Vivac en Cerro Minguete. “Sueños de roca”.

 




 Cerro Minguete, 17 de febrero de 2023

Aviso: hoy va largo, no merece la pena abordarlo si tenéis prisa ;-).

Por poniente Júpiter y Venus presiden el final del día que poco a poco se apaga sobre el horizonte. Por encima de las siluetas de los pedruscos del corralillo donde he montado mi vivac se alza una franja de luz que languidece enseguida para fundirse con el azul ceniza de la noche. El sol se ha ocultado sin pena ni gloria allá por la sierra del Valle. He tenido suerte, el primer corral estaba totalmente cubierto de nieve, el segundo, en la misma cima de cerro Minguete, tenía nieve pero se encontraba habitable. Me consuela pensar que pese a la masificación que se cierne sobre Guadarrama todavía es posible caminar sin encontrarte a un alma. Basta ir a contracorriente de los hábitos de la gente, que tampoco es tan difícil. Subir a la sierra cuando todo el mundo se ha ido a casa.

Qué agradable es caminar por esta nuestra sierra de toda la vida, pisar nieve, agradecer ese sol de invierno con esa luz tan especial con que se visten las montañas en esta época. En ocasiones caminar es tenerlo todo, la temperatura ideal, el sol, el crujido de la nieve a tu paso, la paz del ánimo. Había hoy en el muro de Antonio  Montes una sugerente cita de  Susan Sontag: “El tiempo existe para que no todo ocurra al mismo tiempo…”. Lo que sugiere que ello nos da margen para que una agradable tarde de caminar por la sierra pueda saborearse en espacios sucesivos de tiempo como quien sorbo a sorbo, despacio, va disfrutando de una cerveza que te llevaba esperando largo rato al otro lado de un collado. Así transcurre en ocasiones una tarde, pura contemplación mientras te acercas a la Fuenfría o sigues las huellas que se dirigen a Montón de Trigo. Llegar sin ninguna prisa al collado, subir a lo alto del Cerro, contemplar allá Peñalara, a la derecha Siete Picos, Peña Águila y la Peñota, la Mujer Muerta al otro lado, preparar el trípode, hacer alguna foto a contraluz acaso para acompañar este post, instalar el vivac, cenar, esas cosas que de puro corrientes y rutinarias encierran el liviano placer del momento.

Anoche comencé a leer Sueños de roca, el libro de Ramón Portilla. Nada más empezar ya me encuentro con la necesidad de alcanzar el lápiz y subrayar: “Sentado en la puerta del refugio, contemplando los tonos anaranjados de la cara oeste (del Picu) bajo los rayos del sol de la tarde, me siento feliz…”

Es curioso que esa sencilla afirmación haga que me detenga y, sintiéndola mía, muy mía, me sonría. Me sonría porque sin haber subido grandes montañas como él, sí he experimentado esa sensación muchas veces sentado frente a mi tienda de campaña o enfundado en el saco de dormir bajo las estrellas; muchas veces, sí, son momentos que pese a su aparente falta de relevancia dan la medida de que la felicidad es un asunto altamente escurridizo. El cuerpo parece mudo pero cuán elocuentes son en ocasiones sus reacciones ante lo que hacemos o dejamos de hacer… cuando terminamos una dura jornada de montaña, cuando al fin se ha hecho silencio alrededor y, rodeados de cumbres, cae la tarde sobre nuestro cuerpo cansado con la dulce sensación de que la hermandad entre la montaña y uno se desparrama por dentro como una caricia.

Ya se sabe que leer a otros es muchas veces la disculpa para evocar el propio pasado, y si Ramón trata de dormir en una escalera de una pequeña calle de Oviedo antes de dirigirse a Vega Urriello, pues yo me veo en una parecida noche que pasé haciendo lo propio en una calleja de Bilbao, esos tiempos gloriosos en que sin un duro en el bolsillo uno se acercaba a las montañas como podía. De Chamonix me vine en autostop uno de aquellos veranos. Así andaba la economía cuando empezamos a enamorarnos de la montaña.

