Cercanías de Barranco do Velho, 14
de febrero de 2019
Via Algarviana. Cachopo-Barranco
do Velho.
El viento, ululante
como lobos entre las ramas de eucaliptos, ha zarandeado la tienda durante toda
la noche. Todo este monte ha ardido muchos años atrás y ahora brezos, jaras y
eucaliptos se abren paso lentamente cubriendo el monte poco a poco. Los
eucaliptos cercanos, supervivientes de la catástrofe, se movían aislados y
solemnes como velas al embate de los elementos produciendo un quejumbroso
chirrido de madera violentada. He vuelto a congratularme con esta tienda
mínima. Únicamente he tenido que ser un poco disciplinado. Ahora sólo tengo que
alargar la mano para encontrar cualquier cosa aunque sea en la oscuridad. Esos
diez o doce kilos que necesita un hombre para vivir me rodean cuando me tumbo
para soñar, dormir o ver una película.
Es de noche cuando suena el
despertador, la temperatura no es muy diferente de cuando pernocto en algún
valle de los Alpes. Coloqué mi tienda en lo alto de un cerro y apenas echo andar
me encuentro el sol asomando entre las lomas del fondo. Será la primera
fotografía del día, una bella toma con una vieja encina en primer término,
oscura y como saliendo de la noche, y un fondo de fuego donde el sol trata de
abrirse paso entre las nubes del amanecer. El sendero sortea por uno y otro
lado las lomas; de vez en cuando aparecen lo restos calcinados de algún árbol.
Después de una hora la pista termina hundiéndose en un nuevo valle que hay que
descender para volver a subir por la ladera opuesta. Antes, junto al río,
encuentro un banco de madera que me va a servir para hacer mis ejercicios de
espalda. Tomo un tentempié, seco la tienda al sol, bailo un rato y termino
subiendo a la mesa para hacer esos ejercicios con los que pretendo desde hace años
aliviar mi dolor de espalda. Hace sol, es agradable seguir las indicaciones que
me vienen de la app y que me dejan el cuerpo preparado para el resto de la
jornada.
Ayer, en lo profundo de un valle
pasé junto a una casa solariega sacada de la época que narra Saramago. Las
yedras cubrían la fachada y los muros de una almena rodeaban el alto del
edificio. Lo siguiente “habitado” que me he encontrado son un grupo de casas
que llevan el nombre de Castelao. Una anciana que me salió al paso tocada con
un sobrero de paja y un pañuelo y vestida toda ella de negro parecía la única
habitante del lugar. Le acompañaba un viejo gato también negro. Respondió a mi bom dia con una breve inclinación de
cabeza. Hasta ahora es casi siempre así todo el camino, cuatro casas de tanto
en tanto y cada treinta kilómetros un pueblo algo más grande. En esta jornada
esa era la distancia entre Cachopo y Barranco do Velho, demasiados kilómetros
con sus múltiples subidas y bajadas para un servidor.
Parises es algo más que cuatro
casas y además tiene un bar-tienda. Allí conseguí de la dueña que me preparara
una sopa y un par de sándwiches. Tres alemanas en la mesa del al lado hablaban
interminablemente tan alto como si hubieran nacido en la península. Hubiera
sido curioso saber cómo habían llegado a este pequeño pueblo perdido en los
requiebros de estos montes. En un cuartucho lateral asomaban las mercancías que
se vendían, algo de fruta, unos pocos comestibles, hilos, zapatillas, imagino
que todo lo que necesita una vida rústica habituada a la sobriedad y a un
reducido presupuesto.
A veces tengo la impresión de que
lo que hace Saramago es ridiculizar siempre que puede la idiota vida de la
corte. Después de dejar el gran piedro junto a las obras del monasterio en
construcción, pareciera que se inventara otro juguete con que darle caña a esa
clase caprichosa de la realeza, ahora conduciendo a la infanta y a su
monstruoso séquito durante días por caminos tortuosos y embarrados al encuentro
de su novio proveniente de la corte castellana. O eso me parece a mí, que sólo
recordando al rey que nos metieron de rondó en nuestro país, y que yo soy
incapaz de dejar de ver como ridículo personaje, un pijo de esos que en la
universidad no pasaron del aprobado pero que vivió su adolescencia y juventud como
sus iguales, toda la pijería mallorquina, azules ellos, de sangre, digo, que en
su vida han dado un palo al agua y cuyo único “mérito” parece, consiste en
haber nacido auspiciado por la voluntad de un dictador.
El filo del escarpelo con que
Saramago disecciona a esta gente y la pone en la picota del ridículo,
eclesiásticos y manada de semejante ralea incluida, es digno de admiración.
Diseccionar la historia e ir colocando en el lugar que les corresponde a
regidores y clases sociales anexas ayuda a entender no sólo nuestro pasado sino
también nuestro egregio presente, incluidos a esos trogloditas que están
empezando a salir de sus cuevas últimamente. Que cada uno averigüe de quienes
se trata.
Pendiente como voy de mi lectura
la verdad es que el tiempo vuela. El paisaje no es muy diverso, los campos de
brezos y jaras, laderas años ha devoradas por el fuego, dan paso a bosques de raquíticos
eucaliptos, encinas, alcornoques. Todas estas tierras son un inmenso territorio
de jorobas por donde las pistas forestales se abren paso aquí y allá con
destino desconocido.
En mi mapa he localizado una señal
en donde aparece una fuente y una mesa y allí intento llegar. Tener agua de
sobra siempre es un lujo en estas circunstancias. Se trata de un complejo comunitario de esparcimiento, algo más que una fuente y unas mesas, así que ya
que estoy aquí pregunto si puedo poner la tienda. La amabilidad de la señora
que atiende el lugar es encomiable. Puedo poner la tienda donde me plazca, me
dice. Elijo un rincón cercano a los servicios, lugar que además me va a
proteger del viento excesivo que esta tarde barre la sierra.
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