La hospitalidad, esa olvidada virtud.




Algemesí, 12 de marzo de 2019

Camino de Santiago de Levante. Etapa Silla-Algemesí.

Pongo los pies en la calle a las seis de la mañana. A las cinco ha sonado el despertador y he terminado de despertarme al ritmo de la música de Rubén González seguida por una ducha de agua fría. Una hora para hacer un poco de ejercicio y desayunar y ya estoy de nuevo en camino. Hoy no hay gorriones ni ruiseñores en las proximidades del alba. De Silla, donde he pernoctado, sale en seguida un camino que rodea la Albufera y que recorro como niño que estrena zapatos. No hace frío, que vendrá un rato después cuando empiece a amanecer, y me siento muy a gusto caminando con las manos en los bolsillos y mi relativo liviano equipaje a la espalda. Tengo un mes de camino por delante… si nada se tuerce, y este pensamiento me procura con su expectativa un agradable bienestar. Frente a mí, un poco a la izquierda, brilla intensamente Venus colgada del cielo, allá sobre el mar, como una pequeña cometa que sostuviera algún chiquillo al otro lado del Mediterráneo.

Hoy no saldré del asfalto en todo el día, pero tampoco me preocupa mucho, llevo la calma dentro y desde ella el mundo se ve como un mar tranquilo por donde navegan algunos veleros que han echado por la borda las nociones del tiempo y el destino.


Caminaba cobijado en mis pensamientos cuando he sentido que paraba un coche a mi lado; levanto la vista y me encuentro con un hombre que baja la ventanilla del automóvil y me alarga cuatro grandes naranjas. Para el camino, me dice. Jo, nada, hombre, se agradece. Y arranca y me envía un amistoso “buen viaje”. Poco después, hablando con Victoria por teléfono, me recordaría algunas anécdotas más de antiguos viajes por Argelia y Túnez, cuando tan frecuente era que, en algún lugar remoto del campo donde acampábamos, se acercara algún vecino a ofrecernos huevos, una taza de té o unas rodajas de sandía. La hospitalidad de algunas culturas es uno de esos bienes que los viajeros recuerdan casi con tierno agradecimiento. El punto de hasta donde la hospitalidad puede adquirir dimensiones magníficas nos lo narra Marco Polo en El Libro de las Maravillas, cuando atraviesa la provincia de Gaindu, en Tíbet. Merece la pena recoger la cita entera:

“Cuando un hombre ve llegar a un forastero a su casa y pedir hospitalidad, se marcha en seguida y ordena a la mujer hacer lo que le mande el forastero. Se aleja de la casa y va a su viña o al campo, y no vuelve hasta que el extranjero abandona la casa, y a menudo el peregrino vive en ella tres días y se acuesta en el lecho de la mujer del villano. Y el que ocupa la casa pone la señal para significar que se halla en ella, es decir, que cuelga su sombrero en la puerta. Y el villano que ve la señal en la puerta de su casa no vuelve hasta que en ella no queda el forastero.”


Dos grandes hachones de luz caen ahora sobre el pavimento del dormitorio del albergue municipal de Algemesí, un segundo piso en una calle tranquila junto al Museu de la Festa. Paladeo el bienestar que estos recintos proporcionan y que hay que agradecer a la iniciativa de algunos regidores de los municipios por donde atraviesan los Caminos de Santiago. Lo acabo de dejar escrito en el libro de visitas del albergue: “Bienaventurados sean los promotores de estos albergues. Que el Señor en su inmensa gracia les depare salud y alegría por su buena acción :). ¡Gracias sinceras!” 