Lo he escrito más de una vez, me fascina esa clase de personas que han vivido de forma sencilla la aventura, ese tú a tú que encuentras en el tejido interno de hombres como Casarotto o Bonatti, o Ramón en este caso, en pioneros como Hermann Buhl que también cuenta de las suyas en larguísimos viajes en bicicleta para escalar algunas paredes de Dolomitas. Claro, no se le puede pedir a Carlos Suárez que se marche en un velero al Fitz Roy o en invierno en bicicleta hasta la base de la cara norte del Eiger, ni a Carlos Soria que se vaya en autostop al Nepal; vivimos otros tiempos. Sin embargo, cuánto nos siguen encandilando las viejas historias de aquellos primeros años de penurias económicas cuando nadie era capaz de poner freno a los sueños. Creo que no sería necesario preguntarle a Ramón por ese orgullo de haber llegado y escalado la Oeste del Naranjo con diecisiete años en las condiciones en que lo hizo, se le nota en su charla ese orgullo de chico de barrio buscándose la vida como recién salido del cascarón para hacer por encima de cualquier barrera lo que había surgido a su entendimiento como un sueño; no es necesario preguntarle por el aprecio de aquellos primeros años. Se le nota también a Carlos Soria cuando con tanto orgullo cuenta cómo siendo niño cargaba con un cubo de agua en cada brazo en tiempos en que ésta en las casas era un privilegio. Haber empezado a trabajar a los trece años Ramón –yo lo hice a los catorce– son cosas del pasado que vibran en la memoria con una música muy especial.

Los tiempos cambian, es ley de vida, pero, seguro estoy, que quien ha vivido esos primeros años de montaña cargando con inmensos macutos llenos de ferrallas, comida para dos semanas, cuerdas, crampones y la biblia en verso, seguro que no lo cambiarían por la comodidad y el confort de quien hoy ya de adolescente dispone de los mejores materiales y presupuesto para irse a donde le dé la gana.

Volver a las fuentes, se llama esto. Saber de dónde nos llega el regocijo que mana de los recuerdos. Tal marca han dejado estos. Me veo poco con Laure Esteras, pero aseguro que no hay día que nos veamos que no saque a colación esas primeras aventuras del Pirineo en las que nadie sabe cómo éramos capaces de cargar lo que cargábamos obligados por un exiguo presupuesto. Valle de Ara arriba, de allí al Midi, del Midi a… siempre como peregrinos de una parte del Pirineo a otra cargados como asnos.

Ramón, tras escalar la Oeste con un inesperado compañero de cordada, pasa cinco días en la cama con neumonía. “Cuando tienes 17 años, das muchas horas de trabajo al ángel de la guarda”, escribe. Otro prolijo asunto a considerar que bien merece una larga reflexión, no sólo por el peligro al que nos sometíamos siendo todavía unos pipiolos, sino por nuestros padres que sufrieron con estoicismo nuestras “locuras”. Con veinte años yo me despedía de mis padres camino de los Alpes y había veces que ellos no volvían a tener noticias mías en uno o dos meses. Demasiado costosas las conferencias, demasiado estar uno a su propia bola. No sólo los agradecimientos al ángel de la guarda, que decía Ramón, también la paciencia y la resignación de nuestros padres que no comprendían en absoluto qué les estaba sucediendo a sus hijos. Ahí dejé el libro anoche, Ramón sentado a la puerta del refugio de Vega Urriello. Sólo leí unas pocas páginas, que me he prometido leerlo y mirarlo con cuentagotas.



Hay que decir que la concepción de este libro en formato de novela gráfica es un acierto que merecería ser repetido en el ámbito de los libros de montaña. Eso sí, hay que leerlo despacio disfrutando tanto del texto como de las ilustraciones. Por cierto, que creo que Ramón se equivocó al elegir al autor del prólogo teniendo como tiene a Juanjo San Sebastián, su entrañable compañero de tantas aventuras. Tengo en casa sobre la mesa un libro esperándome, Cuerdas rebeldes, prologado por él y sí, cómo conoce Juanjo el terreno que pisa y qué bien lo hace.

Saco la cabeza por la escotilla del saco de dormir. Venus ha desaparecido tras el muro del corral. Mientras escribía el firmamento se ha poblado con las luces de Capella, Marte, Orión y en la prolongación de su cinturón, como siempre, Sirio. Ha llegado el momento de dedicarme a otra cosa.

