congénita timidez, o porque mis genes me determinaron como persona solitaria, pero es el caso que no me siento a gusto en grandes grupos o todavía menos si en algún momento llego a ser centro de atención de lo otros.

Así las cosas, no obstante sí aprecio la calidez del petit comité y la relación que me proporciona unos puñados de rostros que me son habituales en las redes. Incluso la mitad de ese límite que establecía Harari, ya me parece mucho. Creo que no necesito más. Viene esto a cuento de que escribiera ayer unas líneas a una mujer que vive a miles de kilómetros de España, un rostro que me es conocido porque intermitentemente veo aparecer su nombre entre los visitantes de mis blogs. Hay más casos de personas que no conozco y a las que, si alguna vez viene al caso, me gustaría conocer. Le contaba en mis líneas que en cierta ocasión que yo realizaba un largo viaje por Asia, tuve una lectora de mi blog que al final se convirtió en “mi amiga desconocida” después de que intercambiáramos largas misivas que sustentaban el material de mi blog de viaje de aquella ocasión. Nos unía un interesante discurso sobre los temas más variados, amor, política, historia, cualquier tema que surgía en la cotidianidad del viaje nos servía para pegar la hebra. Jugamos también a averiguar su nacionalidad, dónde vivía, a saber por lo libros que leíamos cada uno y por las discusiones que manteníamos cómo era cada uno de nosotros. Recuerdo que la sabiduría de El Principito, al que ambos adorábamos y que ella gustaba tanto leer a sus dos hijos, acompañó muchas de nuestras conversaciones. Sólo después de bastantes semanas supe que vivía en las cercanías de Buenos Aires. En las líneas que mandé ayer decía que es una visita que tengo pendiente y adelantaba la posibilidad de saludarla si en alguno de mis viajes recalaba por su isla. Esta mañana tenía su respuesta. Descontando que se refiere a mí con el usted de rigor que ya me aturuya un poco y que me llama, ahí es na, escritor, que es cosa que me invita a meterme bajo la mesa para no ser sorprendido por un repentino rubor como cuenta García Márquez que le sucedió a Juan Rulfo, que asistiendo a cierto acto público, cuando fue requerido desde la tribuna para ser homenajeado resultó que Rulfo había desaparecido. García Márquez lo tuvo que sacar, cuenta, de debajo de la butaca en que se había escondido; descontando, decía, etc., agradezco sus líneas y especialmente por no considerarme una persona extraña pese a separarnos todo un océano por medio. Por cierto, que me conformo con ser maestro escuela, que decían antes.


Ayer comencé a ver Ocho y medio, de Fellini, más cine sobre cine, como La noche americana, Truffaut, y quisiera terminarla esta noche, así que dejo aquí estas anotaciones para ir al cine, cine con rumor de olas como telón de fondo.













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