Monchique, 18 de febrero de 2019
Via Algarviana.
Tras la cena querría ver la
continuación de la película que comencé la noche anterior, La piel suave, de Truffaut, pero el recuerdo de Gaza me tiene
cogido el ánimo; me la imagino enroscada sobre sí misma frente a mi cabaña
esperando sin más la muerte, ya sin fuerzas ningunas para moverse o para
responder a las carantoñas de Victoria.
Es curioso que para Román Gubern,
concienzudo analista del cine de todas las épocas, La piel suave sea esencialmente la historia de un adulterio y no
una historia más, excelente por otra parte, de esa inagotable fuerza que lleva
a hombres y mujeres a buscarse entre sí en las circunstancias más
inesperadas y difíciles; el roce de una mirada, un gesto y el hombre, un
conocido académico especializado en Balzac, sale inesperadamente de ese rol de
padre de familia y estudioso para dar lugar a que Truffaut vertebre unas
enternecedoras secuencias, magníficas para mi gusto, en que palpamos la
felicidad en todo su apogeo, que aventa la música, durante unos minutos ante el
sencillo hecho de haber conseguido una cita para tomar un café con la azafata
que le ha atendido en el vuelo París–Lisboa. Que este señor esté casado o no me
parece que no cuenta, es la felicidad que ha logrado retratar Truffaut lo que
me parece una maravilla en esta primera parte de la película. Sí, luego, inevitablemente vendrán lo líos, el entramado social, los hábitos, la
familia, el terrible desenlace en que la esposa lo mata en un concurrido
restaurante con una escopeta de caza. Hemos construido un hacer, unos modos de
vivir tan exclusivista y para mí tan carente de razón, que hace imposible que
esa llamarada inesperada que visita a este hombre maduro pueda darse porque tras
ello está la condena social y esa fea palabra que llaman adulterio. Somos tan
irracionalmente intransigentes que no somos capaces de hacer posible que el
amor, ese bien tan preciado e insustituible, pueda fluir sin más sin que sea
necesaria la presencia de un petre o un notario. La fuerza de la exclusividad
con que se ha sellado el matrimonio en nuestra sociedad es algo lamentable que
pone ante el individuo unos límites que empobrecen las posibilidades de amar y
relacionarse plenamente con diferentes personas. Insisto en que la verdadera
historia de Truffaut más que la historia de un adulterio es la historia de una
frustración perpetrada por una sociedad que no ha sabido todavía construir una
convivencia a la altura de las posibilidades humanas.
Llueve toda la noche. El tintineo
de la lluvia, el confort en el saco de dormir hacen que me acuerde del pasado
verano en los Alpes, una vez que escribí un post en el que comparaba mi tienda
en parecidas circunstancias a un útero materno. Siempre es similar la situación
cuando llueve. A media noche descubro que el agua ha pasado por debajo de la
tienda y está mojando todo lo que no está sobre el colchón de aire. La
superficie sobre la que instalé la tienda no es nada permeable y el agua
resbala bajo ella. De todos modos me hago el loco, medio dormido pongo a salvo
el pluma y alguna cosa más y vuelvo a sumergirme blandamente en el sueño, esta
vez con los tapones de cera puestos porque el ruido del agua sobre la tienda es
tan estruendoso que me impide dormir.
Suena el despertador inútilmente a
las seis y media día de la mañana, la lluvia repiquetea monótona y persistente.
Tengo por medio una larga jornada sin ningún punto de apoyo intermedio, pero
tampoco puedo hacer mucho, algunas partes de mi equipo se han mojado y bajo el
colchón el suelo de la tienda está cubierto por una película de agua; salir a
recoger la tienda con esta lluvia terminaría empapándome del todo.