 

A las dos de la mañana me desperté y, viendo que no había manera de pegar ojo, me puse a jugar al ajedrez. Debía de encontrarme muy lúcido a esas horas de la madrugada porque gané tres partidas seguidas en un nivel alto. Ahora, eso sí, la tensión del juego me dejo el sistema nervioso tan tenso como para no lograr dormirme hasta pasadas las cuatro de la mañana. Y como continuaba inspirado no se me ocurrió otra cosa que escribir una carta a Juanjo San Sebastián. Y es que a veces uno se siente tan cerca de sus autores preferidos o de personas que han dejado su poso de sabiduría dentro de uno, que hasta a eso se atreve. Días atrás vivaqueando en Peña Centenera también me dio por ahí y le escribí unas líneas a Eduardo Martínez de Pisón con quien había compartido conversación junto a otros amigos días atrás. A la mañana siguiente ya tenía en casa su respuesta a vuelta de correo, él sorprendido y agradecido de que alguien le escribiera de madrugada bajo las estrellas desde un lugar tan insólito como una cumbre. ¿Por qué privarse de expresar a quien sea lo que sientes o te sugiere tu voluntad?

Toda la vida vistiendo de tímido y ahora, a la vejez viruelas; que me estoy haciendo de un atrevido que lo mismo alguno me manda a freír monas un día de estos. Y es que ¿a quién no le place tener amigos y compartir con ellos, encontrarse, comer juntos, conversar hasta perder el habla?

Mi reino por un caballo (Shakespeare. Ricardo III). Ricardo en la batalla ha caído del caballo y sin él es hombre muerto. Mi reino por un buen rato de conversación entre amigos. Algo atrevido me he vuelto en esto de querer compartir con unos y con otros ese pequeño ritual en donde la montaña o simplemente la vida, es motivo de una reposada y agradable conversación. Quien me lea que disculpe mi atrevimiento si en algún momento le llega la sugerencia de un encuentro amistoso.


Esto se hace largo, tan largo como mi jornada de hoy que comenzó a las siete de la mañana calzando crampones y descendiendo de Cerro Minguete cuando las primeras luces del alba apuntaban por Siete Picos, siguió con una obra de teatro a la que llevamos a nuestros nietos, comida familiar, tertulia y que ni aún así quiere concluir sin antes volver a hacer referencia a los vivacs. Mientras terminaba de revisar estas líneas, que tenía intención de enviar a Ramón, pensaba que si a mí el vivac de anoche cómodamente instalado me sugerían tantos asuntos y recuerdos, cuántas cosas no habrá, pasarán por la cabeza de Ramón y cía en esos largos vivacs que ellos han vivido en las montañas de todo el mundo. Me asaltaba una gran curiosidad por conocerlo. Ya lo he expresado varias veces en este blog, me interesa menos el relato pormenorizado de los escaladores de grandes montañas que aquello que pasa por su cabeza, su alma; su enfrentamiento con el miedo, el dolor, el placer, eso que necesariamente embarga a una mente en el frío de las alturas en medio de la incertidumbre, de cómo será mañana la continuación, la prolongación de un vivac, esas horas… son para mí fuente de una gran curiosidad, esos instantes del hombre echándose un pulso a sí mismo en el silencio de un vivac de altura. Escribía Rebuffat "Algunos montañeros se enorgullecen de haber hecho todas sus escaladas sin vivaquear. ¡Cuánto se han perdido!". Si a mí un vulgar vivac invernal me da para hacer poesía, e incluso para echar alguna partida de ajedrez cómodamente embutido en mi saco de dormir, ¿cómo será ese otro mundo de ellos? Los otros, que firmaba Amenábar para señalar lo que no es uno y que acaso queremos conocer… La historia de la literatura no es otra cosa que ese intento por reflejar los conflictos internos, las aspiraciones, el litigio entre los sueños y la vigilia, y que los lectores, ávidos de experimentarlo, aunque sea en la distancia del relato ajeno, consumimos con cierto sentimiento de recogimiento y admiración.

 

 

 

 


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo Alberto que nos pasa algo parecido, algo de nostalgia de esos lugares como el Pirineo y Alpes con esos amigos como Piñón, Raspa, Moisés, Fulgencio y alguna que otra moza, buenos compañeros todos. Pero siempre has sido ese caballero andante amante de la soledad y a la vejed viruela.

Alberto de la Madrid dijo...

No hace falta que des tu nombre. A lo de la nostalgia ya le he contestado en comentarios a José Luis Ibarzábal. Un asunto al que sacarle las costilla. Puede que haya algo de eso, pero no suele suceder cuando estás plenamente en activo y estás convencido de que vives un momento muy interesante.

Alberto de la Madrid dijo...

Jajaj... sacarle las cosquillas...