Pena, 15 de febrero de 2019
Via Algarviana. Barranco do Velho
– Pena.
Mi ruta ha llegado al mediodía a
uno de esos puntos en donde parece imposible evitar el asfalto. La Vía
Algarviana corre a lo largo de un valle y, como no puede ir por lo derecho
porque quedaría feo trazarla por la carretera, recurre al repetido recurso de
hacer continuos ochos a uno y otro lado de la misma como quien con la aguja
quisiera coser un descosido llevando la hebra de una parte a otra del curso
lógico del valle. El caminante, que no es un tiquismiquis siguiendo las rutas
que otros diseñan y que no gusta de dar vueltas y revueltas cuando existe un
camino que tira por medio y que es la mitad de corto, dejará en esta ocasión
las señales rojiblancas para caminar por allá donde mejor le plazca. Eso va
pensando el caminante que, después de comer en Salir, y antes de decidir, se
sentó a la sombra del toldo de un bar a considerar con una taza de café en las
manos (no vio éste otra cosa conocida que ofreciera el establecimiento) por dónde tirarían sus pasos.
El caminante ha leído en la prensa
que un tal Sánchez ha convocado elecciones para abril, ha pasado la vista por
encima de la facundia infantil de un tal Casado, se ha asustado un poco con lo
que auguran las encuestas -en poco tiempo, parece, volveremos a estar en los
años cuarenta del pasado siglo- y tras todo eso no le ha quedado en el ánimo
más que pensar en volverse al interior de su cueva. España, si no lo remedian
muchos de los votos escépticos de izquierda que se quedan en casa, se hunde de
nuevo en la ciénaga de la mediocridad a que nos llevará esta banda
obedientemente insulsa que sirve los intereses del dinero hisopo en mano y
chillando a voz en grito aquel “Muera la inteligencia”, de Millán Astray,
porque vergüenza da que, en los años que vivimos, estos petimetres a la
búsqueda de votos sean capaces con sus consignas de convencer al personal para
que vote contra sus propios intereses. “Nada hay en el mundo tan común como la
ignorancia y los charlatanes” (Cleóbulo de Lindos. S. VI a. C.). Ignorantes y
charlatanes unidos parecen estar conformando el futuro inmediato de nuestro
país mientras la izquierda como siempre juega, como aquellas liebres tratando de averiguar si lo que se les viene encima será galgo o será podenco. Atentos,
sí, porque aquellos batracios de chichinabo, naranjitos casados o no, aupados
ahora por los hombres de las cavernas, pueden convertir el país en una ciénaga.
No fue hoy día de madrugar. Anoche
ya tarde me empeñé en ver El Decamerón, la
peli de Pasolini, y se me hizo tarde pese a que no llegué más allá de la historia,
de momento, del mudo y el convento. El caminante, que viene de días atrás de
ver algunas películas de Bergman, impecables, profundas, turbadoras, trozos del
alma en lucha con la propia alma, con las almas de los otros; que viene de las
sobrias interpretaciones de Liv Ullmann, Ingrid Bergman, del encanto, también, de
Sonrisas de una noche de verano y los
amores de su aparentemente hierático protagonista interpretado por Gunnar
Bjornstrand, cuando aterriza en la superficialidad y poco convincente guión-interpretación
que nos ofrece, hasta ahora Pasolini, siente una decepción que en ningún caso
compensa el erotismo de un film que el recuerdo le traía de una anterior visión
como algo prometedor para el final de una larga jornada de caminar por tierras
lusitanas. Como todas la mañanas el rocío había dejado encharcada mi tienda.
Desayuno despacio, capuchino con muesli y galletas, una barrita… y sin prisa
echo a andar.
En esta parte del camino las
autoridades se han empeñado con gusto y, además de dejar el sendero arreglado y
bonito, sendero que zigzaguea entre alcornoques, pinos y carrascas, han ido
sembrando el recorrido con cartelitos que ilustran al caminante sobre la flora
y la fauna del lugar. Encomiables iniciativas cuando uno se tropieza con ellas y
que ayudan a un mejor compadreo con los otros seres vivos con los que uno se
tropieza; buenos días señora mimosa, hasta luego erica vagans…
Aprovechando un poco de cobertura
sobre un cerro en el que se yergue la blanca estructura de un molino al que el
tiempo le ha capado sus aspas, abro un correo de una amiga que habla del alma
obsesiva y atormentada de Cezanne, del que yo me digo quién lo diría recordando
sus apacibles cuadros rurales donde la luz parece recogerse para formar un
encantado mundo de sencilla belleza. Ya, ya sé que los cuadros no bastan para
saber del alma del pintor. Sucede con Van Gogh en que también la luz de sus
cuadros parecen las antípodas de su espíritu atormentado. Sin embargo hay que
asomarse a los cuadros de La Quinta del
Sordo, o a los aquelarres, o a los fusilamientos de Goya para revertir el
argumento.
A mi amiga, como a un servidor, le
fascinó, ese adjetivo usa, ya de niña ese rojo de la película de Antonioni que
a mí me impactara días atrás. Doce años tenía, dice. Y yo me digo que bravo por
la memoria de mi amiga que supo retener ese rojo en el fondo de su retina
durante casi medio siglo. Milagros que agradecer y que la memoria resucita para
nuestro recreo y reconocimiento del arte de Antonioni.
Habla mi amiga en relación a
Cezanne del deseo de trascender y no sé bien si ese trascender es búsqueda de
pasar a la posteridad o simple necesidad de superarse, de buscar dentro de
nosotros en lo profundo algo que acaso somos en potencia y no somos capaces de
desarrollar. Es tanta a veces la mediocridad en que uno se ve, recordemos ese
grito de Salieri en la película Amadeus,
cuando abrumado por el arte del autor del Réquiem,
escapa rumiando su propia mediocridad que pone en evidencia el arte
superior de Mozart; es tanta esa mediocridad, decía, que no es difícil que
tarde o temprano viendo una película, leyendo un libro, uno sienta junto a la
propia insignificancia esa necesidad de trascendencia que pugna por reunir
fuerzas, por vislumbrar algo bello y hermoso más allá. De todos modos tampoco
es necesario ser Mozart, que bastaría con ser uno mismo sin más.
¿Qué decir cuando al otro lado de
un servidor de correo alguien escribe sobre “la parte fea del mundo” en la
madrugada de un insomnio, trazos, que como en La romería de San Isidro, se interponen entre el sueño y la
vigilia?
Tengo la sensación de haber
descendido de la soledad de los montes a un mundo discretamente habitado en
donde no me siento a gusto. El caminante, como las alimañas, encuentra su mejor
acomodo en el monte, “lejos del mundanal ruido”. Escribo mientras desde dentro
del bar me vienen las voces de uno de esos concursos que llenan la sobremesa y
la tarde de la mayoría de las televisiones del mundo. Decía Simón Elías
Barasoain en Alpinismo bisexual, que
los programas de televisión que se encontraba en los restaurantes de la
carretera eran de un estúpido comparable a los espectadores que los veían. Yo
no diría tanto, por aquello de no juzgues y no serás juzgado, pero, amigo, hay
que tener agallas para seguir esos bodrios.
Las cinco de la tarde. Creo que
voy a caminar un rato a ver si se me aclaran las ideas o me encuentro mientras
tanto un lugar en donde pasar la noche.
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