Un
cerro sin nombre, 17 de febrero de 2019
Vía
Algarviana.
Saliendo
del alcornocal, un poco más arriba, casi tocando la primera
lengua de agua del embalse, me envuelve la fragancia de los
eucaliptos. Es día gris y destemplado; si no llueve, tanto mejor
porque me espera una larga jornada de treinta kilómetros con un
desnivel acumulado de subida de mil metros. La pista correrá durante
muchos kilómetros junto al agua monótona y sin ningún atractivo
especial que no sea para detenerme a fotografiar una flor o algún
árbol solitario contra el fondo del agua del embalse de Albufeira do
Funcho. No son muchas las flores que me encuentro pero me gusta jugar
con ellas, buscarles un encuadre, un fondo; hay mucha más belleza en
la flor y su entornos mirándola a través del zoom y tratando de
componer una escena lo más armoniosa posible que viéndola sin las
facilidades que ofrece el desenfoque selectivo del fondo, que de ese
modo sustrae su belleza, la aísla y la rodea de un entorno elegido
por el gusto del fotógrafo.
Como
por las mañanas temprano parece un tiempo más propicio para las
lecturas “serias”, busco un sustituto a Alan Watts y me decido
por un volumen poco adecuado para leer caminando. Quizás esta pista
donde es imposible salirse del camino ayude a leer con un poco de
atención. Se trata de La barbarie con rostro humano, de
Bernard-Henri Levy. Voy a probar, sólo probar, tengo con frecuencia
la impresión de que es tan fácil perderse en la sobreabundancia de
los hechos que nos meten por lo ojos los medios, tantas veces
ocultando así los asuntos importantes, que creo que es necesario de
tanto en tanto sustraerse a la realidad del momento para intentar
recuperar un análisis global de la situación política que vivimos.
La
pista me pareció en algún momento como una de esas carreteras
inclementes que se pierden frente a los ojos en el horizonte, pese a
las vueltas y revueltas que ésta describía cada vez que rodeaba
algunas de las profundas lenguas de agua que se adentraban en las
rajaduras de las lomas. A las once de la mañana había hecho ya la
mitad del camino pero estaba más cansado de lo corriente, serán los
dos litros de agua que había añadido a mi equipaje, me dije. No lo
sé, los tirantes del macuto se me clavaban en los hombros. Paré en
un altillo rodeado de alcornoques calcinados en los que pequeños
racimos de hojas de un verde pujante habían empezado a brotar en el
extremo de las ramas. Milagro la vida que anida en el leño muerto y
que después de años es capaz de abrirse paso en el túnel oscuro
de la muerte para encontrar al fin en el extremo de las ramas un
resquicio de luz por donde volver de nuevo a la vida. Mientras tanto
del suelo carbonizado ha empezado a brotar también un tapiz de
pequeñas flores amarillas en medio de un verde nuevo que hace del
conjunto una metáfora de la existencia siempre dispuesta a alzarse
de entre las cenizas de la barbarie, del fuego. No sólo los hombres
tienen que hacer este trabajo de sobreponerse a la barbarie, también
las plantas, todas las de estos montes, que parecen haber sido
castigadas de manera reiterada por el fuego.
Después
de atravesar el embalse el sendero trepa por laderas calcinadas,
ahora en un ejercicio de de constantes subidas y bajadas y termina
metiéndose en un valle donde el verde nuevo y el negro del incendio
forman una bella estampa para mi máquina fotográfica. Los ocres de
los helechos ponen su punto de color intermedio a este mundo
extremoso del verde y el negro. El sendero trepa y destrepa cerros
por las alturas y en algún momento se dirige al sur a
buscar la población de Silves, donde presumiblemente debe terminar
la jornada. Miro con resquemor el mapa porque después de Silves la
ruta vuelve al norte decididamente, lo que supone dar una gran
vuelta. Y la verdad, como no se me ha perdido nada en Silves, busco
otra alternativa en el mapa y termino por decidirme por un sendero
que evita este rodeo. Ah, gran suerte la mía. No he caminado más de
media hora cuando el camino se encuentra con un bosque de mimosas en
flor que es como entrar en la Gloria después de atravesar el
desierto calcinado. Pronto aparece un riachuelo, cosa inusitada en
estas tierras, y todo se llena de un verdor en donde las mimosas
engalanan a ambos lados el sendero. Ando escaso de comida así que
junto a un regato de agua hago una parada y me contento con un puñado
de almendras, un poco de chocolate y un par de quesitos. El camino no
dejará el riachuelo, un regato de agua que aparece y desaparece a
ratos y que termina llegando a las cercanías, de nuevo, de la Vía
Algarviana ya dejado muy atrás Silves, y ahora se dirige a
Monchique, veintitantos kilómetros al noroeste. Tiempo para ir
buscando acomodo para pasar la noche, que encontraré en la cima de
un cerrito un par de kilómetros más adelante.
Es
duro cuando se lleva una buena paliza en el cuerpo, meterse casi
media hora de ejercicios de espalda, pero… se lo prometí a mi
espalda antes de salir, así que adelante. Al final incluso tengo el
humor de darle a la música con los aires del Caribe.
Gruesas
nubes oscuras se pasean por encima de la tienda sin que se
decidan de momento a hacer de la tarde un final de día de lluvia. El
gran ventanal de mi tienda se abre a unos bosques y a unas lomas que
intentan recuperar poco a poco la vida perdida en el último
incendio. Desde hace días recorro páramos que el fuego ha arrasado
años atrás. Hablando de Roma… aquí tenemos a la lluvia, delgada,
ligera, casi como una caricia. Es bonita la lluvia, su repiqueteo
tenue parece llenar de intimidad el interior de mi tienda de tela, un
como crepitar de las llamas de música y chimenea. Y sí, al calor de
ese chisporroteo vuelvo a recordar a nuestra perra Gaza que
probablemente mañana tendremos que sacrificar impedida ya para comer
y caminar, ella a mis pies, entre el fuego y mi libro, dormitando, a
veces jugueteando con desgana con Mico, nuestro gato. Nunca fui
especial amante de lo perros, pero qué coño, ¿quién no es capaz
de cogerles cariño, de encontrar en ellos una entrañable compañía
tal como expresan ese calor animal y afecto a aquellos que los
quieren acoger?
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