Praia
da Costa do Norte, 27 de febrero de 2019
Ruta
Vicentina.
¡Qué
agradable caminar temprano por la playa! El sol apenas logra abrirse
paso entre la calina matinal, flota en el aire una luz suave de
mañana de domingo. Las olas resbalan lentas hasta mis pies por donde
voy buscando un firme más duro. Las gaviotas, en grupos apiñados
sobre la arena, echan a volar en bandada a mi paso. Las dunas forman
una barrera de vegetación a la derecha de la playa. Una pequeña
isla, sobre la que se levantan unos muros a modo de fortaleza, más
parece un gran barco a la espera de su cargamento.
Recuerdo la
trepidante cabalgada de las walkirias con que anoche Fellini
acompañaba los sueños feminiles de Mastroianni en el papel de Guido
en una especie de apoteosis en medio de la confusión en que había
entrado tanto la filmación de su película, siempre una incógnita y
un puñado de preguntas sin resolver a un día del comienzo del
rodaje, como la relación con su mujer a la cual Fellini asigna una
inteligencia y un buen hacer como esposa raramente asumido por el
cine, que prefiere siempre una explosión de celos y el desastre
cuando por medio anda otra mujer. Sentir el placer de estar
contemplando una de esas escenas genuinas que nacen de la inspiración
de un creador. El acto de crear, que son unos versos, una frase
musical, este mismo arranque brioso de las Walkirias en Wagner, unas
lúcidas secuencias donde se conjunta música, delirios, sentimiento
o sentido del humor, aparece en esta parte de la película de de
Fellini como un acto tan lleno de espontaneidad y fuerza que el
teléfono me temblaba en las manos unas veces motivado por la
hilaridad otras por el gusto de este viendo algo realmente exultante.
Guido, el
hombre desorientado, el amante acorralado, el marido agradecido, la
persona a quien todos reconocen como la autoridad que ha de resolver
todos los problema del mundo, y a la vez el más desorientado y
marcado por la infancia, Fellini no deja de recurrir como otras veces
a sus recuerdos infantiles, rodeado de continuo por la necesidad de
decidir mientras se ve acosado por asuntos de otra índole que caen
sobre él en cascadas sucesivas, aparenta rendirse al final
cancelando la filmación de la película que iba a realizar, pero,
paradójicamente celebrando el film que contemplamos y que ha sido
sustentado por las idas y venidas de un proyecto a cuyo final no se
llega.
Bajo unas
sombrillas, con el sol refulgiendo enfrente sobre el mar y una
agradable música de fondo, han pasado ya dos horas. Como, cargo las
baterías, decido qué hacer en los próximos días. Acaso regresar a
casa el sábado desde Setúbal para no perder unas entradas de teatro
que nos regalaron los Reyes Magos. Ya veremos, no creo que me pierda
gran cosa entre Setúbal y Lisboa. Voy a caminar un rato. Compraré
cena en Sines, a un par de horas, y después buscaré un bonito lugar
entre las dunas para pasar el fin de la tarde. Dos o tres horas
también de lectura. Esta mañana comencé con el libro de Novalis,
Enrique de Ofterdingen, y su aire romántico, algo ingenuo, como de
otro tiempo, me tiene encantado con sus cuentos de hadas y sus
personajes salidos de la dulzura exótica de sus ambientes burgueses
habituados a un sentimentalismo fácil y blandito. Lo disfruto, no
obstante, huido por un rato del ambiente decimonónico de una Lisboa
en donde una historia de cuernos se alarga demasiado en El primo
Basilio. Los idílicos amores de Enrique de Ofterdingen con Matilde,
aquí te pillo, aquí te mato, y las digresiones sobre la poesía y
la naturaleza, sin que el autor se moleste lo más mínimo en dar
verosimilitud a la trama de la historia, forman en sí un material
que no se resiente por ello, algo así como si aceptáramos sin más
una connivencia entre el autor y el lector asumiendo éste el dictado
del primero interesado esencialmente en hacer poesía.
Mientras me
voy acercando a la industriosa Sines, sobre la cual ya de lejos se
alzan grandes chimeneas que presumo relacionadas con alguna refinería
de petróleo, me acompaña así la lectura de Novalis, cuyo cuento de
la hija del rey y el pastor me recuerda en seguida la novela de Pardo
Bazán, La madre naturaleza, cuando, en ambas, dos incipientes
enamorados se refugian de la lluvia en una cueva. De tanto en tanto
me paro a fotografiar la humilde belleza de alguna flor que crece
directamente sobre la arena; me arrodillo, busco el encuadre, enfoco,
disparo, me levanto. Tengo la sensación de haber metido en una lata,
como cuando era niño y cazaba saltamontes, un trozo de belleza que a
la noche acariciarán mis ojos con satisfacción. Y a continuación
vuelvo a la historia del pastor y su princesa.
Saliendo de
Sines me encuentro con una playa que se extiende por delante de mí
infinita por decenas de kilómetros. Visto a grosso modo en el mapa,
más o menos un centenar de kilómetros hasta el ferry de Setúbal.
Ninguna broma. Estéticamente es una maravilla, las formas femeninas
y doradas de las dunas, los rizos de la arena hundiéndose en un mar
a esta hora brillante y lleno de luz. Nadie en esta inmensidad de
arena. Más adelante un hombre que intenta elevarse sobre las dunas
en su parapente. En algún momento se alza unos pocos metros pero la
fuerza del viento no es suficiente y termina aterrizando de nuevo en
la arena.
Es la hora
del té, algo tarde, cerca de las siete, pero es un instante un
poco especial todos los días. Es el momento de dejar el macuto,
completar las rutinas de los ejercicios de espalda y el baile, poner
la tienda y mientras el hornillo calienta el agua dejar todo
preparado para la ceremonia: el sol casi hundido en el horizonte, mi
casa recogida y sosegada, el té caliente, las pastas. Y mientras me
tomo el té se van pasando las fotos de la SD de la cámara al
teléfono. Después cierro la ventana, el viento de frente viene algo
fresco, me tumbo dentro del saco y trato de pergeñar algunas líneas
con las impresiones del día antes de descansar definitivamente
viendo una película, esta noche creo que Pierrot el loco, de Godard,
o acaso la clásica de Truffaut, Los cuatrocientos golpes.
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