Hora tras la comida, toda la tarde por delante como regalo inesperado que recibiera el sediento tras una larga marcha. La mía no fue larga ni dio lugar a que pasara sed por el camino, que más bien fue cosa tranquila de aficionado a la lectura metidas sus narices en un par de novelas y algunas páginas de antropología mientras recorría caminos que desde la noche de las seis de la mañana, el amanecer y el resto hasta pasado el mediodía, discurrirían tranquilos y sin sobresaltos como quien cumple el deber de facilitar la lectura hablando en sordina mientras la magnífica traca final de la novela de Eça de Queirós, a modo del desenlace beethoveniano de una magnífica sinfonía, acompañaba su andar a través de cuidados campos en los que las naranjas colgaban orondas a punto ya de dar con su cuerpo en tierra.  

Sí, fue atravesando el pueblo de Almussafes que al final Eça de Queirós dio muerte a su heroína adúltera no dejando resquicio alguno para que ningún desaprensivo y moralmente deplorable lector :) fuera a pensar que eso del adulterio se iba a saldar sin más con un frugal arrepentimiento por parte de la enamoradiza protagonista. Muerte a la adúltera… como si se tratara de una bruja de los tiempos del medioevo. Y yo, que cuando escribo esto he comido y escanciado con prodigalidad mi plato de pasta y una merluza a la plancha especialmente exquisita con un Rioja algo peleón, pienso que la pobre Luisa si no se hubiera movido entre las estrecheces de una moral burguesa y hubiera leído y aprendido de Lady Chatterley, la esperanzadora novela de D. H. Lawrence, otro gallo le habría cantado. Si bien al primo Basilio le falta la talla moral y la fuerza erótica que se desprende de la personalidad del guardabosques de la novela de Lawrence, las dulzuras que proporcionan siempre un nuevo amor (si estás jodido o no sabes qué hacer con tu vida, búscate un/una amante y todos los males desaparecerán) son siempre tan deliciosas que muy mal tiene que ir la cosa para que a uno no se le alegre el corazón cada vez que recuerde esos momentos en que el alma encuentra un alma gemela en su camino capaz de hacerle perder la cabeza. ¡Coño!, que la vida es muy corta, me dice mi cuerpo plácidamente alimentado y tumbado al sol en este albergue del camino, que la vida es muy corta… Y sí, ya le veo yo; ya está pensando éste en un par de décadas atrás cuando enredado en los brazos de aquella mozuela que en teniendo marido lo sedujo hasta la médula de sus huesos. Su cuerpo pequeñito, sí, con todo al alcance de la mano, su cueva de minotauro, sus pezones chiquitos, sus caderas y las curvas de más abajo acariciadoras y ondulantes como las dunas en noches de luna llena. Basta, basta, amigo, mantén la calma, le digo. Y el pobre, contrito y algo nostálgico, ay, los amores, baja la cabeza y asiente como a quien no le queda más remedio que soñar despierto. Decididamente creo que mi cuerpo echa de menos aquello. Hay teorías de todo tipo con eso del enamoramiento. Unos dicen que no es posible enamorarse más que una vez en la vida, una especie, creo a extinguir; otros aseguran que dos o tres veces es posible. No sé, ya dije por aquí alguna vez lo que Ortega y Gasset pensaba de ello. Se lamentaba con pesadumbre de que ellas fueran tantas frente a él que era simplemente uno. Ser uno frente a la inmensidad del mundo femenino le debía de parecer a este filósofo una incongruencia difícilmente aceptable. Por cierto, que si se quiere estar al plato y a las tajadas y todavía estamos en trance de creer en la vida eterna, téngase en cuenta aquel encuentro del Jesús de los Evangelios con los fariseos y la prostituta en que éste reprende a los primeros por mirar mal a la mujer asegurándoles que quien ama mucho, mucho se le perdona :).


Mientras tanto la luz se ha hecho cálida y por los balcones, con las puertas abiertas de par en par, entra la suavidad del clima del Mediterráneo. El caminante, metido en estas circunstancias a peregrino, va a hacerse un té y a tomarse de paso un merecido descanso. Queda pues en este punto la crónica de este primer día de peregrinaje.














        albertodelamadrid.es



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