Es cerca del mediodía cuando
escampa un poco. Es muy diferente salir de un albergue aunque sea de noche y
lloviendo que hacerlo desde la tienda. Qué le vamos a hacer. Lloverá durante
una buena parte de la mañana. Hay muy poca cobertura pero aún así lo intento,
necesito saber cómo ha pasado la noche Gaza. No logramos entendernos, pero deduzco
que todavía está viva y que el veterinario está al venir.
La Vía Algarviana vuelve a hacerse
hoy territorio salvaje y solitario. La lluvia de toda la noche ha hecho surgir
riachuelos y pequeñas inundaciones por todo el terreno y cuando el sendero se
mete definitivamente en el monte agárrate. El bosque se ha hecho apretado,
mimosas y eucaliptos especialmente y al dejar después de media hora la pista
principal y adentrarme en la espesura de repente me veo ante un río que baja
achocolatado y violento cortándome el paso, río de respetable anchura y
totalmente inesperado que supera bastante a cualquiera de los que tuve que
vadear el pasado mes de septiembre en Islandia. Me quito los guetres, los
pantalones de lluvia, las mallas y con cierta circunspección me meto en el agua
como mandan los cánones, es decir en oblicuo en el sentido de la corriente.
Aquí no hay cangrejeras que valgan, como las que me aconsejó el amigo Paco de
Hoyos para atravesar lo ríos de Islandia, puro guijarro agudo que tengo que tantear
despacio y un poco asustado por la corriente que trae el río. El agua me llega
hasta la parte alta de los muslos. No es broma este improvisado río. Y lo peor
es que preveo varios de estos vados, lo que se da trescientos metros más arriba
cuando me vuelvo a encontrar con el mismo río, ahora mucho más ancho. En el
vado anterior estaba la señal blanquirroja de siempre, pero en esta ocasión no
hay señales que valgan. Mi track cruza el río, pero un servidor no se da por
enterado. Por ahí yo no paso, le oigo decir a mi cuerpo. Así que somos dos los
que nos negamos a vadear esas aguas asalvajadas que tan poca confianza me
inspiran. Toca sondear el mapa. Hay trochas por la izquierda del río así que
por ahí buscaré la salida. Tengo que atravesar al otro lado de las montañas,
eso es lo único seguro. Todo marcha más o menos bien hasta que empiezo a
encontrarme con las huellas de los bulldozer que han estado trabajando en esta
zona. Toda la parte alta del monte se ha quemado y están convirtiendo en
terrazas la ladera para volver a plantar árboles. Con toda la lluvia que ha
caído puede suponerse en que se ha convertido eso. El monte es un entero barrizal
con sinuosas e improvisadas pistas que no atienden a un criterio de paso sino
también a la construcción de terrazas. A veces me costaba sacar las botas del
barro. Las líneas discontinuas de mi mapa apenas tenían sentido. Trajiné mucho
tiempo en medio del barro hasta encontrar de nuevo en la parte superior de las
lomas los colores amigos, el blanco y el rojo. Solo un respiro porque más
adelante el terreno se hacia arcilloso, ese barro tan agradable a la vista, y
que mi cámara gusta fotografiar, pero que es endemoniadamente pegajoso. Llegar
al bosque no supuso alivio alguno porque allí el barro persistía entre los árboles
calcinados. Treinta mil hectáreas ardieron el pasado año, me diría después un
paisano.
Estaba roto, eran las tres de la
tarde y ni siquiera había parado para darme un respiro. Había empezado a
caminar muy tarde y el vado, el barro, el desnivel considerable me habían
dejado el cuerpo hecho unos zorros. Llovía, me senté un momento pero no reuní
fuerzas suficientes para sacar unas almendras que me quedaban en el macuto. El
dolor de espalda me doblaba y me impuso la necesidad de tumbarme bajo la lluvia
durante un rato. Y todavía quedaba un buen trecho hasta Monchique.
Se me hizo tarde. Aquí queda la
crónica, escrita en una habitación de una pensión de Monchique en donde he puesto
a sacar toda mi impedimenta. Mañana será otro día.
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