Dudo, luego existo.




Lisboa – Madrid, 28 de febrero de 2019 


Ruta Vicentina.

Me encuentro en Siete Ríos, Lisboa, haciendo tiempo para la salida del autobús que me llevará a Madrid. Acabo de recibir una carta de un amigo que me habla entre otras cosas de la Sonata a Kreutzer, de León Tolstoi, un libro que aparece en mi memoria tras el velo del tiempo como un doloroso epílogo a una vida de plenitud, la vida del propio Tolstoi. Tolstoi, al final de su vida, abstraído en llevar a la práctica sus ideas, decide abandonar los lujos en que vivía para vivir al modo de los campesinos entre los que se había criado. Llevó su decisión hasta el punto de intentar legar sus propiedades a los pobres, a lo que su esposa se negó. Abandonó su casa en pleno invierno y murió de una neumonía en una estación de ferrocarril. Siempre me llamó la atención este final de vida de Tolstoi que, tal como yo lo percibía, esas enormes crisis con su esposa, sin más, en un momento en que el hombre al final de sus muchos años debe de acumular en sí una sabiduría suficiente como para armonizar e integrar todas las facetas de la vida, distorsionaban el conjunto de su existir, una cierta estética que debe de conformar una vida, pero sobre todo la última fase de su existencia contribuía a poner, por vía de ejemplo, en duda esa filosofía en que había volcado todas sus energías en sus últimos días. No merma, creo la grandiosidad de su obra literaria y humana este final, pero sí consigue que un sentimiento de incomodidad le embargue a uno comprobando cómo ese momento definitivo y tan importante, que es la muerte, se vea enturbiado por una compleja orquestación que termina en un finale tan doloroso.

Entiendo que llegar al final de la vida con los cabos lo mejor atados posible, en paz con uno mismo y con los demás, debería ser uno de los objetivos esenciales de la existencia. Y Tolstoi estuvo muy lejos de conseguir esto por muy loables que fueran sus sentimientos y la doctrina que quería impartir. Cuando uno muere, uno mismo y su entorno inmediato se me parece lo más importante que pueda haber en el universo. No se pueden besar los labios de la muerte en esa terrible soledad, lejos de familia y amigos, en que lo hizo él.

Por lo demás, cuántas horas, miles, millones, habrán llenado la lectura de los libros de Tolstoi durante todas las épocas. Cuánto y enorme debería ser nuestro agradecimiento por estos hombres, de los cuales sólo surgen unos pocos cada siglo… Me enternece en cierto modo contemplar el final de la vida de Tolstoi después de haber pasado tanto tiempo sumergido en sus libros, muchos de ellos releídos entre la adolescencia y la edad adulta, el caso de Guerra y Paz o Ana Karenina, u otras obras menores como Hadji Murat, la nombrada más arriba, La Sonata Kreutzer, o La muerte de Iván Ilich. Es difícil encontrar un autor tan universal, alguien que haya podido ofrecernos tantos placeres en la lectura a lo largo de la vida.


El amigo Paco, que es quien ha suscitado en mí este repentino acercamiento a Tolstoi, me pregunta al final de su mail si he visto Roma, y como sí he visto Roma y estuve encantado con ella, se lo digo desde aquí.


Precisamente se lo había preguntado yo ayer mismo a una amiga, amiga sin derecho a roce, of corse, con la que bromeo de vez en cuando, a costa de su puritana relación con el sexo, y a la que le mando algo que de puertas afueras le puede ruborizar; de puertas afuera digo… Mi broma en esta ocasión es la imagen de más abajo, sin la hoja de parra, por supuesto, con este pie de foto: 

Adivina, adivinanza, ¿de qué película se trata?


La diversión de bromear con la anatomía, en realidad una agradable posibilidad que debemos a la pazguatería dominante, y que sería imposible si no hubiera gente que se escandaliza viendo un pene o una vulva, creo que es un sano deporte que, lo mismo que el sentido del humor, que no es otra cosa que saber reírse de uno mismo, ayuda a conservar la salud mental y la percepción normalizada de las cosas.

En fin que hoy, después de chuparme veintitantos kilómetros de caminar por una playa de la que no se veía el límite, la playa más larga del mundo, me parecía a mí, un caminar grato aunque la arena no sea un camino de rosas, me desvié algunos kilómetros para comer, abastecerme y cargar una buena cantidad de agua de nuevo. Estaba en Vila Nova de Santo André y por allí andaba rascándome la cabeza con la duda que me había entrado con eso de tener tres, cuatro días por delante con más arena que en el Sáhara. Decía el otro día Ortega y Gasset en Ideas y creencias, que la duda es la que hace agrietarse el mundo de las creencias, y que en la duda, de parecida manera a lo que sucede con las crisis, es donde se forjan las ideas nuevas y fructíferas por poco que uno le dé a la manivela de la materia gris; de modo que mi materia gris, cubierta bajo el usado sombrero de cazaelefantes, recurriendo a las palabras de tan eminente filósofo, pronto se vio acosada por la señora duda hasta el punto de que nada más ver una parada de autobús se encontrase atraída por ella como señuelo imposible de no morder. Hete aquí, lo mismo en esa parada se detiene un autobús rumbo a Lisboa, aproximó mi inconsciente, a este punto ya más consciente de lo que estaba sucediendo que otra cosa. Sí, sí, ante la enormidad de caminar penosamente algo más de tres días todavía sobre la mórbida arena de la playa, e imaginar la comodidad de la civilización, el relajo, la delicia de una cerveza, irremediablemente terminó imponiéndose esto último. Nada más sencillo, teclea con las yemas de los dedos algo y… de repente, a doscientos metros de donde me encuentro, sale en media hora un autobús para Lisboa. Eso dice el aparatito, ese compañero inapreciable que tanto me sirve para bailar los aires del Caribe como para soñar despierto con alguna moza de ensueño.

Lo peor de todo es que me llevo inacabado a El primo Basilio, a Enrique de Ofterdingen,un tomo sobre Pierre- Emmanuel Dauzat y un puñado de películas que no imagino ahora ver más que tumbado en mi tienda de campaña a la orilla del mar. Cuando un libro ha adquirido el cariz de libro de los caminos, después encaja mal seguir leyéndolos en la comodidad del hogar.

Curiosa esa contradicción en la que vivimos en ocasiones, loas al mar, cantos de sirenas, el magnífico alivio de los crepúsculos sobre el Atlántico y de repente despiertas como de un sueño y se te ocurre que quieres marcharte a casa porque caminar por la arena es muy cansado. Seguro que cuando lleve unos cuantos días en casa ya estoy deseando volver a esas playas que hoy dejo a mis espaldas. Ortega dice que de aquello de Descartes de pienso luego existo, nada, que primero se existe y después se piensa. No estoy yo seguro si, de parecida manera, si yo digo “dudo, luego existo’, Ortega lo podría rebatir tan fácilmente. La capacidad creadora que conlleva la duda, hasta el punto de poder llegar a convertirse en el motor de arranque de nuevas ideas o nuevos proyectos, merece que se la trate con más consideración y cariño. Eso: Dudo luego existo… por eso me marcho a casa. Que ustedes lo pasen bien y hasta la próxima. 










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