Sao Bartolomeu de Messines, 16 de
febrero de 2019
Via Algarviana. Pena – Sao
Bartolomeu de Messines.
Ver una película de Godard es a
veces un arduo ejercicio si lo que se pretende es seguir el hilo de una
coherencia. Recuerdo que lo último que vi de él, no recuerdo su título, me
pareció una continuada y absurda broma preparada minuciosamente por el director
para provocar al espectador. Anoche no, veía Al final de la escapada, cuya guión por otra parte pertenecía
precisamente a Truffaut, anoche era una delicia ver la actuación de un Jean
Paul Belmondo, ese típico personaje que se pone el mundo por montera y que lo
mismo mata un policía que roba cuantos automóviles necesita, pero que, ah, las
cosas del amor, todavía conserva por encima de su nihilismo esa pequeña
añoranza que le hace buscar en el calor de una mujer un paréntesis en una
agitada vida que le absorbe sin dirección ni sentido manifiesto. Deliciosas las
largas secuencias en que él y Jean Seberg, charlan, se acarician o filosofan
sobre la vida, deliciosa la música que tantas veces aparece como sujeto activo
llevando de la mano a los personajes de aquí para allá en descabelladas
improvisaciones. Hay películas que nos cuentan historias de parecida manera que
lo hace la literatura, pero hay películas que van más allá, o que son otra
cosa, películas de las que podemos decir: esto es cine, sí, señor. Godard el
críptico, o el juguetón, según se mire, hace las delicias de un espectador
dispuesto a disfrutar con un cine en que lo previsible está ausente y en donde
los hechos, concatenados con innovadores movimientos de cámara y con una música
juguetona que logra por su oportunidad y calidad hacerse especialmente
“visible”, logran que al espectador se le esboce una sonrisa de gozo en muchas
secuencias del film.
La luz de la luna bañaba desde el
cenit mi tienda de campaña mientras veía la película. Venían hasta mí lejanos
ladridos de perros que por su distancia no iban a perturbar mi sueño. Llegado
al final encendí el hornillo, me hice una sopa china, piqué por aquí y por allá
y terminé tomándome un capuchino asomado a la ventana de mi hogar de tela. En
paz conmigo y con lo dioses un rato después eché la cremallera y enseguida
quedé dormido como un bendito.
El paisaje cambió hoy totalmente.
Se ha humanizado y ha desaparecido ese aire de soledad y silencio que recorría
días atrás mis senderos. Atravieso alguna carretera, grupos de casas, almendros
en flor, algunas tierras recientemente labradas, tierras oscuras donde todavía
brilla el rocío, y como la novela de Saramago llegó al final muerto Baltasar,
alias Sietesoles, el hombre de Blimunda, por la Inquisición después de su
sacrílego vuelo en la máquina voladora inventada por el padre Bartolomeu
Lourenzo, echo mano de Las hijas del
fuego, de Gérard de Nerval, que me llevará, previo el descanso de cada
mañana para tomar algo y secar la tienda, hasta las puertas de Sao Bartolomeu
de Messines. Mañana cansada ésta, que se me hace más larga y fatigosa de lo acostumbrado.
Llegan noticias de casa. Nuestra
perra, Gaza, muy viejita ella ya desde hace tiempo, acarreando una displasia
que a última hora le impide subir escalones, ha empezado a tener problemas en
la boca y quién sabe dónde más. No come y desde hace días no se mueve de junto
a mi cabaña, su lugar habitual donde yo salgo a hablar con ella o a acariciarla
de vez en cuando. Nos tememos lo peor. Victoria ha llamado al veterinario y las
esperanzas de que sobreviva son pocas. Pobre Gaza. Lo siento de veras. Los ratos
junto al fuego de la chimenea haciéndome compañía, tantos años junto a
nosotros, fiel, cariñosa desde que era un cachorro… la vamos a echar de menos.
No sé si soy yo que no tengo el
ánimo de turista, pero los lugares por donde paso, que señala la guía como de
interés, no me llaman en absoluto la atención. Después de comer atravieso Sao
Bartolomeu de Messines, nada que me invite a detenerme. Siento que los del
turismo oficial hacen esfuerzos por adornar la cosa pero éstos son vanos,
aperos agrícolas, algún pozo, los restos de un molino de viento, una iglesia
que fotografié esta mañana, poco más. La modernidad no parece haber aportado
tampoco mucho digno de verse. Me parecen lugares en donde la gente se ha ganado
y se gana la vida de manera corriente; no han tendido tiempo para otra cosa. Es
contradictoria esa crítica que ejercemos contra la Iglesia, la aristocracia y
las clases burguesas que, con mayor o menor suerte contribuyeron a crear bellos
edificios y muestras de arte que hoy contemplamos con gusto y que dan
testimonio de una cultura y de un bien hacer que acaso no se habría dado con un
reparto equitativo de la riqueza. Acaso. Es cierto que las obras de Dickens,
que se nutren de la vida corriente del pueblo, sin ser él un ganapán, también
existen, pero no es lo normal. Por mucho que queramos que el mundo se
organizase de diferente manera hay música, hay literatura y refinamientos
culturales que parecen impensables en un sistema social igualitario. Las
delicias de la obra de Proust, ambientada en un medio aristocrático altamente
sofisticado no hubieran sido posibles en ambientes donde las necesidades
básicas se cubren con dificultad. En un medio como el que atravieso parece como
si se echasen de menos conflictos bélicos, intereses comerciales, concurrencia
de poder que hubieran propiciado el florecimiento de una cultura y un arte
secular. Hace una semana leía un ensayo de Thomas Mann sobre Nietzsche en el
que el primero hacía una crítica de algunas ideas del segundo que
defendían la existencia de las guerras como medio de depuración y florecimiento
de la cultura y el arte. Los conflictos, parecía sostener Nietzsche, eran el caldo
del cultivo de una cultura en ebullición. Es una idea bastante extendida,
cuando Somerset Maugham ironiza en El
filo de la navaja diciendo que los suizos sólo han sido capaces de inventar
el reloj de cuco, refiriéndose a su escasa aportación cultural, apunta a esta
idea. Thomas Mann, sin embargo, se refería a Nietzsche como un hombre que
habiendo vivido la suerte de un periodo de paz hablaba desde la ignorancia de
quien no ha sentido en su piel los horrores de la guerra. Es triste
reconocerlo, pero sí parece que Nietzsche tuviera razón y que los conflictos
humanos, los deseos de poder e incluso las situaciones dolorosas por las que
pasan las personas, pueden ser desencadenantes de un arte y una cultura que los
momentos de paz no proporcionan.
Entiendo que la idea puede ser
oportuna para entender algunos rasgos de la cultura general de todos los
tiempos, pero no caben aquí algunas cuestiones que, de tener tiempo y un
interlocutor enfrente con ganas de conversar, podrían dar para una larga
charla.
Me he refugiado en un alcornocal
y, embebido en la escritura mientras sorbía a pocos un poto de té, ha terminado
de oscurecer y la temperatura ha bajado lo suficiente como para meterme en el
saco de dormir. Creo que por hoy es suficiente. Cuando vuelva a leer estas
líneas frente a la chimenea el próximo invierno, es un institución ya eso de
leerme a mí mismo en esa época, quizás mis ideas sobre la razón de una mayor o
menor cultura que observo en las tierras que atravieso, tenga una explicación
más afinada.
El croar de ranas que me viene de
algún lugar cercano habla del invierno templado y
primaveral que se vive en estas tierras.
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